Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 9

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Llamado a Buenos Aires por el Gobierno del general Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al mismo tiempo que dictaba una cátedra de física en la Universidad. Su influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es mas viva que entre los franceses de la misma edad y que, por consiguiente, podíamos aprender con menor esfuerzo.

Era exigente, porque él mismo no se economizaba, rara vez faltó a sus clases, y muchas, como diré más adelante, tomó sobre sus hombros robustos la tarea de los demás.

Mis recuerdos vivos y claros en todo lo que al maestro querido se refiere, me lo representan con su estatura elevada, su gran corpulencia, su andar lento, un tanto descuidado, su eterno traje negro, y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso pescuezo de gladiador.

La cabeza era soberbia: grande, blanca, luminosa, de rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía, en una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de arrugas profundas y descansando como sobre dos arcadas poderosas, en las cejas tupidas que sombreaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro y de una intensidad insostenible; la nariz casi recta, pero ligeramente abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible fuerza de voluntad.

En la boca, de labios correctos había algo de sensualismo, no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba, acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.

M. Jacques era áspero, duro de carácter, de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora. "No puedo con mi temperamento", decía él mismo y más de una amargura de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano, y entre todos los profesores fue el único al que admitíamos usara hacía nosotros gestos demasiado expresivos.

Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo, y este lo tendió a lo largo, de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro "magister", que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados; para levantarnos un poco el ánimo: "¡Si no fuera Jacques!"... ¡ Pero era Jacques!