Ismael/XXVIII

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XXVIII

A intervalos, por la tarde, habían ido llegando a la población grupos de tres, cinco y, más hombres bien montados, y algunos de ellos armados de varas con medias lunas, de las que servían para cortar jarretes.

Todos estos hombres eran mocetones robustos, negros cimarrones, zambos de indio, y aún «tapes» de chiripá y boleadoras, con vinchas en la frente para sujetar las greñas cerdosas. Varios perros enormes los seguían.

También al oscurecer, se había encerrado en la manguera, algo distante de las casas, una tropilla de caballos y no pocos redomones, a las que más de un jinete había hecho bufar en la cuesta saltándolos «en pelos», por segunda domadura. Aquellos animales briosos, habituados al campo libre, metían alboroto de relinchos, cada vez que sentían próximo el tropel de las yeguas que erraban azoradas por los alrededores.

Los negros, munidos de cuchillejas mangorreras, se entretenían en cortar y sobar tiras de cuero vacuno en la cocina, a la rojiza claridad de mechas envueltas en sebo fresco que despedían una humaza espesa y nauseabunda.

Improvisaban riendas, estriberas, cabestros y maneadores, en silenciosa actividad, y con cierto aire cerril y despavorido.

Aquellos rostros retintos llenos de sajaduras, con los cráneos hundidos, las narices aplastadas de enormes hornallas y los labios de esponja salientes como chatos higos maduros, ropajes miserables, piernas al aire, brazos sin mangas y cintas de cuero de «carpincho», aparecían imponentes, entre la atmósfera color de incendio en que se agitaban febriles, cual si el amor a la libertad y la esperanza de adquirirla a hierro y fuego, les hubiese devuelto el brío montaraz que abatiera la esclavitud.

En una tapera de allí apartada cien metros, podía percibirse en medio de la oscuridad un grupo numeroso de caballos, y de hombres a pie, que iban y venían en preparativos sigilosos, sin dejar de hablar en voz baja y de reír de una manera sonora de vez en cuando.

Las mozas cuchicheaban asomadas a la puerta y al ventanillo de la pieza principal en que se habían reunido, como las viscachas en las entradas de sus cuevas, y callaban de improviso, así que sentían los pasos o la voz bronca de Perico el bailarín.

El bizarro capataz, lo era y de veras. Su presencia infundía respeto.

Pasada media noche, algunas de las que aún se conservaban curiosas e inquietas en el ventanillo, le vieron con gran asombro atravesar con su gran faca cruzada por detrás, botas, poncho, sombrero de paja y un trabuco en la diestra.

Él volviose de mal talante, y dio un grito.

Todas desaparecieron como por encanto.

Perico siguió su camino, refunfuñando, y entrose en otro rancho pequeño que servía de depósito de marcas, guascas y trebejos.

En la puerta baja y estrecha estaban tres hombres, que le siguieron al interior, alumbrado apenas por un candilejo cuya mecha tenía una pulgada de pavesa. Uno de aquellos hombres lo despabiló con los dedos. Púdose entonces distinguir mejor los objetos.

Viera registró con la mano izquierda detrás de un fardo; y extrayendo de allí un arma de fuego, pasósela a uno de los circunstantes, diciéndole:

- voltear «godos». Serapio -esa garabina.

La tal arma era una tercerola llena de orín, de piedra de chispa, con la cazoleta descompuesta y la caja resquebrajada.

Serapio la miró con mucha calma, balanceola como para calcular su peso, y dijo a su vez, encogiéndose de hombros:

-Más juego da un cañuto.

Perico siguió manipulando, y a poco sacó del escondrijo una pistola de caballería, pesada y larga, cañón de bronce fundido, también de chispa; y se la alcanzó a Basilio, quién al tomarla murmuró:

-¡Ansina se cuede roncar!...

Viera extrajo, por último, un sable sin vaina y con parte de la empuñadura rota, mellado en más de un tercio de su hoja, que sin duda había servido para partir leña; y dióselo a un negro cimarrón que aguardaba su turno, muy tieso y silencioso.

Güen serrucho! Hasele filo en la piedra, Macachin.

Los tres hombres salieron, seguidos de Perico quién les dijo con toda seguridad que muy pronto tendrían mejores armas, enviadas de Buenos Aires, donde por entonces se encontraba don José Artigas.

Algunos pasos más adelante, Viera tropezó con el domador Ramón, que venía en busca de un arma cualquiera para bregar con los «godos».

El capataz le dio su trabuco, con un saquillo de pólvora y otro de balines, «cortados» y clavos que llevaba en los huecos del cinto.

Debajo del «ombú», rodeando su ancho tronco en forma de pabellón, se habían colocado varias lanzas de moharra triangular las unas, obra de un herrero de Mercedes, de hojas de tijeras de esquila, medias lunas de desjarretar y largos clavos cuadrangulares las otras, enastados en cañas duras o en recias varas de guayabos, ostentando algunas banderolas tricolores a fajas rojas, blancas y azules.

Cerca de estas armas había un grupo, como haciendo su vela; y de este grupo se desprendían sombras de vez en cuando que se deslizaban por debajo del ventanillo, y que las mozas detenían al pasar, abriendo y cerrando aquel a cada momento al menor ruido, para proseguir sabrosas pláticas en voz baja, y permitir que las encariñasen los héroes de aquella temerosa aventura.

Galanteos cerriles de una hora con la florcilla agreste en los labios y besos sonoros en las carnes tostadas y macizas, de pocas palabras y muchos manotones y golpes de zarpa, saltos de gato «montés» y verdadero sipizape de encelamientos, hasta que la aproximación del bailarín de zancos ponía en desbande toda la hueste amorosa.

Lucían las últimas estrellas en un cielo límpido y tranquilo, y comenzaba el alba a tender sus blanquecinos velos en el horizonte con sus orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento acompañado de confusos rumores se operó alrededor de las «casas».

Los hombres montaban a caballo, entre chasquidos de rebenques, fragor de armas, escarceos de piafadores redomones y choques de jinetes que buscaban entrar en las filas en orden de marcha, a un flanco de la enramada.

La voz de Pedro José Viera retumbaba atronadora a la cabeza de la columna hablando de libertad e independencia, y un grito formidable lanzado por cien bocas respondía a su corta y viril arenga, entre los brincos y bufidos de los potros alborotados por la espuela y el vocerío.

Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del ombú, arrebujadas apenas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas, desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se ofrecía a su vista.

¡Parecía soplar un viento de tormenta!

Las medias tintas crepusculares cedían su puesto a los resplandores de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia.

La columna negra no se había aún movido: las lanzas en alto se agitaban nerviosas, en pintoresca confusión de moharras, medias-lunas, tijeras, clavos y banderolas; los trabucos enmohecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin baquetas, los sables viejos, las dagas de canales, las bolas retobadas con piel de lagarto de los zambos, los picas toscas de los «tapes», -todo se movía y levantaba con los brazos robustos, para jurar la guerra al opresor.

Los instintos guerreros bramaban iracundos en aquella gran manada de pumas.

Y las mujeres vieron de repente, como aquel conjunto de andrajos y de desechos que encubrían cuerpos vigorosos, de razas y de castas arrastradas por la misma idea y el mismo sentimiento, de cambujos bravíos y de negros de aspecto feroz, de bizarros tupamaros con luengas barbas y rostros blancos, desarmados algunos, pero entusiastas y resueltos; vieron, como aquel conjunto de fierezas, cóleras y rabias tanto tiempo contenidas, se movía como una tromba entre torbellinos de polvo e imponente alarido, -y alzaron entonces sus manos y agitaron los pañuelos en el aire-, hasta que la tromba desapareció en el horizonte dejando en pos de sí una niebla parda en el ambiente, semejante a las espumas que el huracán arrebata a la cresta de la ola fragorosa y disuelve en el espacio.