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Juan Martín El Empecinado/XX

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XX

Era D. Luis de Santorcaz. Había variado bastante su aspecto desde la última vez que le vi en Madrid, y estaba pálido su rostro y desmejorada y enflaquecida su persona, como quien convalece de penosa enfermedad. En cambio había ganado mucho en el vestir, y al pronto agradaba su buen porte, no exento de nobleza y grave elegancia.

-No sospechabas tú verme en este sitio -me dijo-. ¿Te acuerdas de mí? ¿Necesito refrescarte la memoria?

-No, recuerdo bien.

-Estás hecho un personaje, y es lástima que te quiten la vida -dijo buscando asiento con la vista-. ¿No hay aquí dónde sentarse? No puedo estar en pie. Padezco mucho.

-¿Está usted enfermo?

-Sí -me respondió, echándose en el suelo y oprimiendo su pecho con la mano izquierda, mientras se apoyaba en el derecho brazo-. He contraído una enfermedad en el corazón... es de tanto sentir. Soy desgraciado, Gabriel; no se puede vivir con estas serpientes enroscadas en el órgano principal de la vida... Conque vamos a ver, joven; ya nos conocemos de antiguo y son ociosos los preámbulos. Vengo aquí a salvarte la vida.

-Lo agradezco -dije levantándome-. ¿Me puedo marchar?

-No, todavía no. Antes hablaremos. No se te puede perdonar por tu linda cara. El comandante está furioso, porque tú y los que contigo fueron hechos prisioneros asesinaron a traición al sargento Duclós. No hay perdón para una cosa semejante. Sin embargo, considerando que eres oficial, el comandante te perdona, siempre que te comprometas desde hoy a servir a la causa francesa, cambiando tu bandera por la nuestra. Yo le dije al comandante que lo harías.

-Mal dicho -repuse con calma-, porque no lo haré. Acepto la muerte. Semejante infamia no es propia de mí. Si no ha traído usted otra comisión puede retirarse.

-Aquí no se trata de hacer el tonto con sublimidades -me contestó-. Piensa bien lo que dices. En otro tiempo comprendo que tuvieras escrúpulos de pasarte a nosotros; pero hoy... Vamos ganando la partida. Tomada Valencia, sometidas Tarragona, Tortosa, Lérida, todo este país será nuestro. Los más famosos guerrilleros comprenden que tendremos gobierno de José para un rato, y vienen a que les demos grados y pagas. En la batalla de anoche el ejército de D. Juan Martín ha sido completamente destrozado. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué ambición tienes? ¿Sabes que Cádiz no podrá resistir dos semanas, y que Wellington ha sido envuelto y se ha refugiado de nuevo en Portugal?

-Todo eso podrá ser verdad o error -repuse-;pero yo no me paso al enemigo. Estoy dispuesto a morir.

-Mira que no te salvan todas las potencias celestiales... Pon atención... silencio. ¿No oyes ruido en la pieza inmediata?

Al través del muro se oían voces y fuertes pisadas.

-Es que sacan a Narices para arcabucearle. A ti te tocará esta tarde o mañana temprano, porque siendo oficial de ejército, conviene dar a esto la forma de proceso.

-Solo, abandonado, pobre, sin fortuna, sin honores -respondí-, prefiero la muerte a la deshonra. Hay en mí un alma que no se vende. Este hombre oscuro se consuela de la muerte en la grandeza de su conciencia. Señor D. Luis, hágame usted el favor de dejarme solo.

D. Luis calló un breve rato. Luego oímos algunos tiros y temblé. Un sudor frío inundó mi frente, y mi espíritu vaciló. Puedo deciros que sentí tambalear mi conciencia como un edificio que amenaza ruina.

-Narices ha dejado de existir -dijo Santorcaz clavando en mí sus expresivos ojos-. Se me olvidaba decirte que tendrás el grado inmediato, dinero, y si quieres un título de nobleza...

-Lo que quiero es la muerte -exclamé sintiendo que de improviso se redoblaba mi entereza-. ¡Quiero la muerte, sí, porque aborrezco la vida en medio de esta vil canalla! Antes que estrechar la mano de un español renegado o de un francés, me dejaré morir de hambreen esta prisión, si no me matan pronto o me ponen en libertad. Señor Santorcaz, si no quiere usted que le manifieste cuánto desprecio a la miserable gente que me quiere sobornar, y a usted mismo y a todos los renegados y perjuros que están con los franceses, déjeme usted solo. Quiero estar solo. Váyase usted con Dios o con el diablo.

Poniéndome en pie, le volví la espalda.

-Bien -dijo Santorcaz con calma-: me retiro y te dejo solo. Pero di, ¿es tuyo este chiquillo? Es preciso retirarlo de aquí. Pues que no quieres vivir, voy a decir al comandante tu resolución... Ya no te veré más, porque parto dentro de una hora para Cifuentes.

Esta palabra me hizo estremecer, y volviendo al lado de Santorcaz, le miré con extraviados ojos.

-¿Por qué me miras así? -me preguntó.

-Por nada -repuse.

-Puesto que voy a Cifuentes -añadió-, me ofrezco a llevar, si gustas confiármelos, tus últimos recuerdos para dos personas que no te quieren mal, y que están en dicha villa.

Al oír esto, no pude, no, no pude contener una amarguísima congoja que llenó mi pecho, oprimió mi garganta, turbó mi cerebro, paralizando en mí la vida por breve tiempo. Hice esfuerzos por vencer aquel dolor inmenso... iba a llorar, nada menos que a llorar como un chiquillo delante de mi sobornador: y reconcentrando en el corazón toda la energía de mi voluntad, me lo retorcí, lo ahogué, lo acogotécomo se acogota a un animal que muerde, venciéndole al fin.

-No tengo ningún recado que mandar -exclamé mirando frente a frente al afrancesado.

-Es lástima -dijo él con aquella flema imperturbable que le abandonaba rara vez-; es lástima que no te despidas de ellas, porque según oí, madre e hija te aprecian mucho.

-Lo sé... -repuse vacilando-. Les enviaría una carta, mas no con usted.

-Haces mal, porque forzosamente he de verlas. ¡Pobrecitas, cómo se entristecerán cuando sepan que has muerto! Dame alguna prenda tuya, tu reló, un anillo, cualquier cosa, para llevárselo a la que has considerado hasta aquí como destinada a ser tu esposa.

Con esta puñalada, Santorcaz me atravesó de parte a parte el corazón.

-No tengo nada que mandar -repuse sombríamente-. ¿Y se puede saber con qué fin va usted a casa de esas señoras?

-Debiera reírme de tu pregunta y enviarte a paseo. Pero a un hombre que va a morir deben guardársele ciertas consideraciones. ¿Sabes que la condesa desde hace algunos días está enferma en cama? Voy a Cifuentes, porque ha llegado la ocasión de apropiarme lo que me pertenece. Inés es mi hija.

No le contesté nada.

-Las supercherías -prosiguió- empleadas para desfigurar la verdad, han hecho muy desgraciada a la pobre condesa. Ha reñido con su tía; reclama sus derechos de madre, y laley no le hace caso. D. Felipe ha muerto en Madrid el mes pasado después de poner en duda en un documento solemne la legitimación de la muchacha. Yo quiero cortar bruscamente la cuestión llevándome a mi hija conmigo. Este ha sido el pensamiento de toda mi vida; y si en la corte no lo pude conseguir, lo conseguiré en Cifuentes. Cuando descubrí que estaban allí, me puse enfermo de alegría.

Tampoco ahora le contesté nada.

-Ya no está en mi poder -prosiguió- porque no he querido promover un escándalo. Estas cosas deben hacerse con arte...

-¡Con cuánta fuerza se han desarrollado en usted los sentimientos paternales! -exclamé con colérica ironía.

-No te burles -respondió con la misma calma-. Ya sé que me tienes por un malvado abominable, por un calavera empedernido y sin corazón. Si algo de esto es verdad, culpa a la condesa y a su familia, no a mí. Yo era un buen muchacho. ¡Ay!, me envenenaron el alma... Afortunadamente ahora me toca a mí. La vuelta colosal que ha dado el mundo ¡quién lo creería!, me ha puesto a mí arriba y a ellos abajo. Pasó la hora en que ellos eran fuertes y yo débil, y estamos en la hora de mi poder y de su flaqueza. Descargaré la mano rompiendo lo que encuentre.

Yo estaba aterrado ¿a qué negarlo? Largo tiempo miré en silencio a aquel hombre, interrogándole con la vista. Quería sondearle y al mismo tiempo temía al mismo tiempo conocer sus pavorosos secretos.

-A un desgraciado que va a morir -me dijo mudando de postura para conllevar las dolencias de su pecho- se le puede confiar cualquier cosa. Voy a decirte lo necesario para que no veas en mí una criatura díscola y vengativa que se goza en hacer daño.