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Juan Martín El Empecinado/XIX

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XIX

Al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron distribuidos en varias casas. Los considerados comotunantes que era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Al entrar en mi prisión el peso del Empecinadillo me era insoportable: arrojeme sobre el suelo, poniéndole a mi lado, y cuando los franceses me dejaron solo no tardé en dormirme profundamente. Mis ojos, al abrirse, recibieron la impresión de la claridad del día, e hirió mis oídos el débil quejido del chiquillo que pedía de comer. Abrigado por el pedazo de colcha que le servía de capote, el pobre niño estaba en un rincón, muy bien colocado y envuelto en una manta desconocida para mí, como si una mano cariñosa lo agasajara en aquella posición durante mi sueño. Yo no recordaba haberlo hecho.

El niño estaba caliente. Yo sentía mucho frío. Reconociendo el sitio en que me encontraba, vi que era una habitación abohardillada, grande y de techo tan bajo, que era difícil estar en pie sin tocar con la cabeza en el maderamen. Entraba la luz por una reja compuesta de ocho barrotes cruzados y poco gruesos pero nuevos y fuertes. Una puertade viejas tablas muy sólidas, aseguradas con planchas de hierro y con barrotes y dobles resguardados, cerraba la entrada. No había mueble alguno en aquella fría y tristísima estancia.

Despertó, como he dicho, el Empecinadillo, y extrañando el sitio o la ausencia de mamá Santurrias, y más que nada la falta de alimento, puso el grito en el Cielo. Yo apuré todas las razones imaginables para convencerle de su importunidad, mas nada logré. Por fortuna no tardamos en ser visitados por un soldado francés, que nos traía nuestro desayuno.

-Ya sabréis -me dijo en lengua mixta- que vais a ser arcabuceado.

Alargome un pan, y como yo no hiciera movimiento alguno para tomarlo, él mismo cortó un pedazo para darlo al pequeño.

-Que vais a ser arcabuceado por traidor -repitió alzando la voz y cuadrándose ante mí-. Si cuando os cogieron prisionero os hubierais contentado con vuestra suerte... Pero asesinasteis al sargento Duclós.

Miré entonces fijamente al francés. Era un toro, un pedazo de hombre capaz de derribar una pared a puñetazos. Su rostro sanguíneo se adornaba con una pomposa barba rubia que le salía desde los encendidos pómulos, y aun la nariz atomatada no estaba exenta de pelo. El conjunto de su imponente persona era un buen modelo de las históricas figuras con que la escultura oficial ha adornado los trofeos del imperio. Usaba la enorme gorrapeluda, y su corpachón se cubría casi totalmente con el delantal de cuero blanco, distintivo de los gastadores.

Contrariado sin duda por mi laconismo, alzó la voz, y coléricamente repitió:

-¡Arcabuceado!... Sí señor... ¿Lo oís bien? Vuestro camarada, que está en el cuarto próximo, lo sabe también y se ha puesto a rezar. ¿No rezáis vos?... Es preciso limpiar de tunantes este país... Es la opinión del Emperador y la mía.

Mientras se expresaba de este modo, advertí que sus miradas más que a mí se dirigían al Empecinadillo, ocupado en devorar un pedazo de pan.

-¡Pobre niño! -dijo el francés con lástima-. Esta madrugada, cuando os trajeron aquí, el pequeño estaba muy frío. Le pusisteis en el suelo... ¡Qué inhumano sois!, ¿no temíais que se helara? Yo mientras dormíais le arropé junto a vos, y además le cubrí con ese pedazo de manta que veis.

Estas palabras me hicieron fijar la atención en mi carcelero con algún interés.

-Suponiendo que tendría hambre, os he servido el desayuno temprano, y además le he traído esto.

El francés metiendo la mano bajo el mandil de cuero, sacó un pequeño roscón de mazapán que presentó al Empecinadillo, el cual una vez recobrada su actividad y travesura con la pitanza, sintiendo en su espíritu el generoso impulso de los grandes hechos, se lanzó al centro de la pieza sable en mano, ejecutandoalgunas maniobras militares. No era corto de genio y más se entusiasmaba cuanto más le aplaudían. El francés le miraba con admiración y ternura, siguiéndole en sus inquietos giros y vueltas; se sonrió y luego volviendo hacia mí sus ojazos alegres, y su boca risueña, me dijo estas palabras:

-Cuando os hayan arcabuceado, recogeré a vuestro niño y me lo llevaré conmigo... Es muy lindo y muy galán...

No le respondí nada.

-Hacéis bien en traer vuestro niño a la guerra. Así os distraéis con él... Lo dicho: cuando os despachen, me quedaré con esta alhaja y le llevaré conmigo a todas partes. No le faltará nada y le enseñaré a que me llame papá.

Al decir esto, noté súbita alteración en las rudas facciones del soldado. Hizo algunos visajes como luchando con una inoportuna sensibilidad; mas no pudiendo vencerla, le vi que con disimulo se llevaba la mano a los ojos para limpiarse una lágrima.

-¿Llora usted? -le dije.

-¡No... yo llorar! -exclamó ahuecando la voz-. Nada de eso... Es que... Os diré la verdad. Este muñeco me recuerda a mi pequeño Claudio, a quien dejé en mi pueblo. Yo soy de Arnay-le-Duc en Borgoña. Mi niño tiene ahora dos años y medio, y debe de estar lo mismo que este.

-¿Es usted casado?

-Sí -respondió cogiendo al Empecinadillo en una de sus rápidas vueltas y besándole conbrutal cariño-. Soy casado, pero en la última conscripción el Emperador echó mano a los casados. Es un dolor, una picardía, ¿no es verdad? Ahora que nadie nos oye... ¡Separarle a uno de su mujer y de su hijo para traerle a esta maldita guerra de España, que no se acaba nunca!... Mi pequeño Claudio no se aparta de mi memoria.

En aquel caso sí podía decirse que el chico era comido a besos. El francés oprimía de tal modo la cabecita y el cuerpo de mi camarada, que este lloró.

-No llores, mi amor -le dijo-. Hagamos el ejercicio... tum, turum, tum... ¡Marchen! ¡Armas al hombro!

Y marcando vivamente el paso, recorrió el descomunal soldado la habitación, imitando el ruido de cornetas y tambores. Viéndole con el niño en brazos, recordaba yo las imágenes de San Cristóbal que había visto en algunas catedrales.

Por fin el gastador dejó al chico a mi lado después de besarle mucho y de prometerle que le traería alguna golosina. En el mismo instante como yo mirase al exterior por la reja, único respiro de la triste estancia, púsome su pesada mano en el hombro, y me dijo ya sin sensibilidades ni enternecimientos:

-No creáis que podréis escaparos. No os salvarán la astucia, ni la fuerza, ni el soborno, ni nada. Esta reja cae sobre el balcón, y del balcón abajo no podréis saltar sin romperos el espinazo. Al fin de la puerta hay un centinela, y lo que es por esa puerta me parece que noencontraréis salida... Y cuidado con intentar alguna picardía, porque...

Me miró con expresión terrible y amenazadora.

-Creo que os mandarán al otro mundo esta tarde. Si queréis que se anticipe la función, tratad de escaparos.

Marchose después de hablar así, despidiéndose del Empecinadillo con fiestas y besos.

Cuando me quedé solo, medité largo rato sobre mi suerte, y si en un momento me dejé arrebatar por la más amarga desesperación, luego con elevar a Dios mis pensamientos, se calmaron un tanto las borrascas de mi espíritu. Con la resignación llenose este de una paz dulce y triste que me disponía al doloroso cambio de nuestra vida por otra mejor. Traía a la memoria las imágenes de las personas amadas, hablaba con ellas, les dirigía tiernas palabras, y explorando después con la mirada del espíritu el tiempo futuro, aquel tiempo en que nadie se acordaría de mi existencia cortada en flor, me sumergía en hondas melancolías. Pero la esperanza no abandona al hombre cristiano. Yo traía a Dios a mi corazón. No puedo expresar de otro modo aquel empeño mío de santificar mis últimas horas.

Habían pasado dos horas desde la visita del gastador, cuando la puerta de mi prisión se abrió de nuevo, y presentose el hombre que había pasado por delante de mí como imagen fugaz en el momento de caer prisionero.