Ismael/XXXIV

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XXXIV

En tanto ocurrían estos hechos en la zona del levante, hacia el centro del país tomaba proporciones el hervor revolucionario, venciendo resistencias y arrastrando a los hombres en su tumultuosa corriente.

Sacudíase todo el armazón de la colonia como una coraza vieja en el tronco de un esqueleto, al soplo de un «pampero» de borrasca.

Los gauchos de los ribazos del Arroyo Grande, habían seguido el ejemplo de sus compañeros de otros distritos, reuniéndose en gran grupo a las órdenes de dos paraguayos, Baltasar y Marcos Vargas, vecinos de Porongos.

El grupo era compuesto de hombres de entraña, avezados al encuentro, aguerridos en la pelea oscura, confundiéndose en las mismas filas los soldados de la antigua milicia, con los gauchos errantes.

Balta -como llamaban al mayor de los hermanos sus compañeros-, era un tipo de empresa y de aventura, decidido y valeroso, que años después, perdido el rumbo en la furiosa oleada de aquellos tiempos, debía caer bajo las garras del primer tirano de su patria.

Cualquier terreno era adecuado para la pelea, entonces, en que un profundo sentimiento americano vinculaba estrechamente los espíritus varoniles. Concíbese así que Balta, oriundo del Paraguay, hiciera suya la causa de los orientales, y le siguiesen numerosos adeptos.

En esta partida terrible, figuraban cuatro hembras de un valor nada común.

No eran precisamente de esos seres que hacen sobrellevar con resignación sus fatigas al soldado, o que se consagran a restañar sus heridas una vez retirados del fuego.

Ni vivanderas, ni enfermeras, en la acepción más noble de estos vocablos.

Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en el manejo del caballo y de la lanza o el sable, vestidas de hombre, y capaces de ejecutar en las horas de prueba los mismos actos de un esforzado varón.

En el escuadrón volante gozaban de esa fama, y una de ellas había merecido las jinetas de sargento. Esta cruda amazona, llamábase Sinforosa. Con su boca de labios finos y dentadura de loba, su nariz chata y sus ojillos de coatí, podía ser confundida con un cacique de raza, de esos que tenían tres pelillos por bigotes y algún perigallo en el cuello. Se imponía en la pelea, a la par de sus tres compañeras de aventuras.

Esta curiosa cuaternidad intrigaba el campamento.

Tenían ellas el capricho de darse a los que más habían sobresalido en el combate, sin distinción de clases, porque poseían la pasión del valor.

Eran como la zanga, la cascarela, el cinquillo y el renegado de un cuatrillo heroico.

Si descubría su hilacha o fibra floja un cobarde en las filas, le miraban con desprecio, y le enseñaban alguno de sus pechos recogidos y enjutos, como indicándole que precisaba mamar en aquella ubre leche de fiera para mejorar su sangre de gallina.

En cambio, los valientes las subyugaban, y complacíanse ellas en colocárseles al lado en la carga y en el entrevero, recogiendo sus ternos y juramentos de coraje para repetirlos luego en los fogones.

Los gauchos indolentes, desidiosos, de tez pálida y ensortijados cabellos, mirar osco, delgados, esbeltos, que peleaban a cuchillo cuando se les rompía el astil de la lanza y no dejaban con vida al adversario en rabiosa lucha por el suelo, las tenían siempre detrás, para reemplazarlos en la brega, así que eran muertos o heridos, y salir ellas mismas con la piel desgarrada por el puñal o el sable, orgullosas de haber sentido las fuertes emociones del sangriento choque.

El humo de la pólvora y las notas del clarín, producían en ellas efectos semejantes a los de los caballos ariscos. Inflamábanseles los ojos y las narices; y en vez de hablar, resoplaban, sintiendo entre sus piernas la nerviosa agitación de sus cabalgaduras, y dentro del pecho las sacudidas sordas de su entraña llena de fiereza.

No pocos dispersos o rezagados morían a sus manos.

Concluido un combate, en que la faena había sido dura, se las veía entre los cadáveres y despojos, las piltrajas y la sangre caliente rodeadas de mastines, dando vuelta a los que habían caído de rostro para reconocerlos y hacer también su botín, que reducíase a veces a escapularios en los cuerpos despojados ya por los vencedores de sus mejores prendas.

Si notaban en las orejas de los muertos algún zarcillo de plata u oro, de los que usaban entonces no pocos militares, no perdían el tiempo en abrir el resorte, y cortaban lisa y llanamente de un tajo la parte aquella del pabellón; pues en ese carcheo había que andar aprisa. Tratándose de sortijas, se cortaba el dedo.

Carchar, o sea despojar a los vencidos, muertos en leal pelea, o en mitad de su fuga por la caballería de reserva, era el complemento necesario del triunfo. Los criollos eran pobres, combatían casi desnudos y se apoderaban luego de las prendas de sus adversarios, con razón más justificada que los ejércitos de línea, siempre mejor provistos y atendidos. En aquella edad del hierro y del heroísmo no había recompensas halagadoras, fuera del ascenso y del carcheo, Los brazos no se ocupaban en otra faena que en esgrimir las armas, o en afilarlas, y eso fue obra de más dedos lustros. La vida marcial desterró por diez años -lapso precisamente del ostracismo griego- el arado y el pico. Sangre y no sudor, regaba la tierra.

Una segunda naturaleza, un carácter nuevo con todas las asperezas de una formación tosca, se fundía en el viejo molde de la familia colonial, que se iba rompiendo con estruendo en todas sus piezas, abortando el tipo derivado y confundiendo las castas en una lucha común, sin rumbos bien definidos, ni aspiraciones subordinadas a un ideal fijo y luminoso.

Blancos, negros, mestizos, bronceados formaban en las mismas filas. Las mujeres de raza alternaban con los hombres de pelea; y de esta junción, de esta fraternidad del valor y de la audacia, de esta existencia azarosa y turbulenta que iba dejando, dispersas sus semillas en un terreno removido sin cesar por los escuadrones en tropel, formábase paulatinamente aquel «espíritu nuevo» de que hablaba Fray Benito, cuyo germen cuajaba al azar, librado a las fuerzas de la naturaleza y calentado luego por los instintos locales, lo mismo que un huevo de anfibio poderoso al calor de las arenas.

Las indias semi-civilizadas, los zambos de indios, los cambujos constituían una hueste numerosa en la nacionalidad que se fundía. Los tupamaros de la clase inferior cruzaban con ellos su sangre, y brotaban engendros con desviación más acentuada del tipo originario; sólo en los focos de población importante se conservaba la prístina pureza, y hasta el hábito de antaño, de orgulloso predominio.

Así como el aduar del guerrero indígena era también el de la familia, había su mezcla singular de hogar y de vivac en los primeros ejércitos de la independencia.

Odios santos, sensualismos y amores, todo en ellos se refundía.

Las costumbres del desierto se ataban con el nudo de heroísmo. Los párvulos solían nacer al ruido de los clarines, o a poca distancia del estridor de la pelea, como engendros de guerra; y era su bautismo el humo de la pólvora.

Sinforosa resumía las propensiones idiosincrásicas del tipo nativo. No quería su tierra y sus campiñas sino para los criollos, y transformábase en furiosa amazona en el campo de la acción, con un sable a la cintura y una lanza de moharra curva en la diestra.

Despreciaba las armas de fuego, porque el pedernal fallaba a cada instante. Con el hierro se medía bien el bulto y el golpe era más certero.

Mascaba tabaco y se entonaba con aguardiente. Joven y robusta, no la rendía la fatiga, ni la abrumaban las largas marchas a caballo por la noche; marchas comúnmente llenas de inquietudes y peripecias, de avances y retrocesos, sorpresas y combates parciales, en los que se requiere vigor físico, valor y presencia de ánimo para imponerse a la aventura y al peligro.

Tenía sus liviandades y sus grescas de fogón, como sus compañeras; entonces, a semejanza de Aquiles cambiaba de tienda, y aún se escondía de noche en alguna cañada seca cubierta de pajizales, para burlar al trompa del escuadrón, su preferido.

Allí se mantenía arisca como un coatí, hasta la hora de diana.