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Juan Martín El Empecinado/XXV

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XXV

Puse al Empecinadillo sobre mis rodillas, y le dije:

-Pobre niño, esperé que me salvarías; pero Dios no lo quiere.

Pareció que me comprendía y se puso a llorar.

-No llores, no llores... a ver, come de este pastel que el Sr. Plobertin ha traído para ti. Parece que está bueno.

La soledad y profunda tristeza en que me encontraba, me inducían a comunicarme con mi compañero, cual si fuese una persona capaz de comprenderme.

-Considera tú si no es una iniquidad lo que van a hacer conmigo. ¡Matarme, asesinarme...!, porque es un asesinato, hijo mío, ¿no lo crees así? ¿Qué he hecho yo? Servir lealmente a la patria. Esos esclavos de Bonaparte, que le obedecen como máquinas y le sirven como perros, no comprenden el sentimiento de la patria.

El Empecinadillo me miró con sus dulces ojos azules llenos de luz y expresión. Creyendo advertir en su mirada un categórico asentimiento a mi discurso, proseguí de este modo:

-¡Glorioso es morir sin culpa! ¡Gran premio del bien obrar, de la inocencia y de la virtud, es esa inmortalidad gozosa que la religión nos ha ofrecido, niño mío! Pero mi alma no está tranquila; mi alma no tiene bastante serenidad ni bastante entereza para afrontar los horrores del tránsito, y se apega un poco a la tierra. ¡Qué infeliz soy! Bien lo sabes tú. En mi vida agitada, triste y dolorosa, sin padres, sin familia, sin fortuna, obligado a luchar con el destino y a vivir con mis propios esfuerzos, sólo dos personas me han amado con desinteresado y santo cariño. Esas dos personas están a punto de ser víctimas de una infame acción, y aquí me tienes imposibilitado de socorrerlas, preso, dispuesto a morir, casi muerto ya. ¡Qué triste momento! ¿No me dices nada, no me consuelas?

El Empecinadillo se comía su pastel.

-Come, hermoso animalito, no tengas reparo de comer -continué-; aprovecha eltiempo, aprovecha las horas de tu inocencia, estas horas en que siempre hallarás personas caritativas que te den el sustento, que te abriguen y consuelen. Pero crecerás, crecerás; la carga de la vida empezará a pesar sobre tus hombros hoy libres; ¡sabrás lo que son penas, luchas, fatigas y dolores!

Le abracé y besé con dolorosa emoción. Era la única forma viva del mundo delante de mí, y su pequeño corazón, que yo sentía palpitar entre mis brazos, parecía indicarme la despedida de los sentimientos que yo había logrado inspirar en la tierra. Le apretaba contra mí, como si quisiera metérmelo en el pecho.

-¿Me quieres mucho? -le pregunté.

-Sí -me respondió, añadiendo mi nombre, desfigurado por su media lengua.

-¿De veras me quieres mucho? -le pregunté de nuevo experimentando las más puras delicias al oírle decir que me amaba-. ¿Y quieres que me maten?

Movía la cabeza negativamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo experimentaba una angustia insoportable y el corazón se me deshacía. Nuevamente me sentí atacado de la desesperación, y levantándome impetuosamente y corriendo a la reja, intenté moverla con colosales esfuerzos. La reja, bien clavada en el muro no se movía, y aunque sus barrotes no eran muy gruesos, tenían la robustez suficiente para no ceder al empuje de manos humanas, aunque fueran las del zapador Plobertin.

-Y si pudiera romper esta reja -dije paramí-, ¿de qué me serviría, si la salida de la huerta está cerrada, y todo custodiado por centinelas?

Corrí por la habitación como un demente; aplicaba el oído a la cerradura de la puerta, tocaba con mis manos las vigas del techo por ver si alguna cedía, golpeaba con violentos puntapiés las paredes. No había salida por ninguna parte.

En tanto mi compañero, bien porque tuviera frío, bien porque se asustara de verme en tan lastimoso estado de locura, empezó a llorar a gritos.

-Calla, mi niño, calla por Dios... -le dije-; tus llantos me hacen daño. ¡Plobertin va a venir y te comerá!

No me engañaba. Al poco rato sentí que descorrían los pesados cerrojos, y entraron un sargento que hacía de carcelero y tras él Plobertin muy irritado, diciendo:

-¿Por qué llora ese niño? Desde abajo le he sentido. Le estáis mortificando, señor oficial, y os las veréis conmigo... ¿Qué te ha hecho este judío, amor mío, qué quieres?

-Sr. Plobertin -dije-, hacedme el favor de no molestarme más con vuestras visitas. Me quejaré al comandante.

-Señor oficial -dijo él furiosamente-, os advierto que si seguís mortificando a la criatura, no podréis decirle nada al comandante, porque aquí mismo... Ya me conocéis... Contento está el comandante de vos... No entro de guardia hasta la madrugada; estaré abajo; y si siento llorar otra vez al pequeñoClaudio... Sin duda os habréis comido las golosinas que traje para él...

-Vámonos, Plobertin -dijo el sargento-. El comandante ha mandado que se le deje tranquilo.

Se fueron. El muchacho calló. Arropándole para que durmiera, le dije:

-Empecinadillo, no hay más remedio que resignarse a la muerte. Duerme, niñito mío; recemos antes. ¿Sabes rezar?

Sus labios articularon dos o tres vocablos de los más feos, atroces e indecentes de nuestra lengua.

-Eso no se dice, chiquillo. ¿Mamá Santurrias no te ha enseñado el Padre nuestro, ni siquiera el Bendito?

Me contestó en la lengua que sabía.

-Chiquillo, ¿tú no sabes que hay un Dios, el que te da de comer, el que te ha dado la vida, el que ahora ha dispuesto que me la quiten a mí?

Esto no lo entendía, y me miraba atentamente. En mi pecho se desbordaba el sentimiento religioso, y mi alma, en su exaltación, buscaba otra alma que armonizase con ella, que la acompañase, guiándola en su misterioso vuelo.

-Empecinadillo -proseguí sin caer en la cuenta de que hablaba con un niño-, recemos. Dios dispone del destino de las criaturas. Dios da la vida y la muerte. Yo elevo mi espíritu al Supremo bien, y le digo: «Señor que estás en los cielos, recíbeme en tu seno».

El huérfano, repentinamente atacado deuna jovialidad inagotable, pronunciaba, recalcándolas con complacencia infantil, las palabrotas de su repertorio. Yo quisiera poderlas copiar; pero el pudor del lenguaje me lo veda, quitando todo su interés a la escena que describo.

-Niñito mío -le dije-, olvida esas barbaridades que te han enseñado. Pero eres un ángel, y en tu boca el fango es oro. Pide a Dios por mí. ¿Tú sabes quién es Dios?

Sin responder nada, miraba al techo.

-Dios está arriba -añadí-, encima del cielo azul, ¿sabes? Recemos juntos, y pidámosle piedad para la desgraciada víctima de las pasiones de los hombres... Pero tú no entiendes esto... Duérmete, pobrecillo, que es locura hacerte participar de mi congoja.

Quise rezar solo y no podía, porque no se puede rezar mintiendo. Las palabras formuladas en mi pensamiento, sin pasar a la boca, expresaban piadosa resignación con la muerte; pero la voz de mi corazón repetía dentro de mí con estruendo más sonoro que el eco de cien tempestades: «quiero vivir».

-Empecinadillo -grité dando rienda suelta a mi dolor-, no duermas, no, no me dejes solo. Pidamos a Dios que me dé la libertad y la vida.

El niño abrió los ojos y me habló... como él sabía hablar.

-¡No blasfemes, por piedad! -exclamé horrorizado-. ¡Dios mío! Las palabras de los hombres, ¿llegan hasta ti?

Mi compañero sacó los brazos de su envoltorio,y empezó a dar palmadas y a reír.

-¿Por qué ríes, ángel? Tu risa me causa inmenso dolor.

Arrojose sobre mí, besándome y acariciándome.

Después me dio varias bofetadas, que acepté sin ofenderme. Le cogí en brazos, y mi mano chocó con un cuerpo extraño, que anteriormente había tocado; pero en el cual hasta entonces, por circunstancias especiales del espíritu, no fijara yo la atención. Con avidez registré las ropas, mejor dicho, los envoltorios que cubrían al Empecinadillo, y encontré una cavidad, un inmundo bolsillo lleno de baratijas. Saquélo todo, y vi un pedazo de cazoleta, un cordón verde, dos o tres botones, una corona arrancada a un bordado y una lima, un pedazo de lima como de cuatro pulgadas de largo, bastante ancha, con diente duro y afilado.

Un rayo de luz iluminó mi entendimiento. ¡Una lima! Era fácil limar uno o dos de los hierros de la reja y desengranar los demás. Levanteme de un salto... Me creía salvado, y di gracias a Dios con una sola frase, con una exclamación pronunciada por todo mi ser... Corrí a la reja... probé la herramienta... Era admirable, y comía el hierro con su bien templada dentadura.

-¿De dónde has sacado esto? -pregunté al Empecinadillo.

-Mocavelde -me contestó.

-Ya... se la robaste a Moscaverde, el cerrajero de la partida... Hiciste bien... Dios bendigatus manos de ángel. Duérmete ahora que voy a trabajar, y cuidado cómo lloras.