Ismael/XXXVI

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XXXVI

Sinforosa no perdió por eso el ánimo.

La fiera amazona no podía arredrarse ante un fenómeno natural como el que sentía operarse en sus entrañas de indígena bravía.

Arrojose sin ayuda del caballo, en un trecho de verde y abundante gramilla, casi encima del borde del arroyo, al reparo de los arrayanes en grupo; levantose la pollera corta, hasta enseñar por encima de las rodillas dos piernas fornidas, algo cambadas, color de cobre; echose en las yerbas dando una especie de rugido, ahogado por la energía indómita, y sacudió los brazos bajo su cabeza cubierta de greñas, con las manos bien abiertas y temblantes, buscando dónde cogerse. La acometía un dolor agudo en las caderas.

Al fin, sus dedos tropezaron con un tronco de arrayán, y se afirmaron en él como dos tenazas.

El cuerpo de Sinforosa se agitaba y encogía a uno y otro lado en contorsiones violentas: pero ella pugnaba por dominar el trance; y, con los ojos cerrados, había como hundido en su labio inferior sus dientes pequeños, blancos y filosos, para sofocar el quejido y aumentar el esfuerzo.

Por dos veces creyó triunfar, y otras tantas se retorció.

Algunos minutos quedose inmóvil, como muerta. Luego se estremeció, arrancose la vincha entre temblores, volvió a aferrarse al tronco hasta hacerse un arco, y de pronto, lanzó un grito, echando a un lado la cabeza. Algo se removía al alcance de su brazo en medio de vagidos; más, Sinforosa, dejose estar quieta por largos momentos. Sabía ella bien que lo que allí se movía era un criollito berrendo en negro.

Solamente abrió los ojos al graznar de un cuervo de cabeza calva, que intentó abatirse sobre el grupo.

Entonces, ella se puso sobre los codos, apretó los labios colérica, y escupió hacia arriba.

El cuervo pasó con las alas tendidas, mirando abajo, entreabierto el curvo pico, como si hubiese atisbado desde muy alto una presa segura.

Sinforosa se acomodó despacio maniobrando a su manera; incorporose en parte, irguiendo el cuello; echó su zarpa corta y gorda a la criatura; fuela atrayendo poco a poco hasta colocarla a un lado y la cubrió con el girón de poncho o bayeta.

Después de este esfuerzo, quedose boca arriba, y se durmió.

Despertáronla al cabo de dos horas, las notas del clarín.

Sinforosa sintió quebranto y un gran calor.

Los tábanos zumbaban por doquiera, y uno de ellos se le había prendido en la frente, en donde aún se solazaba su trompa, Sinforosa se dio un manotón con ira en la parte dañada, y el tábano cayó muerto, dejando en aquella un coágulo de sangre roja.

Enseguida, este puma hembra alargó el brazo hasta el borde del arroyo que como hemos dicho, estaba muy próximo; hundió la mano en el agua, y como satisfecha de su grado de templanza, cogió el párvulo, arrastrose un poco hacia el ribazo, y, tendida siempre de lado, empezó a bañarlo por entero.

Sin hacer caso de sus gritos plañideros, lo sumergió dos veces en el arroyo, y frotole el cuerpecito color de tabaco, con la misma bayeta que le había servido de envoltorio.

Cubriolo luego con el lienzo con que ella semanas antes se fajara el vientre, y lo arrojó en el pasto donde rodó como un gusano de parra.

Después, ella se arrojó al arroyo y se bañó.

Casimiro en tanto, se había acercado a un rancho o puesto, de allí distante una milla, en procura de alguna espiga de maíz o de un poco de yerba-mate con que proveer a su mísero vivac.

Una vez allí, sólo pudo aplacar la sed en un piporro o botijo de barro sin asa, pues en el rancho, habitado por dos mujeres y tres o cuatro chicuelos descalzos que andaban mezclados con los mastines, no había más yerba en ese día que para una cebadura.

Una de las mujeres dijo al cambujo que «su hombre», a la sazón ausente, traería provisiones en esa tarde, y que si él quería volver para entonces, no le faltaría con qué merendar.

Casimiro agradeció; y, ya se iba, cuando vínosele algo a la memoria.

Llamó aparte a la mujer, rascose entre la melena lacia y polvorienta, echose el clarín a la espalda, y por fin díjole algo a media voz señalando el grupo de arrayanes, cuyas copas se divisaban sobre la línea de una lomada baja.

Repuso la paisana, al oírle:

-Por projimidá se ha de hacer. ¿En el playo, dice?

-Mesmito. Y Dios se lo pague, doña.

El combujo regresó enseguida al campamento.

Media hora después, Casimiro se embocaba el clarín viejo para tocar marcha.

Soplando con todo el vigor de sus pulmones junto a su jefe, en movimiento ya el escuadrón, echó una última mirada al grupo de arrayanes.

Sinforosa, que después del baño se había tendido en el pasto, sintió el toque de marcha, como todos los de clarín, por ella bien conocido.

A sus ecos marciales se incorporó de súbito y púsose a temblar, tendiendo el brazo con el puño crispado como amenazando a un enemigo invisible.

Y a medida que los sones se alejaban para cesar bien luego, y que sintió estremecerse el suelo bajo los cascos de aquel trozo de caballería guerrera, de jinetes de vincha y brazo arremangado, espesas barbas y revueltas melenas, cuyas enormes espuelas al trotar en la pendiente hacían una música feroz, enderezose, hasta quedar sentada; arrancó furiosa con ambas manos la yerba que arrojó, haciendo una mueca de máscara hacia el rumbo del escuadrón, y dejose caer desvanecida en su lecho de tréboles y gramillas.