Iván Matveievitch

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IVAN MATVEIEVITCH



Son las seis de la tarde. Uno de nuestros sabios más conocidos, cuyo nombre no hace al caso—le llamaremos sencillamente el Sabio—, está en su despacho impacientándose y mordiéndose las uñas.

—Es inconcebible—dice, y no cesa de mirar el reloj a cada momento—. Esto es no respetar ni el trabajo ni el tiempo ajenos; en Inglaterra un hombre semejante no ganaría ni un penique y tendría que morirse de hambre. ¡Ya verás cómo te voy a arreglar!

El Sabio siente la necesidad de hablar y desahogarse. Acércase a la puerta que comunica con el aposento de su mujer, y luego entra.

—¡Oye, Katia!—exclama con indignación—. Si ves a Pedro Dmitrievitch, dile que su modo de proceder no es digno de un caballero. ¡Esto es abominable! Recomienda a un copista sin conocerlo. El mozuelo viene diariamente una o dos horas más tarde de lo convenido. ¿Es esto trabajar? Cuando llegue, lo trataré como a un perro, no le pagaré, le despediré; con gente así no hay que gastar contemplaciones.

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?

—¡Iván Matveievitch!—dice con voz temblorosa el hombre de ciencia haciendo un paso atrás y cruzando los brazos—. ¡Iván Matveievitch!

Luego se abalanza sobre el copista, le coge por los hombros y le sacude débilmente.

—¡Qué hace usted!—prosigue con desesperación—. ¡Usted es un hombre malo, abominable! ¿Qué hace usted conmigo? Usted se burla de mí. ¡Confiéselo!

—¿Qué? ¿Qué dice usted?

—¿Se atreve usted a preguntármelo? Bien sabe usted que no puedo perder el tiempo, a pesar de lo cual llega usted siempre con retraso. Hoy se ha retrasado usted dos horas.

—Es que no vengo directamente de mi casa—balbucea Iván Matveievitch, e indeciso se desata la bufanda—. Es el santo de mi tía, que vive a unos seis kilómetros de aquí.

—Usted no tiene sentido común. Se pasa usted el tiempo rodando por las casas de sus tíos, desatendiendo mi trabajo urgente. ¡Por Dios, acábese de quitar esa bufanda! ¡Esto es insoportable!

El Sabio se abalanza de nuevo sobre el copista y le ayuda a desenredar su tapabocas.

—¡Venga pronto, se lo ruego!

Sonándose con su pañuelo sucio, arreglándose su chaquetilla gris, Iván Matveievitch atraviesa la sala y el salón y penetra en el gabinete.

Todo está preparado: el papel, la pluma y hasta los cigarrillos.

—Siéntese, siéntese de una vez—dice el Sabio con impaciencia—. Usted sabe bien que el trabajo que hay que hacer es urgente, y no obstante llega tarde.

El Sabio paséase por la habitación, concéntrase y dicta:

«El hecho radica... coma... en su radicación uniforme... ¿Ha escrito usted?... uniforme... depende del mismo principio... coma... en cuyas profundidades tiene sus raíces, y de ellas solamente puede tomar su encarnación... otra línea... Un punto, naturalmente... Las causa socialísticas son más uniformes que las políticas... coma...»

—Los colegiales ahora usan otro uniforme... gris...— murmura Iván Matveievitch—; en mis tiempos el uniforme era mejor.

—Déjese de observaciones, escriba—exclama encolerizado el Sabio—. Escriba... políticas... ¿Lo ha escrito usted?... tratándose de los cambios de las funciones gubernativas... y de las nuevas condiciones de vida de los trabajadores... coma... ¿Qué decía usted del colegio?

—Que cuando yo estudiaba el uniforme era muy diferente al de ahora.

—¡Ah... bueno!... ¿Cuándo terminó usted sus estudios en el colegio?

—Ayer se lo conté. Tres años ha que no estudio.

—¿Y por qué dejó usted de ir al colegio?—pregunta el Sabio, repasando lo escrito por Iván Matveievitch.

—Por causas particulares.

—Otra vez debo repetírselo, Iván Matveievitch. ¿Cuándo abandonará usted la costumbre de escribir tan ancho? En cada línea no ha de haber menos de cuarenta letras.

—¿Cree usted que lo hago a propósito? En cambio, en otras líneas pongo más de cuarenta letras... las puede usted contar... Como no sea así, disminuya mi sueldo.

—Pero si no se trata de eso. ¡Qué poco delicado es usted! Por la menor cosa insiste usted en hablar de dinero. Lo importante es el orden, sí señor, el orden... Usted se tiene que acostumbrar al orden.

Entra la doncella con el servicio de te en una bandeja. Iván Matveievitch coge torpemente un vaso y empieza a beber. El te está ardiente. Para no quemarse, Iván Matveievitch lo toma a pequeños sorbos. Come un bizcocho, luego otro; un tercero, y alarga tímidamente la mano para coger otro más. Su manera ruidosa de sorber y de mascar exasperan al Sabio.

—Acabe usted, acabe usted; el tiempo es precioso.

—Siga usted dictando; yo puedo escribir y beber al mismo tiempo. A decir verdad, tengo hambre.

—Naturalmente, puesto que viene usted andando.

—En efecto, ¡qué tiempo tan malo! En mi país es ya la primavera.

—¿Es usted del Mediodía?

—De la provincia del Don. En marzo se siente allí calor. Aquí hay que llevar pellizas; allí todo está verde..., hasta se puede cazar tarántulas.

—¿Para qué las cogía usted?

—Para pasar el rato. Es un entretenimiento muy divertido. Se amarra un pedacito de pez en una guita y se introduce en una madriguera; el maldito bicho se enfada, coge la guita con las patas y se queda pegado... ¿Sabe usted qué hacíamos con ellas? Las poníamos en una vasija con una bihorca.

—¿Qué es una bihorca?

—Es una especie de araña que se parece a la tarántula. Luchando puede matar a cien tarántulas.

—Sin embargo, tenemos que seguir escribiendo... ¿Dónde estábamos?

El Sabio dicta unas veinte líneas más y se queda reflexionando.

En el intervalo, Matveievitch esfuérzase en arreglar el cuello de su camisa. La corbata está floja, el botón se ha caído y el cuello ábrese constantemente.

—Oiga—pregunta el Sabio—, ¿encontró usted por fin su empleo?

—No por cierto... Es cosa difícil... He decidido ingresar en el ejército como voluntario. Verdad es que mi padre prefiere que yo practique en una farmacia.

—Lo mejor sería que ingresara usted en la Universidad... Los exámenes son duros; pero trabajando se puede conseguir algo. Estudie... lea... ¿Tiene usted libros?

—Muy pocos—contesta Iván Matveievitch encendiendo un cigarrillo.

—¿Ha leído usted a Turguenef?

—No.

—¿Y a Gogol?

—Tampoco.

—¿Cómo? ¿No ha leído usted nada de Gogol? ¿Es esto posible? Usted, joven tan simpático, tan original, y no ha leído nada de Gogol. Tiene usted que leerlo. Le daré sus obras. Absolutamente tiene usted que leerlo, si no me enfadaré.

Otra vez se hace el silencio. El Sabio está recostado en un canapé y reflexiona. Iván Matveievitch deja el cuello de su camisa y se fija en sus botas. No había notado que éstas, al deshelarse la nieve pegada en las suelas, habían producido dos charcos. Está confuso.

—Las ideas no vienen a mi mente—dice el Sabio—. Me parece que es usted también aficionado a cazar pajaritos.

—En el otoño; aquí no, pero en mi tierra.

—Muy bien... Es necesario escribir.

El Sabio se pone en pie y vuelve a su dictado; mas al cabo de algunas líneas siéntase de nuevo en el sofá.

—Dejémoslo para mañana. Venga usted temprano, a las diez. Guárdese bien de retrasarse.

Iván Matveievitch deja la pluma, levántase y se sienta en otra silla.

Cinco minutos de silencio. El joven sabe que tiene que marcharse, que está demás; pero el gabinete del Sabio está tan claro, tan confortable y tan caliente; la impresión de los bizcochos y del te azucarado es tan viva, que su corazón se oprime a la idea de tener que regresar a su casa, donde le aguardan la miseria, el hambre, el frío, los regaños del padre... Todo aquí es tranquilo, todo respira paz. Hasta hay quien se interesa por sus pájaros y sus tarántulas.

El Sabio mira el reloj y coge un libro.

—¿Así, pues, me dará usted las obras de Gogol?—dice Iván Matveievitch disponiéndose a marchar.

—Sí, se las daré; mas no tenga usted prisa, hombre; cuénteme usted algo.

Iván Matveievitch vuélvese a sentar. Una sonrisa ilumina su cara. Casi todas las veladas las pasa en el gabinete del Sabio. En la voz y en la mirada del último hay tanta amabilidad y bondad, que a veces Iván Matveivitch imagínase que el Sabio tiene una verdadera afición por él y que si le riñe por llegar tarde es porque se aburre al no escuchar sus habladurías y los relatos de su vida en las márgenes del Don.