Juan Martín El Empecinado/XXI
XXI
El Empecinadillo dormía a mi lado. Santorcaz me habló así:
-«Yo soy salamanquino y mi familia es de labradores honrados con puntas de hidalguía. Estudiando en la gran Universidad, tuve una disputa con un joven de Ciudad-Rodrigo, nos desafiamos, le maté, y este funesto suceso me obligó a huir de aquel país, viniendo a Alcalá para seguir mis estudios. Era yo muy travieso, armaba frecuentes camorras, corría la tuna como nadie, me batía con el demonio, apedreaba a los maestros y mis diabluras traían conmovida a la ciudad complutense. Te diré además, aunque parezca vanidad, que era yo entonces muy hermoso, y a más de hermoso, atrevido, de fácil palabra, y con arte habilísimo para congraciarme con todo el mundo y principalmente con las muchachas. Mi imaginación impetuosa era mi única riqueza, mas de tal modo parecíame estimable este tesoro en aquella edad, que con él lo tenía todo.
»Cuatro compañeros y yo corríamos la tuna por estos pueblos, y en una noche de invierno, pedimos hospitalidad en el castillo de Cifuentes. El frío y el cansancio me habían afectado de tal modo que al día siguiente me encontré gravemente enfermo. Mis amigos se marcharon y yo me quedé allí. Asistiéronme los dueños de aquel palacio con mucho cariño, pero cuando sané me despidieron de la casa. Yo salí con el corazón hecho pedazos, porque estaba enamorado.
»Cambió mi carácter; volvime taciturno, huía del bullicio y las soledades eran mi delicia. Olvidé los estudios, olvidé a mis padres y a mis amigos, y puedo decir que no vivía en el mundo. Vagaba por los alrededores de Cifuentes extraño a la hermosa naturaleza que me rodeaba, y para mí no había cielo, ni árboles, ni ríos, ni montañas. Ocupado mi interior por una inmensidad indefinible que se había metido en mí, el mundo era para mí como un paisaje lejano del cual no se ven más que vagas sombras, indignas de que se fijara la vista en ellas.
»Un año pasó de este modo. La veía muy rara vez en Madrid, muy rara vez en Cifuentes, y en un viaje que hicieron a Andalucía seguí a la familia, caminando a pie. Volvieron a Cifuentes en el invierno del 92; pero me vi detenido en Madrid por un suceso lamentable, y fue que habiendo contraído bastantes deudas por mi desmedido lujo en el vestir, mis acreedores dieron conmigo en la cárcel. Al fin salí. Si en aquella ocasión hubiera yo renunciadoa mis locos devaneos, conformándome con la humildad de mi posición, mi suerte en el mundo habría sido distinta. Pero entonces la idea de renunciar al tormento era para mí mucho más dolorosa que el tormento mismo.
»Corrí a Cifuentes. Mil estratagemas ingeniosas, la audacia y la cavilación reunidas me permitieron entrar en el castillo. Yo adoraba aquellas piedras antiguas que encerraban la más extraordinaria, la más preciosa y admirable obra del Criador. ¡Cuánto las he aborrecido después!
»Recuerdo cómo avanzaba yo lentamente por la penumbra de aquella sala, inmediata al torreón del Mediodía; recuerdo las paredes cubiertas de tapices, adornadas con armas, retratos y arcones de encina tallada. Me parece que aquellas horas son las únicas en que he vivido, y que lo demás de mi existencia es una pesadilla de cuarenta años. Al sentirme amado, me decía: 'No puedo ser yo mismo este ser felicísimo que aquí está'.
»Una mañana, al descolgarme del torreón con una escala de cuerda, los criados me vieron, y como me maltrataran de un modo soez, creyéndome ladrón, disparé mis pistolas sobre ellos y maté a uno. Fui llevado a la cárcel de Guadalajara, de donde los mismos señores de Cifuentes me sacaron, temiendo que si llevaban adelante la causa, se descubriera su deshonra.
»Mientras con habilidad suma hicieron esfuerzos para que todo quedase en la sombra,emprendieron contra mí una persecución cruel, con la cual me era muy difícil luchar. Varias veces estuve a punto de ser cogido en las levas que hacían en el interior del país para llevar gente a los barcos del rey; me vigilaban constantemente, y extendieron de tal modo la opinión de que yo era un vicioso, calavera y vagabundo, que varios respetables sujetos a quienes mi padre me había recomendado cuando vine a Madrid, me cerraron las puertas de su casa.
»Yo quería quitarme de encima la pesadumbre de la infamia que habían arrojado sobre mí; luchaba con las piedras que se me habían caído encima sepultándome, y mis débiles manos no podían levantar una sola. Quise ser militar y solicité una banderola; pero no se me concedió. Quise estudiar, pero ya era tarde. Había pasado la edad de los estudios, olvidándoseme lo que a tiempo aprendí. Mi padre, a cuya noticia llegó la artificial fama de mis faltas, me escribió diciéndome que no volviera más a su casa y que me considerase huérfano.
»Intenté verla; pero esto era ya más imposible que escalar el cielo. Mis cartas no llegaban a ella. Sus padres, al resguardarla de mí, habían tenido arte para librarla de toda mancha ante la sociedad. Jamás secreto alguno ha sido mejor guardado.
»Caí enfermo, y convaleciente aún, los alguaciles me prendieron en mi casa para llevarme como vagabundo al arsenal de Cartagena, simplemente porque les daba la gana. No pude resistir; pero en el camino me escapé,y con mil dificultades y privaciones y peligros fui a Francia.
«Entré en París el 21 de Enero del 93, y sin saber cómo me encontré en una gran plaza, donde el pueblo estaba reunido para ver matar a un hombre. Este era Luis XVI. Cuando el verdugo enseñó al pueblo su cabeza, yo aplaudí como los demás, gritando: 'Está muy bien hecho'.
»¡Ay!, aquella sociedad, aquel caos, aquel infierno era lo que hacía falta a mi turbada y rabiosa alma. Sentíame entre tal gente inundado de salvaje alegría. Al instante tomé parte en todos los alborotos, frecuenté las tribunas de la Convención, acompañaba chillando y aullando a las pobres víctimas que iban en carreta desde la Conserjería a la plaza de la Guillotina, y me emborraché como los parisienses con el vapor de la sangre y el bárbaro frenesí revolucionario. Tenía siempre la vista fija en mi país, y cuando la Convención declaró la guerra a España en la sesión del 7 de Marzo, yo, que estaba en la tribuna, grité: '¡Me alegro: llevaremos allá todo esto!'.
»Yo habitaba con Marchena en un miserable cuartucho del barrio de San Marcial. Íbamos a los Jacobinos y a los clubs más soeces, más desvergonzados, más cínicos de la gran ciudad. Los dos vivíamos en lo más execrable de aquella fermentación horrible. En la puerta de la casa que nos albergaba, pusimos un cartel que decía: Aquí se enseña el ateísmo por principios.
»Marchena y yo nos adiestramos prontoen la lengua francesa. Él escribía folletos contra los frailes y yo peroraba en los clubs. Nos hicimos amigos de Marat y de Robespierre que nos tenían por grandes hombres. Cuando la Montaña triunfó sobre la Gironda yo me sentía inflamado por la pasión política, y recorría las calles con el populacho pidiendo la cabeza de los veintiún convencionales encerrados en la cárcel. El 16 de Octubre nos dieron la cabeza de María Antonieta, y el 31 las de los veintiún girondinos. ¡Cuán presentes están estos horrores en mi memoria, y qué huella dejaron en mi entendimiento y en mi espíritu! Al contacto de las llamaradas de aquel incendio, yo sentí nacer en mí nuevas y espantosas pasiones.
»Yo era de los más frenéticos. Toda la sangre derramada me parecía poca para reformar una sociedad que no era de mi gusto, y estimaba lo mejor hacerla desaparecer en la guillotina, dejando a Dios el cuidado de hacer otra nueva. ¿Pero a qué nombrar a Dios? Entonces sólo el nombrarlo era un insulto a la razón, única divinidad que adorábamos. Marchena y yo habíamos inventado un dios irrisorio al cual llamábamos Ibrascha.
»En mi delirio, insulté públicamente a Robespierre, nuestro protector y amigo, porque había proclamado la existencia del Ser Supremo. ¡El pícaro Maximiliano se pasaba a los realistas! Mi amigo y yo fuimos presos y aguardábamos en la Conserjería la carreta que nos debía llevar a la guillotina.
»Una exaltación febril, una embriaguezde imaginación nos enloquecía, y anhelábamos la muerte, no con la entereza del estoico, sino con el estúpido heroísmo de la calentura política. Caí gravemente enfermo, y un pobre cura que compartía nuestro calabozo quiso convertirme. Gritando como un insensato ¡No hay más Dios que Ibrascha! maltraté a aquel buen hombre...
»La caída de Robespierre y la subida de los Termidorianos nos puso al fin en libertad. Pero en la insurrección de las secciones contra la Convención en Vendimiario, fui mal herido y estuve a punto de morir. Cuando sané, encontreme viejo, gastado, débil, y con una fuerte disposición a la sensibilidad. Me causaba horror la presencia de mis antiguos compañeros, y buscando la soledad pasaba muchas horas llorando. Convalecía mi alma. Cuando salí a las calles de París después de muchos meses de encierro, advertí que la fiebre de la revolución iba pasando.
»Sentí vivo deseo de volver a España y volví. Dulces memorias alegraban mi alma y experimentaba alivio placentero pensando en la que había amado. Pero al dar en Madrid los primeros pasos, saliome al encuentro mi reputación de revolucionario y guillotinista. La que era ya condesa y mujer casada no quiso recibirme, y advertí que ya no le inspiraba desdén, sino horror. La familia gestionó para enviarme a los presidios de Ceuta... No puedo pintar la rabia, el furor que esto me producía. Mi corazón agitose de nuevo con pasiones salvajes. Recordé a París, recordé la Convencióny las carretas que iban desde la Conserjería a la plaza. Yo hablaba de esto y todos se reían de mí.
»Iba a las tertulias de las librerías, y los poetas y hombres ilustrados me tenían por loco. Los necios me aplaudían. Ocupábame en fundar logias y clubs que al punto se poblaron de tontos... Huí de nuevo de España, lleno el pecho de rencores y afiliándome en el ejército de Bonaparte, estuve en Montenotte, en Mondovi y en Lodi. Cuando él fue a Egipto, le dejé y viví en París practicando varios oficios. Alisteme luego en tiempo del imperio y le serví hasta la capitulación de Erfurth.
»Ya sabes que vine a España después de la invasión. ¡Qué inmensa alegría! Figurábaseme que los pies de los doscientos mil franceses que vinieron, eran míos y que con todos ellos estaba yo pisoteando el aborrecido suelo patrio... La condesa estaba viuda. Quise verla y toda la familia se horrorizó de nuevo. Tú conoces mi viaje a Andalucía, donde serví accidentalmente la causa nacional; pero mi corazón me impelía a servir a mi patria adoptiva, a mi querida Francia que había cortado la cabeza al rey y a los nobles.
»Creo que conoces mis proyectos. Busqué a mi hija. Quise recogerla, pero no pude. Al fin las circunstancias me han favorecido de tal modo, que este deseo ardiente de mi vida se cumplirá mañana mismo».