Jujuy
JUJUY
Primera etapa de mi peregrinación patriótica conmemorando el centenario de la jura de la bandera argentina, fué Tucumán. Apenas arribada, en un frío amanecer de Mayo, dirigíme a la casa histórica, humildísima habitación que la piedad popular engarzó en suntuoso palacio, rodeado de jardines y de altos relieves alegóricos.
Nada menos emocionante, nada más prosaico que nuestra entrada: Un empleado municipal barría, soñoliento, la acera, mientras un encargado de la limpieza salía, cajón al hombro, por la puerta lateral. Sin previo anuncio, por donde él salió, me introduje, siguiendo el pasillo de la izquierda que conduce al segundo jardín: Había contorneado la preciosa reliquia.
Víme, de pronto, frente a ella y, sin prestar atención a las placas que enchapan las paredes del palacio-fanal, penetré en la humilde sala donde los Constituyentes del año 16 declararon nuestra independencia. Al entrar, no pensé en nada; sentí solamente, sentí tan hondo que una lágrima me antecedió sobre el gastado umbral. Inconsciente, recorrí el salón, los ojos nublados, el corazón henchido, las manos juntas en actitud de orar. Así me sorprendió a mí misma una pregunta de mi compañera de viaje. Recién vi y comprendí donde estaba. Era una grande y cuadrilonga habitación de piso desigualmente embaldosado, paredes de adobe y techo a dos aguas dejando ver, por dentro, el vetusto esqueleto. Al frente, la puerta principal fllanqueada por dos ventanas de salientes rejas; al costado izquierdo, otra puerta. Córrese el muro en ángulo por los otros dos lados, de los cuales el más corto, adosado al palacio—fanal, vierte agua por ancha faja salitrosa. El amor popular ha cubierto los muros de placas; el mal gusto gubernamental ha enjalbegado esas paredes de blanco y añil y ha profanado el sillón de Laprida tapizándolo de rojo terciopelo; la vanidad de una familia tucumana conserva en su poder el mobiliario tradicional prestándolo tan sólo a la veneración del pueblo los días consagrados.
Afuera, roja y magnífica ábrese la estrella federal, flor que decora en esta estación todo jardín tucumano.
Horas después rumbo al extremo norte argentino, a ese Jujuy depositario de la bandera que aprisionó unidos al cielo y al sol, viendo desfilar, al este, la selva virgen domada, a trechos, por la caña de azúcar, y al oeste la abrupta cadena, blanca del pie a la cima, en su cordón central, revivía la titánica guerra libertadora.
Media noche había sonado, después de dos días y siete horas de viaje, cuando llegamos a Jujuy. La ciudad, envuelta en sombras, erguía como un faro la torre de su iglesia catedral cuajada de luces.
El 23 de mayo, a las 2 p. m., dieron comienzo los festejos. En la Tablada, campo extramuros, liso y raso, todo a nivel, los gauchos domaron potros y jugaron carreras a caballo. Nunca hubo fiesta tan de mi gusto. Pláceme el sol brillante, el aire fresco, la montaña hermanada con la selva, los hermosos caballos, la maestría en el jinete y en el domador. ¡Y ese día de Mayo fué tan radiante! Deslumbrábame, en campo abierto, la luz tropical, intensa, hellísima, que perfila nítidamente orlando de fuego la montaña. Todo se renueva bajo esa luz: El cielo, más alto, mucho más que el de nuestra zona templada, semeja sólida y cristalina cúpula de pulidísimo zafiro. El sol parece circular fundido en arterias y venas, animándonos de nueva alegría de vivir. Y ese verde aterciopelado, nuevecito, del bosque virgen que suaviza, embelleciendo, la majestuosa sierra; y esos eucaliptus que limitan al sur La tablada, surgiendo como gigantesca falange ante los primeros cerros; y ese Chaño, ya canoso con las primeras nieves; y esa pintoresca montaña, al norte, que desciende, en planos suavemente inclinados hacia el río, sus campos fertilísimos...
Ronco son de cajas y destemplados clarines, precedió la división militar del norte. El uniforme de campaña de las tropas de la 5.ª Región arınonizaba con el panorama, evocando el traje nacional. En verdad, la amplia bombacha y alta bota, la blusa y el ancho sombrero está más cerca de nuestro pueblo que el galoneado uniforme y el luciente casco sajón.
Los gauchos que acudieron a presenciar las carreras abrían calle a los milicianos con manifiesta simpatía. Era de verlos, vistiendo fino chiripá y bordada casaca, al hombro el rojo poncho, sobre la cara el rico calañés, luciendo orgullosos el mejor pingo enjaezado de plata. Las mujeres, a pie o a caballo, llevando, colgado a la espalda, al hijito menor que asoma curioso sobre el poncho—saco. Y esas indias bolivianas, de lujosa falda de felpa rubí, ahuecada a profundos pliegues; botita.amarilla de altos tacones; manto cruzado sobre el pecho y calañés de angostas alas caído sobre los ojos, ocultando, a medias, dos gruesas y renegridas trenzas que desaparecen bajo el manto...
Pero ya la tropa ha acampado, desunciendo los caballos de los armones, llevándolos al abrevadero, levantando carpas. En la pista, va a darse la señal de la largada. El público se sitúa estratégicamente a lo largo del alambrado. Crúzanse apuestas, pues los caballos son conocidos. Veloces, a igual distancia de la meta, pasan los tres parejeros. Procuro seguirlos, pero mis ojos no comprueban el veredicto: "Ganó el zaino": Estamos mal situados. Avanzamos con dificultad y, no bien nos hemos estacionado, cuando nuevo tropel pasa como ráfaga dejando un jinete en el suelo. Gaucho listo, abandonó riendas y estribos, pero no pudo evitar una costalada. Atién delo la comisión, a tiempo que el juez falla un caso difficil:
Dos caballos han arribado a la vez. Apasiónase el populacho y, por fin, dase por nula la carrera. Alejan la meta a 600 metros y seis caballos salen, no tan a una v 7 que los jueces no los obliguen a recomenzar. No es posible predecir el triunfo en esta carrera decisiva. Inclinados, hasta confundirse con el cuello de la montura, pasan en vertiginosa exhalación. Cerca de la meta dos son, una vez más, los ganadores...
Pero ya, no: el obscuro va delante y su jinete, ebrio de gozo, no acierta a detenerlo hasta dar con el alambrado.
Mientras tanto, en La Tablada organízase otro desfile: Las damas jujeñas y forasteras se exhiben, costosa y elegantemente ataviadas. Frescas y hermosas sombrillas protéjenlas de ese sol que es, para mí, el mayor encanto de la fiesta popular. Poco a poco, carruajes y jinetes dirígense al oeste de La Tablada, donde la Sociedad Rural ha preparado el segundo número del programa : la doma. De pie sobre el asiento del carruaje, alcanzo a ver con qué destreza se entregan los gauchos a pialar el potro elegido. Ensillado y enfrenado a duras penas, sácanlo, con lazo fuera del corral. Allí, el padrino sujétalo por la oreja mientras el domador salta, agilísimo, poncho al hombro, sombrero calado y rebenque en mano. Al primer corcovo, ábrenle cancha. El paisanaje sigue de cerca, a caballo, la emocionante doma. Salta el potro y el jinete, gaucho viejo, ni se mueve en la silla. El animal, enfurecido, arranca a disparar, recto como flecha dejando a la zaga a los que intentan seguirle. Súbitamente en mitad de la carrera, inicia una serie de corcovos que dan con el domador por tierra, entre la rechiffa del gaucherío que acude, no a auxiliar al caído la multitud es lógica como la vida: no tiene compasión por el vencido—sino a pialar el potro, que huye campo traviesa hacia sus sierras.
Cierto es que a mandinga en ánima encerró el cuerpo de cada uno de los potros sucesivamente montados: no hubo domador, joven o viejo, que no oyera, al caer desarzonado, la insultante mofa del pueblojuez. Dábase ya por terminada la doma, con harto sentimiento de mi parte, cuando un gaucho donoso y joven puestero en la estancia de los Bustamante, se ofrece a montar un potro bravío que había cortado dos lazos al ser pialado. Al jinetearlo, pierde el poncho: "Mala seña, poncho en tierra", gritale un espectador. Sin mirar atrás, salta, afirmándose con este solo movimiento sobre la montura. El potro quédase un instante indeciso como si tanto ultraje lo agobiara. De pronto, arranca en corcovos, brincos y sacudones. La cabeza entre las manos, párase en ellas, coceando al aire. Su jinete, con el mango del rebenque, golpea rudamente el guardamonte de cuero.
Asustado, clava el animal sus patas en el suelo estremeciéndose de furor y de coraje. Sereno, `cambia el gaucho las riendas de una mano a otra, entre frenéticos aplausos. ¡Ya está domado el bruto! Para probarlo, su dueño y señor oblígalo a correr. Y sale, gambeteando como chico que escapa a seguro castigo.
La mano firme del domador corrige su marcha. Vuelto hacia las tribunas, quiere el jinete lucirlo junto a ellas, al paso. Sofrénalo, y un brinco desesperado seguido de inútiles corcovos, protesta contra este nuevo y humillante dolor. Pero el gaucho triunfa: Bien plantado en los estribos, la cara rebosante de jubiloso orgullo, pasa, conteniendo el bruto que piafa y sangra.
La tarde acábase juntamente con la doma. Un crepúsculo de tintes suavísimos y de serenidad sin par engañónos con la falaz promesa de un hermoso día. Inolvidable ese regreso a Jujuy al caer la noche.
¡Qué bien encuadra esa luz de ensueño a la ciudad colonial! Parece sumergirla en glorioso pasado. ¿Dónde está la triste y arcaica población galvanizada bajo el sol de mediodía, engalanada con banderas y gallardetes. llena de abigarrada multitud? Ahora, la sombra y el silencio vespertino la idealizan. No así en plena noche, cuando la luz artificial baña anacrónica e irrisoriamente las vetustas moradas.
134 El 24 amaneció nublado y frío. Fina garúa entristeció la ciudad despertada por las dianas y salvas de la tropa. A la 1 p. m., la bandera de Belgrano fué entregada a la comisión organizadora de los festejos por el P. E. de la Provincia y, desde la Casa de Gobierno hasta el Altar Patrio erigido en la Iglesia Matriz, fué conducida en una cureña de cañón, en procesión cívica, por el ejército, autoridades provinciales, comisión y subcomisiones del centenario, delegaciones oficiales, asociaciones patrióticas de damas y caballeros, colegios y escuelas públicas, pueblo y columna gaucha, rindiendo honores las tropas de la 5. Reg formadas en la Plaza Urquiza. En nombre de la Comisión del Centenario, habló con sencilla elocuencia don Ernesto Claros (hijo). Acto continuo, la Asociación General San Martín de Buenos Aires, la Asociación de Maestros Nacionales de la Provincia y el Centro de Estudiantes de Jujuy y de Salta colocaron placas conmemorativas en el exterior de la Iglesia Matriz, frente a la plazoleta Gorriti. Luego, pese a la lluvia, autoridades y comitiva se trasladaron al palco oficial para presenciar el desfile de la tropas y de la columna gaucha, que recorrió las calles de la ciudad vestida de blanco y celeste como ella. Y después de colocar una placa en la Escuela Belgrano, el P. E. de la Provincia recibió, en la antigua Casa de Gobierno, a las delegaciones e invitados. Llovía y hacía frío. Los estrechos salones volcaban la concurrencia en el patio central, tapizado de rojo, bello, pero inútilmente cubierto por un rosal frondosísimo que tejía el más poético techo. Las damas, sin abrigos, desafiando probable chucho, lucían sus gentiles cuerpos; los caballeros miraban con tristeza tanta beldad reunida, sin esperanzas de posible baile... Pero el sarao oficial de esa noche cosechó las simpatías sembradas en la inclemente tarde: Armonía de lujo y de buen gusto, hacinamiento de juveniles bellezas y de bien sazonadas hermosuras, ofreció el conjunto más atrayente al combinar la gentileza de la jujeña, la donosura de la tucumana y la esbelta gracia de la salteña.
Dianas y salvas, que saludaban el 25, pusieron fin al baile. El Tedéum en la Iglesia Matriz fué oficiado por S. S. I. el señor obispo de Salta, monseñor Linares, y luego S. S. I. el señor obispo de Catamarca, monseñor Piedrabuena, pronunció elocuente oración patriótica. Colocada la piedra fundamental del monumento al canónigo Gorriti en la plazoleta de la Iglesia Matriz, bendíjose, en la Plaza Urquiza, la iniciación del monumento a Belgrano y a la bandera que ejecutará el talentoso escultor argentino Rogelio Irurtia y allí el señor Benjamín Zalazar Altamira pronunció breves y sentidas palabras.
Las tropas de la 5.ª Región y los alumnos de las escuelas prestaron juramento a la bandera creada por el general Belgrano el 27 de febrero de 1812 en el Rosario, y jurada dos veces por su ejército victorioso del Norte, en Jujuy, el 25 de mayo del mismo año, y en el Río Pasaje, hoy Juramento, el 13 de febrero de 1813, bandera que fué adoptada por la Asamblea General Constituyente (1). El general O'Donnell inició la ceremonia con un discurso alusivo y los niños de las escuelas, vestidos de blanco y celeste, cantaron el Himno Nacional y el Himno a la Bandera, música de don Jaime Bustamante y letra de don Víctor J. Quintana.
El conferencista colombiano, doctor Edmundo Gutiérrez, habló bella y elocuentemente a pedido popular; las tropas desfilaron presentando armas y la bandera del Belgrano fué devuelta a la Casa de Gobierno.
En la tarde, las delegaciones visitaron la Biblioteca Popular, instalada coqueta y cómodamente en artístic edificio costeado por subscripción a iniciativa de un grupo de jóvenes jujeños. Y, a propósito de esa Biblioteca, me hacía notar su ex secretario don Carlos Martiarena, que la Sociedad Fomento de Bibliotecas, al retirar la subvención porque en Jujuy no se emplea íntegramente en aumentar colecciones, ha herido de muerte a esa benéfica institución que necesita esa ayuda nacional para gastos esenciales.
En la noche, el Centro de Estudiantes organizó una procesión cívica con antorchas, recorriendo las calles Belgrano, Güemes, Alvear y Sarmiento. El gobierno obsequió al pueblo, como en la noche anterior, con iluminación, fuegos artificiales, retreta y función popular gratuita en el Politeama Fassio.
Después, el pueblo fué congregado por las Sociedades Obreras que ofrecieron animado y culto baile mientras que la comisión de festejos invitó a los delegados a una velada literario—musical en el Teatro Belgrano.
La selección, hecha por un artista, don Jaime Bus tamante, debió ser interpretada por la juventud para que la fiesta resultara un torneo y un exponente de (1) E. S. Zeballos: El escudo y los colores nacionales.
la cultura y de la sociabilidad jujeña. Abierto el acto por el Presidente de la Comisión Nacional, senador Manuel Padilla, la primera parte del programa fué escuchada como un compás de espera. Ansioso de oir la palabra de Ricardo Rojas, el público aplaudió trenéticamente su persencia en el escenario cuyo centro ocupaba la bandera gloriosa y un busto en yeso de su creador inmortal. Acompañaban al orador, los señores Octavio Iturbe, Adolfo Quintana, Héctor Quintana, Daniel González Pérez, Ernesto Claros, Pedro J. Pérez, Augusto Talice, Mariano Valle, Manuel Bertrés, Francisco Linares, Manuel González Navarro y Benjamín Zalazar Altamira. Interrumpido por clamorosas muestras de entusiasmo, el bardo se hizo oir. No resisto a transcribir un trozo de la bella oración patriótica. La descripción del éxodo de Jujuy:
"El blasón más alto de esta provincia, su título más puro a la gratitud de la República, está en aquel célebre bando del 29 de julio, firmado en el cuartel general de Jujuy, y llamado "el bando impío" por el vencido Goyeneche. Documento vulgarizado en Jujuy, y memorable hasta hoy en la comarca por el éxodo aciago que lo siguió. Suena como una sentencia de Jehová la voz homérica del héroe, y el pueblo síguele, completando el símil, en angustiosa emigración, como en los éxodos de la Biblia. Lleva el convoy, en marcha al Tucumán, las vacas de los hacendados, las cosechas de los labriegos, los efectos de los comerciantes. El espíritu de la raza va con ellos. Sus manos pasan arrasando la tierra. A las cosas que restan, extermínalas el incendio; a los hombres que quedan condénalos por traidores la legión. ¿Es un nuevo flagelo aquel convoy que pasa? ¿Es acaso un fan tasma de la fatalidad ese huracán de hombres abortado en relámpagos y fragores? No, señores. Es la Patria toda que va salvando esta bandera por las quebradas de Jujuy..." Y la joven, bella y poderosa patria actual que decoraba espléndidamente el lindo teatro escuchó con religioso fervor.
Dianas y salvas militares nos avisaron el domingo 26 que era hora de prepararnos a visitar el ingenio "La Esperanza" que los señores Leach Hermanos y Cía., poseen en San Pedro.
Bellísimo el trayecto entre bosques y montañas, ríos pedregosos y valles fertilísimos. Y el sol, ese sol tropical cuya luz no se describe: se goza recibiéndola y aun recordándola...
En San Pedro fuimos recibidos por los amables huéspedes quienes pusieron a nuestra disposición uno de los trenes empleados en tiempo de zafra. En él nos trasladamos a "La Esperanza". Numeroso grupo de indios a pie y a caballo nos precedieron lanzándose a la carrera por un atajo. Agilísimos, llegaron todos a un tiempo con nuestro tren. Descendimos en un valle perfectamente nivelado. Más de 5.000 indios a pie, en correcta formación, encuadraban, a prudente distancia, un gran tablado desde el cual un empleado del ingenio ofreciónos la más cordial bienvenida. Abrió el discurso un toque de atención. Oir la indiada esa música militar y correr de todas direcciones hacia el tablado fué obra de un segundo, antes ejecutada que pensada. Cual manga de langosta que se asienta sobre el maizal, avanzaban, animándose mutuamente con sus gritos y silbidos de alegría. Aquello impresionaba. Creyérase en un malón, próximo a barrer con todos nosotros, mísero puñado. No tan rápida como ellos, a pesar de ir bien montada, avanzó la policía del ingenio conteniendo y repeliendo a la indiada hasta volverla a su primera posición, tras el alambrado.
Acercándonos, pudimos apreciar las diferentes tribus mezcladas en compacta y abigarrada multitud.
A primera vista, gustan los tobas, altos, fornidos, bien plantados, caras despiertas y francas. No des merecen, ante ellos, los chiriguanos, sobre todo las chiriguanas, bien formadas, gráciles, airosas, de andar firme y rítmico. El rojo tipoy deja al aire y al sol el torneado cuello, los hermosos brazos, las piernas firmemente modeladas. Cuentas de colores varios avivan y embellecen la expresión de esas caras llenas de infantil y bonachona curiosidad. Al lado de ellas, contrastan los matacos, sucios y harapientos, bajos, macetudos, de sensual o abotagada expresión. Recordaba, mirándolos, sus chozas, semejantes a las esquimales. Medias cúpulas, tan bajas que la familia toda penetra, a gatas, hacinándose para pasar la noche, bárrelas el fuego cuando, acabada la zafra, retornan a la selva. Porque todos, chiriguanos, tobas, chorotas, matacos, vienen y van, como la marea, del Chaco al ingenio y del ingenio al Chaco. Son nómades. Redúcenlos pacíficamente conquistando a los caciques al regalarles armas, adornos y, sobre todo, caballos para transportar el equipaje o los enfermos graves. Dóciles y sufridos, hacen posible la prosperidad del ingenio a cuyas fatigas ningún asalariado extranjero se habituaría. Unidos, hasta hacerse solidarios de la menor ofensa, vengan, como corsos, de generación en generación, el ultraje inferido a un miembro de su tribu.
Jóvenes y viejos, mujeres y niños desfilaban, tras el alambrado, en interminable teoría, primero al paso, luego al trote, más tarde a la carrera. ¡Qué ligereza, qué soltura, qué precisión, qué ritmo! Ellos, lanzando agudos gritos de júbilo; ellas, llevando a espaldas, entre un poncho—saco, al indiecito menor que asoma curioso sin llorar ni menearse. Chicos y grandes corren tanto o más, quizás, que un caballo lanzado a galope. Niños grandes, gozaban del aire y del sol divino desplegando, orgullosos, ante nosotros, su envidiable agilidad. Y el rojo pasa deslumbrante.
Rojo tipoy marca las bellas formas de las chiriguanas; sobre rojo manto muéstrase, tras la madre, el chiquitín; como sangre al sol brilla todo poncho hasta el de los indiecitos; manchas rojas lucen en el rostro los matacos en señal de tener novia y rojas son las cuentas de vidrio que adornan el cuello, el pecho y los brazos de las indias jóvenes.
El tren en miniatura nos volvió a la casa habitación del ingenio "La Esperanza". En medio de jardines, en poético pabellón de verano, instalaron los señores Leach una bien servida mesa. La escalinata que conduce al cenador estaba flanqueada por hermosos indostanes ataviados, desde el turbante al pie, de blanco y azul celeste. Así nos sirvieron como en lo cuentos de "Las mil y una noches", entendiéndonos por señas. ¡Felices amos con tales criados que ni inglés, ni francés, ni español comprenden!
Rosas grandes y rizosas, blancos lirios y raros helechos adornaban la mesa. Por ver las flores en sus plantas recorrí con curiosidad los jardines donde los ejemplares más raros y delicados alternan con macizos de bambúes tan altos y fornidos como los del Jardín Botánico de Río y allí, en ese feracísimo rincón de la Argentina, por buen nombre "La Esperanza", fuí objeto de calurosa manifestación por parte de lo más selecto de Jujuy.
Al regresar la ciudad traje una visión rápida de lo que tantas veces había soñado conocer. Pero, y eso era lo triste, traia una pena: la de no aprovechar mejor mi estadía en ese paraíso, visitando, por el este, hasta el Chaco y, por el norte, hasta La Quiaca, como en tentadora visión me lo hizo entrever el señor Villafañe. En estos meses de invierno no se lucha con lluvias, ni con pantanos, ni con mosquitos, ni con fiebres, ni con el fantasma del chucho.
¡Cuánto sentía dejar ese suelo tan bello, ese aire tan puro, ese sol tan fulgente, esa luz de incomparable esplendor! ¡Y qué decir de esa hospitalidad jujeña abierta franca y leal como virtud legalmente heredada de la madre España! Al otro día, al recorrer en automóvil la campiña que engarza la ciudad, decíales ¡hasta pronto! ¡Cómo pensar en no volver a admirar el panorama que desde la otra banda ofrece la ciudad y su anfiteatro de montañas arboladas, mullidas ante los ojos como sedoso terciopelo; cómo despedirse del pintoresco Río Chico ni del amenazador Río Grande, sobre el cual cruza atrevido un puente que ofrece los más seductores puntos de vista; cómo no desear recorrer a caballo toda la sierra que a la mano está, recorrerla de naciente a poniente y de sur a norte, en círculo, ascendiendo hasta dar con la meseta o transponiéndola hasta descubrir nuevas cadenas! Amo la montaña como a mi madre terrestre. De ella me seducen hasta sus rápidas y amedrentadoras tormentas, sus huracanados vientos, sus peligrosos senderos. sus grutas y puentes cavados por los ríos, sus ásperas cejas, sus recónditos valles.
Amo a su panorama, riente en Córdoba, en San Luis, en Salta, en Tucumán, en Jujuy; amo a su desnudez trágica en San Juan y Mendoza. Embriágame como vino nuevo su selvático aroma cuando, después de fuerte granizo, quéjanse las plantas martirizadas enviando, desde lejos, olor a tomillo a poleo, a menta, a hierbabuena. Todo. en la sierra, habla de harmonía, de gracia, de belleza. Una puesta de sol en los abruptos andes sanjuaninos refléjase de poniente a oriente oponiendo el rojo al rubí, el anaranjado al oro, el violeta al azul turquí; una puesta de sol en el plácido Jujuy funde harmoniosa y blancamente los tintes más suaves pasando del rosa purísimo al celeste pálido y cristalino sin aparente gradación.
¡Cómo no comprender, ante esa espléndida y virginal belleza, la verdad predicada por Rojas en la noche clásica del centenario de nuestra bandera!
"Que el culto de este pabellón no nos haga caer en idolatría, con olvido de la tierra que sus colores simbolizan. Amemos ante todo la naturaleza, y cumplamos cada uno la parte de deber que nos demande o nos imponga la vida. Aprendamos a descubrir en los paisajes natales, no sólo sus evocaciones históricas, sino también esa invocación de deberes. Busquemos en las ásperas vértebras de sus cerros o en los húmedos aluviones que envuelven como un manto su trágica osatura, el difícil trabajo de los mundos y la lentitud de las obras eternas...
Escuchemos en el rumor de la brisa que a la tarde asciende de los valles cercanos, la leyenda melancólica de los indios desaparecidos, que reflejaron los primeros en sus ojos tranquilos, el espectáculo de la montaña materna y tradujeron en los caluyos de sus quenas la honda tristeza de las razas oprimidas".