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Juan Martín El Empecinado/XXVI

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XXVI

Empecé mi tarea. El hierro cedía fácilmente; pero la faena era larga, y no parecía fácil terminarla en toda la noche, a pesar de no ser grande el grueso de las barras. Yo calculé que si lograba arrancar dos, estas me servirían de palanca para quitar las otras. Fiando en Dios, cuya protección creí segura, no calculé que una vez abierta la salida, encontraría después obstáculos quizás más difíciles de vencer. Tenía a mi favor algunas circunstancias. El furioso viento que había empezado a soplar entrada la noche, impedía a mis carceleros oír el chirrido de la lima. Además la lluvia glacial que inundaba la tierra, ¿no haría perezosos a los centinelas? ¿No era probable que se retirasen, que se durmieran, que se helasen o que se los llevara el demonio?

-¡Dios está conmigo! -exclamé-. Adelante... Veremos lo que dice Plobertin, si logro escaparme. Aquí le dejaré su pequeño Claudio, mi ángel tutelar, mi salvador.

Al mismo tiempo examinaba la configuración del terreno en lo exterior. Como a tres varas de la reja había un balcón largo y ruinoso, el cual estaba a bastante altura sobre el suelo, a diez varas próximamente según observédesde arriba. Aquella fachada daba a una huerta triangular: por el costado derecho la limitaba una construcción baja, que debía ser granero, cuadra o almacén, y por el izquierdo un muro de tres varas de alto daba a un patio donde los franceses jugaban a la pelota durante el día. En el ángulo del fondo había una puerta, por la cual podía salirse (siempre que estuviese abierta) a una pequeña explanada, donde había una choza que servía de garita al centinela. En aquel momento no podía distinguir los objetos a causa de la oscuridad de la noche; pero durante el día había visto que detrás de aquel muro había un precipicio. La casa como todo el pueblo de Rebollar estaba construida sobre una gran peña al borde de la honda cuenca del Henares.

-Necesito hacer una cuerda -dije para mí-. De aquí al balcón es fácil saltar; pero del balcón al suelo necesito ayuda... me escurriré por la huerta, para lo cual me favorecen las matas... y luego entra lo difícil, saltar la tapia por el ángulo... El declive que baja al Henares no será muy rápido y podré descender a gatas... En tal caso, la operación puede hacerse sin que me vea el centinela que debe estar en aquella choza de la explanada. Ánimo, Dios es conmigo. Señora condesa, Inés de mi vida, rogad a Dios por mí. Llegaré a tiempo a Cifuentes...

Las manos me sangraban, heridas por los picos de la lima rota; pero seguía en mi trabajo, deteniéndome sólo cuando calmado el viento, reinaba en torno a la casa el gravesilencio de la noche. Me parecía que no sólo mis manos, sino mis brazos, eran una lima, y que mi cuerpo todo estaba erizado de dientes de acero. Rascaba sin descanso el hierro, que oxidado por algunas partes, cedía blandamente.

Al fin establecí la solución de continuidad en una de las barras; pero no pude arrancarla, por estar engastada en las otras. La ataqué por otra parte, y al fin a eso de la media noche quedó en mis manos. Usela como palanca; mas no me fue posible adelantar nada; emprendila con otra barra, y al fin, señores, al fin, después de esfuerzos inauditos, cuando hirieron mis oídos las campanadas de un reloj lejano que marcaba las tres, la reja estaba en disposición de dar salida al pobre prisionero.

Faltaba la cuerda. Con la misma lima, desgarré en anchas tiras mi capote, quedándome completamente desabrigado. No siendo ni con mucho suficiente, tomé la manta del Empecinadillo, y con los diversos lienzos torcidos y anudados convenientemente, fabriqué una cuerda que bien podía resistir el peso de mi cuerpo. No hay que perder tiempo. ¡Afuera! -exclamé con toda mi alma.

Pero una contrariedad inesperada me detuvo. El Empecinadillo, sintiéndose sin abrigo, empezó a llorar; a dar gritos como los que a prima noche habían hecho subir al fiero zapador Plobertin.

-Estoy perdido -dije acariciándole-. Por Dios y por todos los santos, Empecinadito demi alma, si gritas soy perdido. Calla, calla, desgraciado.

Pero no callaba, y yo ardía en impaciencia y temblaba de terror.

-Calla -repetí-. Pero, hombre, no seas cruel; hazte cargo de que me pierdes. ¿No ves que quiero escaparme? ¿No ves que me van a matar? Fuiste mi salvación y ahora me pierdes.

Cuando le tomé en mis brazos, calló; pero desde que le abandonaba, su voz de clarinete atronaba la estancia. Había que optar entre estos dos extremos; o dejarle allí tapándole la boca, lo cual equivalía a matarle, o llevármelo conmigo. Fueme preciso tomar esta resolución, que no dejaba de ofrecer algún peligro. El infeliz comprendió que yo me marchaba y se colgó de mi cuello, adhiriéndose a mí con brazos y piernas.

Semejante carga me molestaba en mi huida; pero la acepté con gusto. No me fue difícil saltar al balcón; pero del balcón a la huerta el descenso fue bastante penoso, porque mis manos ensangrentadas y ateridas de frío, empuñaban con torpeza la cuerda. Debilitado también mi cuerpo por el insomnio y el no comer, hallábame en estado poco a propósito para la aventura; mas la ansiedad y el deseo de verme libre avivaban mis fuerzas.

En la huerta me detuve un instante. Cuando paraba el mugido del viento, el silencio era profundo. No se sentía rumor alguno de voces humanas. Avanzando despacio por entre las matas sin hojas, hundíanse mis pies en el lodo, yen tan poco tiempo la lluvia me había empapado la ropa. Seguía con precaución hasta el ángulo final y allí observé que la choza que servía de garita en la explanada de la derecha estaba ocupada por un centinela. Le sentí toser y vi el débil fulgor de una pipa encendida. A pesar de esto se podía escalar la tapia por el ángulo y saltar afuera, siempre que hubiese terreno donde poner los pies del otro lado.

Estreché a la criatura contra mí. Con los ojos le mandé callar, y el pobrecito, participando de mi ansiedad, apenas respiraba. Escalé la tapia, valido de la fuerte cepa de una parra que en ella se apoyaba, y al llegar al borde, donde me puse a horcajadas, el espanto y la desesperación se apoderaron de mí. ¡Maldición y muerte!

Era imposible saltar afuera, porque del otro lado de la tapia no había terreno, sino un precipicio, un abismo sin fondo. Levantada la pared en la cima de la roca, desde los mismos cimientos empezaba un despeñadero horrible, por donde ni el hombre ni ningún cuadrumano, como no fuera el gato montés, podían dar un paso. El agua de la lluvia, al precipitarse por allí abajo de roca en roca, entre la maleza y los espinos producía un rumor medroso, semejante a quejidos lastimeros. El burbujar de la impetuosa corriente, la presteza con que el abismo deglutía los chorros, indicaban que el cuerpo que por allí abajo se aventurara sería precipitado, atraído, despedazado, masticado por las rocas y engullidoal fin por el hidrópico Henares en menos de un minuto.

El borde, a pesar de la oscuridad, se veía perfectamente: lo demás se adivinaba por el ruido. Allá abajo el murmullo y zumbido de un hervidero indicaban el Henares, hinchado, espumoso, insolente riachuelo que se convertía en inmenso río por la lluvia y el rápido deshielo.

Comprendí la imposibilidad de saltar por allí, a menos que no quisiese suicidarme. No había más salida que por la derecha, saltando a la explanada. Era esta pequeña y había en ella dos cosas, un cañón y la choza del centinela. Saltar cuidadosamente, deslizándose sin ruido a lo largo del muro, y escurrirse por detrás de la choza, era cosa dificilísima, pero no imposible del todo. Aunque la abertura de la garita daba frente a frente a la tapia, restaba aún la esperanza de que el centinela se durmiese. ¡Oh, Dios magnánimo y misericordioso! Si se dormía, yo podía escaparme.

Avancé, pues, cuidadosamente por lo alto del muro, con peligro de resbalar sobre los húmedos ladrillos. Entonces comprendí cuán mal había hecho en traer al Empecinadillo, que estorbaba mis movimientos, cuando debían ser flexibles y resbaladizos como los de una culebra. Por un momento se me ocurrió dejarle en la huerta; pero esta idea fue prontamente desechada. Resolví perecer o salvarme con él.

Por fin llegué a traspasar el espacio en que las ramas de un árbol seco me resguardaban de la vista del centinela. Halleme cerca de lagarita, y me agaché para ocultarme todo lo posible. Si en aquel instante supremo el centinela no me veía, era señal evidente de que Dios había cerrado sus ojos con benéfico sueño. Medí con la vista el espacio que me separaba del piso de la explanada, y lo hallé corto. Podía saltar sin peligro, sosteniéndome con las manos en las junturas de los ladrillos, aun a riesgo de perder la mitad de los dedos. Observé el interior de la garita. Estaba oscura como boca de lobo, y no se distinguía nada en ella.

Ya me disponía a saltar, cuando una voz colérica me hizo estremecer gritando:

-¡Eh! ¡Alto!, ¿quién va?

De la garita salió un hombre alto, fuerte, terrible. El terror que su vista me causara en aquel momento, en aquel lugar, le engrandeció tanto a mis ojos, que creí ver la punta de su sombrero tocando el cielo. El obstáculo que me detenía era tan grande como el mundo... Quedeme helado y sin movimiento. Ya no había esperanza para mí, y cuando el coloso me apuntó con su fusil, exclamé reconociéndole:

-¡Fuego, Sr. Plobertin! Tirad de una vez.

El Empecinadillo había roto el silencio.

-Os escapáis... ¿Lleváis el muñeco con vos? -dijo el zapador dejando de apuntarme-. Ahora mismo os volveréis por donde habéis venido;¡sacrebleu! Agradeced a esa criatura, pegada a vuestro cuerpo, que no os haya dejado seco de un fusilazo... Adentro pronto; bajad a la huerta, o aquí mismo... Hombrecruel y sin caridad, ¿no veis que ese niño va a morir de frío?... Ya os ajustaremos las cuentas. ¡Adentro!

-Sr. Plobertin, volveré a mi prisión: no os sofoquéis. Estos ladrillos son resbaladizos, y es preciso andar con precaución sobre ellos.

-¿Habéis roto la reja? ¡Por la sandalia del Papa, os juro!... Si os hubieran despachado esta mañana como yo decía...

-He escapado por un milagro, ¡por un milagro de Dios! Vuestro pequeño Claudio me ha salvado.

El soldado se acercó a la tapia con actitud que más indicaba curiosidad que amenaza.

-Yo estaba durmiendo -continué- cuando me despertó una música sobrenatural. Vi al pequeño Claudio delante de mí, rodeado de otros ángeles de su tamaño y todos inundados en una celeste luz, de cuyos resplandores no podéis formar idea, Sr. Plobertin, sin haberlos visto. Corrieron todos a la reja y el pequeño Claudio, con sus manecitas delicadas, rompió los hierros cual si fueran de cera. La visión desapareció en seguida, recobrando el muñeco su forma natural. Quise huir solo; pero vuestro niño se pegó a mí con tanta fuerza, que no pude separarle. Dios lo ha puesto a mi lado para que perezca o se salve conmigo.

No podía distinguir las facciones de Plobertin, pero por su silencio comprendí que experimentaba cierto estupor. Cuando esto dije desliceme trabajosamente hacia el sitio desde donde había explorado el despeñadero, y exclamé:

-Sr. Plobertin, no he salido de mi encierro para volver a él. Si no me permitís la fuga estoy decidido a morir. Dad un paso hacia mí, hacedme fuego, llamad a vuestros compañeros, y en el mismo instante veréis cómo me precipito en este abismo sin fondo. Estoy resuelto a salvarme o a morir, ¿lo oís bien, Sr. Plobertin?, ¿lo oís?... En cambio si me dejáis escapar, os devolveré a vuestro pequeño Claudio, para que gocéis de él toda la vida. Decidlo pronto, porque hace mucho frío.

-Gastáis bromas muy raras. ¿Me juzgáis capaz de creer tales simplezas?

-Imbécil -exclamé con exaltación, y poseído ya del vértigo que a la vez el abismo y la muerte producían en mí-. Tu alma de verdugo es incapaz de comprender una acción semejante. Prefiero darme la muerte a caer otra vez en tus manos.

-¡Alto, bergante! -me dijo-. No deis un paso más y hablaremos... Bajad a la huerta y yo entraré en ella.

Al instante abrió la puerta que comunicaba la explanada con la huerta, y se puso junto a la tapia y debajo de mí. Estirándose todo, alargó la mano y tocó el pie del Empecinadillo.

-Está muerto de frío -dijo-. Dádmelo acá.

-Poco a poco -repuse-. Va conmigo a visitar la corriente del Henares. Apartaos de la tapia y respondedme sin pérdida de tiempo si puedo contar con vuestra bondad.

-Soy un hombre que nunca ha faltado asu deber -dijo-. Sin embargo, os dejaré marchar. ¿Cómo saltasteis del balcón?

-Con una cuerda.

-Pues bien, poned la cuerda en el tejado de los graneros, para que mañana crean que os fugasteis por las eras del pueblo.

-Es un trabajo penoso del cual podéis encargaros vos, Sr. Plobertin. La ocurrencia es hábil y no podrán acusaros mañana.

-Pero dadme acá ese bebé que se muere de frío. Le subiré otra vez a la prisión para que se crea que le dejasteis allí.

-Muy bien pensado; pero no me fío de vos.

-Cuando Plobertin da su palabra... Os digo que podéis huir tranquilo. Yo os indicaré la vereda.

-Jurádmelo por vuestro niño muerto, por la señora Catalina, por el alma de vuestros padres.

-Yo soy un hombre de honor, y no necesito jurar; pero si os empeñáis lo juro... Echad acá ese muchacho.

-Es que todavía necesito deciros algunas condiciones que había olvidado.

-Acabad.

-Necesito un capote; he hecho trizas el mío y me voy a helar por esos campos... Dadme el vuestro.

-No sois poco melindroso... Bien, ¡rayo de Dios!, os daré el capote.

-Necesito algo más.

-¿Más?, a fe que sois pesado.

-No puedo emprender mi camino sin algúnarma para defenderme. ¿Tenéis una pistola?

-El demonio cargue con vos... No sé cómo tengo paciencia y no os dejo que os estrelléis por ahí abajo... ¿Y para qué queréis la pistola?

-Para lo que os he dicho, y además para que me sirva de defensa contra vos, si me hacéis traición. En cuanto chistéis a mi lado os levantaré la tapa de los sesos.

-¡Dudar de mí! No sois caballero como yo. Dejad caer el muchacho sobre mis brazos y tendréis la pistola.

-Si os parece bien, dadme el arma primero.

-¡Tomadla, con mil bombas! -exclamó sacándola de la pistolera y alargándomela cogida por el cañón.

-Parece cargada... bien. Ahora hacedme el favor de ir al otro extremo de la huerta y dejar allí vuestro fusil.

Plobertin hizo lo que le mandaba. Cuando volvió al pie de la tapia, bajé sin cuidado y le dije:

-Tened la bondad de marchar delante de mí. Si gritáis o intentáis engañarme os haré fuego. Cuando esté fuera del campamento cambiaremos el muñeco por el capote. En marcha.

Plobertin abrió la puerta, seguile y me condujo a una vereda por donde podía fácilmente huir sin necesidad de atravesar el Henares, rodeando el pueblo para subir a la sierra.

-Tomad vuestro niño -le dije cuando mecreí seguro-. Dios lo resucita y os lo devuelve en pago de vuestra buena obra... Escribid a la señora Catalina el hallazgo y dadle memorias mías. Es una excelente señora, a quien aprecio mucho.

-¡Ah, no sabéis bien todo lo que vale! -dijo con la mayor sencillez.

-Adiós, vuestro capote abriga bien... No os olvidéis de poner la cuerda en el tejado de la cuadra. No os acusarán de mal centinela. Decidme: ¿el señor de Santorcaz ha salido para Cifuentes?

-Sale al rayar el día.

-Quedad con Dios.

Un momento después, yo corría por la sierra buscando el camino de Algora.