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Ismael/XXXV

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XXXV

Ese su galán, se llamaba Casimiro Alcoba, y era un zambo de indio morrudo y alegre, color de cacao, ojos pequeños muy brillantes, boca grande con dientes de criatura, ancho de espaldas, y pie tan breve como el de una muchacha impúbera.

De un pie semejante, era por donde Sinforosa había comenzado por enamorarse, en cuanto al detalle; pues la primera causal de su pasión, había sido la bravura con que el trompa la librara de la muerte en un entrevero.

Casimiro era el único clarín de aquella tropa de centauros. Había servido en un regimiento de milicias con Benavides, entonces cabo, bajo el dominio español; y en aquella época, aún no lejana, había ensayado la trompa con éxito y también revistado en una banda lisa.

El instrumento bélico, lisiado o inválido en varias partes del tubo, había sido sustraído de un cuerpo de guardia de San José en donde estaba arrumbado, por el mismo cambujo en la noche de su deserción.

Las soldaduras de estaño le quitaron luego el aspecto de flauta que ofrecía su cuello de bronce, y cuando Casimiro ponía sus anchos labios en la embocadura, el instrumento parecía arrojar notas más agudas que en sus buenas épocas.

En las refriegas a sable corvo y lanzas de medialuna, Sinforosa a horcajadas en un cebruno entero solía gritar al cambujo en medio del choque de armas y caballos:

-¡Camero!... ¡Meté las pulpas en el tubo, mandria!

El bravo cambujo, a quien su hembra motejaba con el nombre de Camero acercaba a la embocadura sus gruesos labios, que era como refundir una trompa en otra trompa, y salían entonces del retorcido bronce esas notas que convierten en furor el denuedo del soldado, y que los caballos contestan con enérgicos relinchos, trémulos, con el ojo encendido, los molares como engarzados en el freno y las crines sacudidas bajo el hervor de la sangre generosa.

Él se vengaba de las demasías de aquella vivandera formidable, llamándola Sinfora, y echándole en el botijo de «caña» fuerte, con que brindaba a los soldados del escuadrón, todo un cartucho de pólvora gruesa, de la que se usaba para carga de las tercerolas de chispa.

Verdad que él mismo se aplicaba frecuentemente la pena, echando un trago de aquel líquido abrasador en su garganta y que aún lo extrañaba de veras momentos antes de entrar en pelea. Lo que es a Sínfora, el licor le sabía siempre bien.

Los tres gustos de Casimiro se resumían pues, en estas tres cosas:

Sinfora, caña y pólvora.

Y era a mérito del primero, que él se había permitido poner a prueba la fecundidad de la amazona terrible, para que no se extinguiese «la casta». Tenía ella que dar buenos dragones. De ahí que Sinforosa hubiese engruesado notablemente, y esto había tenido su principio mucho antes de que Perico el Bailarín y Venancio dieran el grito de libertad en Asencio.

A la sazón, Sinforosa se iba en bulto, y parecía a caballo con su cara chata, sus pechos salientes y su gran vientre una peonza con ojillos y verruga.

No demoró ella en disimular su obesidad falsa ciñéndose una faja; y se cinchó sin piedad, hasta disminuir casi en dos tercios el volumen.

Esto apresuró el suceso, y las caderas empezaron a resentirse seriamente. Con todo, ella seguía en sus tareas habituales de campamento, recogía leña en el monte para su fogón, desollaba ovejas, iba al arroyo por agua, ataba los caballos a la estaca, ponía la carne en el asador, y, aún se permitía algún solaz con los pujantes dragones, sin casco ni coraza, de Baltasar Vargas.

En cierto día, del alba al meridiano, el escuadrón hizo una jornada de diez leguas, a trote firme con ligeras treguas, al solo objeto de dar resuello a las cabalgaduras.

Cuando se mandó acampar, Sinforosa que venía acosada por los dolores, siguió a prisa su marcha hacia unos árboles pequeños que hacían isleta junto al arroyo.

Casimiro, que aún no se había apeado, díjola al pasar:

-¿Aónde vas juyendo Sínfora?

Ella, que iba mascando tabaco, escupió con un visaje iracundo, desprendiose el botijo de aguardiente, que a manera de cantimplora llevaba atado a la cintura, lo dejó caer en el pasto, y contestó:

Mi apura er guachito, sarnoso!

El clarín se echó a reír.

Ella prosiguió su marcha a trote largo, mostrando el puño.

Más adelante, dejó caer el sable corvo y la caldera y una calabaza de pico enorme y un pedazo de tabaco negro. Las angustias aumentaban.