Juan Martín El Empecinado/XXIV
XXIV
El día empezaba a declinar. Mi alma cayó en la oscuridad. Estaba irritada, demente y forcejeaba en doloroso pugilato con las sombras, con las ideas, con las sensaciones. A ratosapetecía la libertad con vehemencia terrible; después se abrazaba a la cruz de su honor anhelando no separarse de ella. ¡Cuán difícil me es pintar lo que pasó dentro de mí aquella noche! Si alguien ha visto la muerte delante de sí y ha abofeteado sin respeto ni pavor la imagen del tránsito terrible, para echarse después llorando en sus brazos y decirle: «Vamos, vamos de una vez», comprenderá lo que yo padecí.
En aquellos instantes de turbación espantosa reflexione que una defección fingida no me serviría de nada, porque los franceses me retendrían allí, imposibilitándome acudir a Cifuentes, como yo deseaba. Era preciso, pues, resignarse a morir. La traición no cabía en mi pecho, y me aterraba más que la muerte desconsolada, fría y sin gloria que tenía tan cerca.
Largo tiempo estuve solo. Turbaba el silencio de la solitaria pieza la voz del Empecinadillo que hablaba con sus juguetes en un rincón. El pobre chico, cuando se sentía fatigado de correr, sacaba de entre sus ropas objetos diferentes que le servían de diversión. Un par de botones eran caballos, un pedazo de clavo hacía de coche y una piedra de chispa era el cochero. Si su fantasía se inclinaba a las cosas militares, las mismas baratijas eran cañones, cuerpos de ejército y generales. Otras veces eran personas que le hablaban y sostenían con él chispeantes diálogos. En mi tribulación ¡cuán inefable deleite experimentaba oyéndole!
Entró ya de noche un oficial en compañía del mismo soldado que me visitara por la mañana. Echome el primero a la cara la luz de una linterna y después leyó un papel que parecía ser mi sentencia de muerte.
-Al romper el día -añadió- seréis pasado por las armas.
Era extraña la sentencia de un consejo de guerra que me mandaba fusilar sin oírme. Pero no procedía hacer reflexiones sobre esta anomalía. Además, los guerrilleros, excepto don Juan Martín, acostumbraban despachar a cuantos franceses caían en sus manos, sin molestarse en el uso de procedimientos. Los enemigos al menos tenían la consideración de leerle a uno un papel donde constaba la picardía inaudita de defender la patria.
El zapador traía comida abundante para mí y para el Empecinadillo, que recogiendo sus juguetes, se había refugiado entre mis brazos. Es costumbre, hasta en los campamentos, engordar y emborrachar a los que van a morir, aunque no consta este precepto entre las obras de caridad de la religión cristiana.
-Mi teniente -dijo el soldado arreglando los platos en el suelo-, creo que debe retirarse de aquí este chiquillo.
-Si el preso quiere retenerlo en su compañía hasta mañana, dejadlo aquí, Plobertin. Ese niño será suyo. No debe mortificarse inútilmente a los desgraciados que van a morir. La comida es excelente, señor español, y el vino de lo mejor.
Después de esta explosión de sentimientoscaritativos, el francés me miró con lástima.
-Mañana -prosiguió- se recogerá este infeliz huérfano para entregarlo en el primer hospicio que encontremos en el camino.
Retirose el oficial, y Plobertin seguía poniendo en orden los platos. Observele a la luz de la linterna, y con gran sorpresa vi su rostro bañado en lágrimas.
-¿Qué tiene usted? -le pregunté.
Plobertin, por única respuesta, corrió hacia el Empecinadillo, y estrechándole en sus brazos, le besó con ardiente efusión.
-Es una mengua -dijo- que un soldado del imperio llore a moco y baba, ¿no es verdad? Pero no lo puedo remediar. Mis camaradas se han reído de mí. Al ver esta noche a vuestro niño el corazón se me ha derretido... Señor oficial, me muero de dolor.
Sin cuidarse de la comida que me servía, sentose ante mí, sosteniendo al chico sobre sus piernas cruzadas.
-Toma -dijo sacando del bolsillo varias golosinas-. Te voy a hacer un vestido de lancero y una espadita de hierro con su vaina y correaje. Me dejaré emplumar antes que permitir, como quiere el teniente Houdinot, que te quedes en un hospicio. ¡Ay, mi pequeño Claudio, corazón y alma mía! Mañana me pertenecerás. El pobre soldado, ausente de su hogar, triste y sin familia te llevará en sus brazos.
-¡Cuánta sensiblería! Ya sabemos que vuestro niño era como este.
-Sí -exclamó con intensa congoja-. Eracomo este, era, señor oficial, pero ya no es. ¿No dije a usted que hoy esperábamos el correo de Francia? Pues el correo vino; ojalá no viniera. El corazón me anunciaba una desgracia. ¡Ay, mi hijo único, mi pequeño Claudio, el alma de mi vida está ya en el cielo!
Cubriéndose el rostro con ambas manos, lloró sin consuelo.
-En la Borgoña -añadió- el sarampión se está llevando todos los niños. El señor cura Riviere me escribe (porque mi esposa a causa de su desolación no puede hacerlo, además de que no sabe escribir), y me dice que el pequeño Claudio... mi corazón se despedaza. El pobre niño no se apartaba de mi memoria en toda la campaña. ¡Oh!, si yo hubiera estado en Arnay-le-duc mi pequeñín no hubiera muerto... ¡cómo es posible! Tiene la culpa el Emperador... ese ambicioso sin corazón... ¡Que Dios le quite al rey de Roma, como me ha quitado el mío!... Yo tenía mi rey de Roma, que no nació para hacer daño a nadie... ¡Pobre de mí! No tengo consuelo... Era rubio como este, con dos pedazos de cielo azul por ojos, y este aire tan marcial, esta gracia, esta monería. Cuando yo le tomaba en brazos para llevarle a paseo, me sentía más orgulloso que un rey y todos los papanatas de Arnay-le-duc se morían de envidia...
La congoja le impedía hablar. La cara del Empecinadillo se perdía en sus magníficas barbas, humedecidas por las lágrimas. Aquella personificación de la fuerza humana, aquel león, cuya sola vista causaba miedo, estabadelante de mí, dominado y vencido por el amor de un niño.
-La semejanza -dijo- de este angelito con el mío es tanta, que me parece que Dios, después de llamar a mi pequeño Claudio al cielo, le envía a hacerme una visita. Como me den la licencia en Marzo, espero entrar en Arnay-le-duc con vuestro muñeco en brazos y presentarme en mi casa diciendo: «Señora Catalina, aquí le traigo. El buen Dios que sabía mi soledad, lo mandó a mi campamento. Has estado sola unos meses... Todo no ha de ser para ti... Ya estamos juntos los tres. Convidemos a todos los vecinos, celebremos una fiesta, pongamos a la cabecera de la mesa al cura Mr. Riviere, para que nos explique este milagro de Dios».
Después, y mientras el Empecinadillo comía, me miró fijamente y me dijo:
-Aquí hace bastante frío. Además, este chico os servirá de estorbo. ¿Por qué no me lo dais desde ahora?
-Sr. Plobertin -repuse-, este niño no se apartará de mí mientras yo viva: ¿verdad, lucero?
El Empecinadillo, saltando de los brazos del zapador, corrió a arrojarse en los míos.
-Ven acá, tunante -le dije-. Tú no quieres a los asesinos de papá... Dile a ese animal que se marche, que no quieres verle.
El niño miró a Plobertin con miedo y se aferró a mi cuello, juntando su cara con la mía.
-Os equivocáis, Sr. Plobertin -añadí- sipensáis apoderaros de esta criatura luego que yo muera. Le dejaré en poder del comandante, el cual en su caballerosidad no permitirá que por más tiempo esté ausente de sus padres.
-¿No es vuestro?
-¡Qué desatino! ¿Habéis visto alguna vez que un oficial lleve sus hijos a la guerra?
-Muchas veces; en los ejércitos imperiales se han criado algunos niños.
-Este que veis aquí es hijo de los señores duques de Alcalá. Hallábase en poder de su nodriza en un pueblo de la Alcarria; quemaron nuestros soldados el lugar, recogiendo a este señor duquito; mas sabida por D. Juan Martín la elevación de su origen, ordenó que fuese entregado en Jadraque a la servidumbre del señor duque, que lo está buscando. Con este fin le llevábamos, cuando nos sorprendieron los renegados y los franceses. Yo le recogí del campo de batalla, a punto de ser pisoteado por la caballería.
Plobertin, hombre de poca perspicacia, creyó lo del ducado.
-Antes de morir lo entregaré al señor comandante para que lo retenga en su poder hasta que pueda ser puesto en manos de la gente del de Alcalá. Os advierto que el señor duque es partidario y amigo del rey José. Conque pensad si vuestro comandante tendrá cuidado de complacerle.
Plobertin lo creyó todo. Bestia de mucha fuerza, pero de poca astucia, no supo evitar el lazo que yo le tendía. Mirábame con asombro y desconsuelo.
-De modo que no hay pequeño Claudio para el Sr. Plobertin -añadí-. Sois un hombre sensible, un padre cariñoso; pero Dios ha querido probaros, y el consuelo que deseabais os será negado. Sin embargo (al decir esto acerqueme más a él) os propongo un medio para que adquiráis este juguete que tanto os agrada.
-¿Cuál?
-No puede ser más sencillo -le contesté con serenidad-. Dejadme escapar y os dejaré esta prenda.
Levantose con viveza el león y enfurecido me dijo:
-¡Que os deje escapar! ¿Qué habéis dicho? ¿Por quién me tomáis? ¿Creéis que somos aquí como en las partidas? ¿Creéis que los franceses nos vendemos por un cigarrillo como vuestros guerrilleros?... ¡Escapar! ¡Sólo Dios haciendo un milagro os salvaría!
-Sr. Plobertin, un buen soldado como vos ¿será cómplice del asesinato que se va a perpetrar en mí?
-¡Asesinato! -exclamó mostrándome sus formidables puños-. Que os salpiquen los sesos ¿a mí qué me importa? Lo mismo debieran hacer con todos los españoles, a ver si de una vez se acababa esta maldita guerra... Miradme bien, mirad estas manos. ¿Creéis que necesito armas contra un alfeñique como vos? Si lo dudáis y queréis probarlo, hablad por segunda vez de escaparos. Estando en Portugal con Junot, custodiaba a un preso. Quiso fugarse, le cogí el cuello con la izquierda y con la derechadile tan fuerte martillazo sobre el cráneo que ahorré algunos cartuchos a los tiradores que le aguardaban en el cuadro...
Luego quiso tomar en brazos al Empecinadillo, diciendo:
-Dame un beso, amor mío, que me voy. Despídete de tu querido papá.
El chiquillo se aferró a mi cuello con toda su fuerza, y ocultando el rostro, sacudió sus patitas que azotaron la cara del formidable zapador. Gruñendo y jurando alejose este, después de darme las buenas noches con muy mal talante.
La débil esperanza que me había reanimado por un momento, desaparecía.