Ismael/XXXVII

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XXXVII

Dejamos a Ismael y sus compañeros camino de Maldonado, en busca de las milicias sublevadas.

En sus largas horas de marcha, Velarde encorvado en su cabalgadura, mantúvose silencioso con la mirada vaga perdida en el verdegay de las cuchillas.

Sin dejar de ser brusco, sensual y atrevido, el joven gaucho tenía la imaginación ardiente y la índole un tanto apasionada. No olvidaba los afectos, ni los odios.

Todo ello era propio de su raza y de sus hábitos; se lo habían dado el origen y el clima, la vida errante y la soledad triste.

Reconcentrado y arisco, tenía muy vivo en la memoria el recuerdo de los sucesos de la estancia de Fuentes. Acordábase de aquellos tiempos de sus amores, cuando cruzaba el campo a media rienda entre los gritos del chajá y los silbidos del ñandú, para sofrenar en la enramada al caer la noche; o cuando contra toda costumbre recorría a pié algún arenal caliente, clavándose espinas de la cruz más duras que espuelas de domar, para coger un camuatí o lechiguana nueva, que colgar en la cocina, sin decir palabra; o cuando acosado por el celo y la rabia se metía en el monte e iba arrancando al paso habas del aire para tirárselas en montón a algún «carpincho» lerdo...

Y también recordaba que a la vuelta, después de las horas robadas en siestas al trabajo se arreglaba con primor el pañuelo al cuello, terciaba el ala del chambergo para lucir la melena, hacía con gracia un nudo en la cola del «pingo», y para ponerle airoso lo lanzaba a un rigor de las «lloronas» sobre algún gamo como él vagabundo que alzaba sus cuernos a la orilla del bañado...

Veníansele después otras cosas a la memoria. La noche aquella en que Felisa fue a la tahona y él comenzó a preludiar, sin saber por qué -como un pájaro que oye cerca el aleteo de la hembra, cayéndosele la guitarra de las manos y «entrando a encariciar a la moza» con toda la fuerza del querer, hasta que vino el mayordomo a quemarle la sangre «en mitad del gusto».

De todo esto y mucho más se iba acordando Ismael, y, preguntábase qué habría sido de la pobre china, después de su brega con Almagro, a quién él tendiera en el suelo de una puñalada.

De aquel rumbo, pocos venían. García de Zúñiga y Fernando Torgués no habían dejado más que viejos e inválidos en los ranchos y «pueblitos» de ese pago. Por eso mismo Ismael anhelaba incorporarse a una fuerza cualquiera que se dirigiese a allí; lo trabajaba algo como un disgusto de ausencia, una nostalgia de pago cada día en aumento.

Los males del cuerpo tenían a veces sus remedios; y valían contra «el daño» la zarza y la cepa, la «marcela» y el «tártago». El «guaycurú» ofrecía alivios, el «cambará» consuelos, la yerba de las piedras era como un aliento de ánima bendita en los labios de las úlceras.

Pero, aquel ansia casi brutal que él sentía al recordarse del goce ¿qué güena bruja lo aliviara?

Las aventuras, los riesgos, los ruidos de la guerra que de todos lados le llegaban en su travesía azarosa, encargábanse de contestar esta pregunta.

Todo parecía conmovido en los distritos de la costa.

En esos días habíase producido efectivamente el alzamiento de las milicias del éste, las que, obedeciendo al impulso incontrastable de la iniciativa revolucionaria, habían entrado a la acción sin pérdida de tiempo, apoderándose de Maldonado, -la vieja ciudad colonial, asentada entre áridos arenales, como símbolo exacto y fiel del sistema.

Esta sacudida había sido el resultado de los trabajos emprendidos por Manuel Francisco Artigas, hermano del jefe de blandengues, segundado en sus propósitos por algunos hombres influyentes de aquella jurisdicción. Entre estos resueltos auxiliares debe mencionarse a Machado, Pimienta, Pérez y Bustamante, -quienes, como los demás vecinos de importancia de otros puntos del territorio que habían cooperado a las insurrecciones parciales con sus personas y dineros, abrigaban fe en el prestigio y en la autoridad que ejercía en el país D. José Gervasio Artigas.