Ismael/XXVII

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XXVII

El bullicio entonces, tomó creces.

Perico iba a bailar, y la fiesta sería completa. La «caña» de las botas, libada en abundancia, había enardecido todos los cerebros. Se reía, se vivaba, se corría, se «escarceaba» y ensayábanse figuras y pasos con castañeteo de dedos y trinar de espuelas, en tanto los guitarristas a la voz de prevención se reunían bajo el «ombú» probando las cuerdas y armonizando los tonos, con sus sombreros de «panza de burro» en la nuca y el barboquejo en la nariz, los rostros húmedos, brillantes los ojos, entreabiertos los labios al tarareo de los aires criollos, todo bajo una atmósfera de luz y un cielo apacible apenas moteado aquí y acullá por pequeñas nubes de blancura intensa.

Las mozas se habían arreglado al cuello las pañoletas, y en singular confusión, rubias, mulatas y «chanáes» de trenza cerduda y pie descalzo agrupábanse en el centro, al tañido de rasgueos alegres, aguardando el momento del quiebro y el sandungueo. Aunque la brisa que corría era fresca y agradable, imperaba en la riunión un buen grado de calentura.

Cuando Perico empezó a ejecutar su juego de zancos, el entusiasmo se convirtió en aplauso y vocerío.

Los dos maderos en rápidos giros, sin tropezarse nunca, recorrían de extremo a extremo el sitio de la zambra, manteniendo el zanco su equilibrio con notable destreza en cada avance o volteo, sin zafarse de la horquilla, y agitando en su brazo derecho la chapona de lienzo en forma de alón esponjado de un colosal ñandú.

Las exclamaciones se sucedían sin tregua en derredor del bailarín.

-Apriende Serapio a ginetiar en patas de arañal -decía uno, zampándose todavía buenos bocados de carne asada.

-¡Véanlo al mulita! -argüía el aludido. Muentá vos esa langosta con eso me reigo!

-Aijuna, ¡las canillas de cigüeña! Asujetá Perico, que están crojiendo.

-Juertes se me hacen, cuñao, lo mesmo que garrón de avestruz... ¡Qui an de erojir!

-¡A un lao la bajera, aparcero Ramón, que no refale esa pata de enválido, qui anda mosquiando!...

Al cabo de algunos minutos, Perico se detuvo sonriente y jadeante, sus musculosos brazos tendidos, y gritó con voz de trueno:

-¡A danzar, agora, aparceros!... ¡A manhan danzaremos melhor!

Saludó estas palabras un gran clamoreo, en que se mezclaron alaridos de fiereza y juramentos enérgicos, cual si una ráfaga misteriosa de combate hubiese acariciado todas las frentes.

Las guitarras rompieron en rasgueos más unísonos y alegres.

El pericón, -y no se trata aquí del caballo de bastos del juego de quinolas-, puso en facha a sus ecos, múltiples parejas.

De una parte, polleras y enaguas un tanto morenas sacudidas, dejando ver pantorrillas bien torneadas cuando no tiesas cachilas enfundadas en medias de algodón crudo, o gruesas gambas desnudas a la vez que arqueadas en vaivén sostenido y airoso; de la otra parte, chiripáes flotantes, pieles de potro rascando el suelo, zancajos al descubierto con espuelas de grandes rodajas que sembraban rayuelas en la tierra, cuerpos flexibles adornados de cintos cuyas monedas de plata o botones de bronce difundían ruidos de cascabeles, y largas melenas azotando los rostros trasudantes.

El conjunto, bizarro y pintoresco. Roces, cosquilleos, visajes, amoricones, posturas provocativas, volteos de domadores, quiebros de mojiganga, risas y fraseos dominando el tañido de las guitarras.

Corría en el enjambre como un aura epiléptica. Perico en zuecos, se había agregado al gran grupo y hacía chás chás con los talones, acompariándose de manos y repartiendo chicoleos; y unas chinas viejas, con los brazos en jarras, atraídas por el bullicio y el tumulto, comenzaron algo distantes de la zambra a menudear sus pies cortos y regordetes, citando a prueba a los camastrones y mauleros.

Fue en ese instante que, sin que nadie se apercibiera de su llegada, Ismael y Aldama echaron pie a tierra junto a la enramada; y que, mientras el primero se recostaba en el palenque, taimado, arisco y sombrío, el segundo se desprendía del cuello un pañuelo de seda y sacudiéndolo en alto se acercaba a saltos al grupo alegre, afirmábase sobre las corvas como si en ellas hinchase el lomo un redomón, y hacía sonar las nazarenas con ruido mayor que el de las vihuelas.

En cambio, Perico, apenas divisó a Ismael con todos los signos de haber hecho una larga jornada, separose rápidamente del baile y dirigiéndose a él, cogiole del brazo y apresurose a entrarse con el joven gaucho en el rancho.

En una de sus piezas interiores permanecieron por espacio de media hora.

Cuando salieron, Viera le puso la mano en el hombro, y díjole con aire grave algunas frases al oído.

Ismael, de ánimo reconcentrado y caviloso, era sobrio de palabras.

Pasó junto al lugar de la fiesta, dirigiendo apenas al conjunto una ojeada por debajo del a la del sombrero, y encaminándose a la enramada, comenzó a bajar prenda por prenda su recao de los lomos del bayo, que al sentirse alivianado alargaba con alborozo el cuello barruntando relinchos.

El mismo Perico trájole por el cabestro un alazán, que era un animal de crucero alto y remos delgados, uno de sus caballos de confianza, educado para los escondrijos y matorrales en los tiempos de persecuciones.

La campaña toda estaba llena de matreros, y era considerable el número de caballos, -sus compañeros inseparables-, adiestrados desde potrillos, a la vida azarosa y aventurera de los amos.

El alazán quedó bien pronto enjaezado; y en tanto Aldama cambiaba también de caballo, gruñendo, Ismael púsose a merendar junto al palenque, rociando sus bocanadas con algunos sorbos de «caña».

Aldama no tardó en imitarlo, después de ceñirse a gusto el chiripá y el cinto, y de asegurarse las espuelas.

Pedro José Viera se paseaba contento, ya clareadas por el cansancio las filas del pericón, escarbándose con la punta de la daga los dientes.

Brillaba en su semblante tostado, franco y abierto como un reflejo de gozo íntimo, y conocíase a primer golpe de vista que aquel hombre rústico, enérgico y viril acariciaba en sus adentros un proyecto de seria importancia.

Revelábase también cierta impaciencia en sus gestos y ademanes, al observar la cachaza y la flema de Ismael, quién, concluido su almuerzo, se había dejado estar en cuclillas, dándose golpecitos de plano con su daga en la bota.

Perico se acercó al fin rezongando, con cierto aire jovial, y dijo en buen acento criollo:

-¡A sacudir la potra, que el día se va, aparceros!

Sonriose Ismael, incorporándose despacio; y levantando los brazos bien en alto, desperezose. Aldama le acompañó con un gran bostezo. Pero, los dos se alistaron de buen talante, porque eran jinetes duros.

Viera les estrechó las manos en señal de compañerismo, y enseguida dioles una carta para Benavides, hablándoles de algo muy interesante en voz muy baja. Centellaron de súbito los ojos de los dos emisarios, que saltaron incontinenti en sus caballos, y dando un adiós partieron a gran galope.

Perico los siguió con la mirada atenta hasta que desaparecieron detrás de las próximas cuchillas entre una nube de polvo.

Luego volviose a paso lento a las casas, sacándose un pucho de cigarro que tenía detrás de la oreja, el cual se detuvo a encender con el eslabón y la yesca, muy concienzudamente, atizando la brasa con la uña del pulgar, y despidiendo con ruido una gruesa espiral de humo.

Desde esa hora, hasta la noche, anduvo inquieto.

Todos menos él, durmieron larga siesta, como anticipo compensador de una noche fatigosa.