Katara/A la escuela
A LA ESCUELA
A pocos pasos de nuestra choza, se alzaba un colosal sicomoro a cuya sombra me pareció que estaría perfectamente mi escuela; y ana mañana, después de llamar, por medio de Ricardito, a los diez o doce que me parecían más indicados para que fuesen mis discípulos, sentado en mi silla con cierta solemnidad, les hablé de esta manera: —Estoy muy contento, porque me tratais como si fuese hermano vuestro y, además, porque me habeis enseñado a hablar en vuestra lengua; y quiero ahora que esto que habeis hecho, sea bueno para vosotros. Yo sé muchas cosas grandes que aprendí en la tierra que está donde nace el sol, y de la cual he venido; y como ahora puedo enseñaroslas a vosotros, porque me entendeis bien, os he llamado para preguntaros si quereis escuchar todas las mañanas, debajo de este árbol, esas cosas que yo sé.
Al oirme, todos se pusieron de pié, demostrando una alegría indescriptible, y todos, a una, gritaron: ¡Sí, sí, Katara! ¡Habla, Katara, habla!
Yo no dudaba de que el efecto de mi sencilla peroración sería bueno; pero nunca pude imaginarme que produjese en aquel mi pequeño auditorio un entusiasmo que me sería difícil describir. Durante un largo rato, las exclamaciones, los comentarios, las risas reve ladoras de un gozo verdaderamente íntimo, no me dejaron pronunciar una palabra más.
Iban a escuchar cosas grandes, como ellos decían, iban a saber lo que para ellos eransecretos, y les parecía mentira. ¡Oh, humanidad siempre la misma, ansiando nuevas verdades, buscando nuevos descubrimientos!
Cuando mis jóvenes discípulos se hubieron calmado, les dije: —Perfectamente. Katara os irá diciendo todo lo que él sabe, muy despacio, muy poco a poco, pero con una sola condición: la de que vosotros enseñareis después a todos, lo mismo a los ancianos que a los niños, aquello que vais aprendiendo.
—Enseñaremos, Katara, enseñaremos siempre— exclamaron todos.
—Pues bien confiando en que me cumplireis vuestra promesa, voy a empezar ahora mismo.
Y el auditorio se dispuso a escucharme con religioso silencio.
Para instruir con resultado a aquellas gentes, dos cosas se me aparecían como indispensables: el método y la claridad. Yo debía comenzar por lo más elemental y lo que respondiese a una mayor necesidad de aquellos hombres, a fin de ir gradual y sucesivamente llevándoles de una manera insensible, a lo menos apremiante y, a la vez, más complejo. Sólo así darían fruto mís lecciones.
Pensé, entonces, que debía comenzar por todo aquello que se refiriese a la mejor conservación y defensa de su cuerpo, haciendo derivar de ahí todo lo demás que me proponía enseñarles.
Empecé por el fuego. Como ya he dicho, ellos lo usaban; pero ignoraban por completo la manera de producirlo. De alguna vez que un rayo produjo el incendio de un bosque, o de alguna erupción volcánica, lo habían tomado, guardándolo, sin permitir que se apagase nunca, a cuyo efecto existía entre ellos una guardia del fuego », que hacía recordar el sacro fuego de los romanos, guardado por las Vestales. Cuando en un clan se apagaba, lo cual sucedía muy raramente, se iba a buscarlo al más inmediato, conduciéndole con toda clase de precauciones.
Para que se viesen libres de aquella penosa incomodidad, les enseñé a encender fuego de dos maneras: haciéndoles que frotasen fuertemente dos trozos de madera especial, uno blando, y otro duro de forma puntiaguda, convenientemente dispuesto, y chocando mi pequeña navaja, a guisa de eslabón, con un pedernal, cuyas chispas encendieron, primero, un trozo de yesca, después, unos trapos quemados, un trozo de camisa de don Miguel, que había colocado en un pequeño canuto. Del resultado de este último procedimiento, estaba yo bien seguro; no así del primero que, si tuvo éxito, fué debido a la increíble resistencia de inis aprendices, cuyo asombro, al verse dueños y señores del precioso elemento, pareció no tener límites.
Conseguido esto, que era un verdadero triunfo, les enseñé la fabricación del adobe y del ladrillo, demostrándoles cómo con esos materiales, lo mismo que con piedras, asentados en barro, podía hacerse una habitación mucho más cómoda y más sana que una choza o una cueva.
Cuando les dije que allí terminaba mi priinera explicación para continuar al día siguiente, no querían retirarse, suplicándome que siguiese enseñándoles aquellas cosas que yo sabía Aquel mismo día, por la tarde, fuerou muchos los que vinieron a verme diciéndome, Ilenos de alegría, que ya sabían como tendrían siempre fuego y de qué manera podía hacerse una casa. Ello me demostraba que mis discípulos, asombrados de lo que habían aprendido, empezaban a llenar su misión, cumpliendo su palabra.
Al día siguiente, mucho antes de la hora fijada, fueron a buscarme todos mis discípulos, a quienes acompañaban no menos de otrostantos, los cuales me rogaron, les permitiese escucharme, a lo que accedí con la mayor complacencia.
Como abundasen allí el algodón y las plantas textiles, dediqué la mañana a enseñarles a hilar, y tejer, cosa que ignoraban en absoluto y que aprendieron con mucha facilidad. También les enseñé cómo se fabrica una red, con la cual podrían extraer del mar peces en abundancia.
La enseñanza de la pesca me llevó, como de la mano, a la de la caza, ya que sabían cómo se hacía una cuerda; y en un momento, con la rama de un árbol, flexible y resistente, les hice una flecha, que no se cansaron de admirar, parcciéndoles un artefacto milagroso; y antes de que terminase aquel día, más de la mitad de los hombres del poblado, en medio de la mayor algazara, andaban provistos de sus flechas, ensayando su puntería en los árboles, en los perros, y hasta en sus mujeres, pues, por la pésima construcción de aquellas, resultaban sus disparos poco menos que inofensivos.
Al comenzar mi tercera explicación, hallábanse casi todos los hombres del clan, y hasta algunas mujeres, a la sombra del sicomoro, lo cual no me extrañó; pero, en cambio, me llenó de sorpresa el ver que llegaban, ansiosos de escucharme, bastantes indígenas de otros poblados, noticiosos, por lo visto, de que allí había un hombre que decía cosas muy grandes. Protestaron enérgicamente mis discípulos de aquella verdadera intrusión, que juzgaban inconveniente, pues Katara era de ellos, y nada más que de ellos; pero yo les convencí de que nada perdían por que otros me escu chasen, que mi voz alcanzaría para cuantos quisiesen oirme, y les rogué, finalmente, que no insistiesen en su protesta, por cuanto me era grata a mí la venida de aquellos hombres.
Dueños mis discípulos del fuego, y siendo la isla, por su formación volcánica, abundantísima en minerales, les enseñé aquella misma mañana y en las dos siguientes, la manera de fundir el metal; les expliqué de qué modo, con el metal, podrían proveerse de herramientas, como palas, picos, hachas, sierras, cuchillos, etc., etc., y supieron con asombro, cómo el trabajo del hombre resulta menos penoso llevando las cosas pesadas sobre dos ruedas, es decir, por medio de un carro, que lo mismo podía ser tirado por hombres, que por llamas o vicuñas. Para los ensayos, sirviéronme grandemente las planchas de hierro, clavos, tornillos y demás, que traían adheridos algu nos de los tablones, restos del naufragio del Navia, y que yo había mantenido intactos desde nuestro arribo a la isla. Les expliqué lo que era aquella cosa tan dura; les dije cómo y con qué clase de piedras podía hacerse; y para que viesen que, a pesar de su dureza, se le podía dar cualquier forma, puse un largo tornillo al rojo, aplastándolo después, y doblándolo con toda facilidad.
Conocedores ya del secreto de la fabricación de la sierra, del hacha y demás herramientas, les enseñé la manera de fabricar una canoa, cortando un árbol corpulento con un hacha o por medio del fuego, y socavando su tronco a todo lo largo, menos en los extremos, de lo cual se dieron cuenta en el acto, comprendiendo que así les serviría para pescar, como para viajar por las costas de la isla y aun para ir muy lejos; y agregué que si deseaban una embarcación más perfecta y del tamaño que quisieran, tenían el modelo en la lancha que estaba anclada en la costa, muy fácil de construir contando para ello, como se contaba, con excelente madera, una vez que tuviésemos las herramientas necesarias.
Oyeron, estupefactos, las reglas que les dí para la construcción de vasijas de barro; y cuando vieron que con un poco de arcilla, un disco de piedra giratorio y el fuego necesario para la cocción de la pieza elaborada, pues yo acompañaba siempre que podía las experiencias a las explicaciones, — tenían macetas, tazas, platos y hasta pucheros con sus asas, tan alegres se pusieron, que hubo momentos en que creí que se habían vuelto locos. Más que hombres, satisfechos de poseer objetos útiles y que encontraban bellísimos, parecían criaturas enajenadas de gozo al ver llegar a su papá cargado de juguetes.
Les enseñé, después, cómo se curtían las pieles, e infinitos detalles que eran consecuencia de lo que ya sabían, y les dije que no habría más explicaciones en tres días, a fin de que los aprovechasen para hacer experiencias y ensayos sobre todo ello.
En ese tiempo, con mi dirección y la de Ricardito, que me resultó un aprovechado ayudante, se hizo un horno para los trabajos de cerámica; se empezó a construir una casita de adobes; se hizo una red, un telar y un carrito, todo ello sumamente tosco, pues lo único que yo buscaba era enterarles de que esas cosas existían y eran útiles; que el hacerlas con mayor o menor perfección, eso sería la obra de la necesidad y del tiempo.