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Katara/Una lección... y una nube

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Una lección... y una nube
XIX

UNA LECCIÓN

... Y UNA NUBE Iban considerándose mis queridos discípulos con las lecciones recibidas, aunque no muchas, bien aprovechadas, unos verdaderos sabios; y hay que reconocer que lo eran, si se comparaban sus adelantos con el poco menos que increíble estado de ignorancia en que antes vivían.

Para que pudiesen descansar de la enorme fatiga mental que seguramente debía haberles producido el aprendizaje de la lectura, la escritura y la numeración, les dí una semana entera de asueto; pero ni ellos, ni muchos de los iniciados por ellos en mis explicaciones, o que habían conseguido oirme, quisieron de—jar de aprovechar aquellos días para ir perfeccionándose en lo que habían aprendido.

Por de pronto, terminaron la casita de adobes, que pudo techarse muy bien, gracias a unos tirantes hechos con los tablones que habíamos recogido del naufragio y a unos grandes juncos que había en la laguna próxima.

No se le puso puertas ni ventanas, porque era imposible pensar en ello mientras careciésemos de las herramientas necesarias; pero les dije cómo debían hacerse. Se construyó an horno para la cocción de ladrillos, en cuya fabricación resultaron consumados maestros; y con los hierros de los tablones del barco, se hizo una hachita, un cuchillo, una especie de escoplo, unas tenazas, un martillo y una buena cantidad de clavos.

Tambien se hizo, durante aquellas vacaciones, una segunda red de regular tamaño, que se suspendía en el agua con trozos de madera muy liviana, a falta de corcho, pues no se conocía allí el alcornoque. Por cierto que, apenas concluída, fuimos a ensayarla en un remanso, a orillas del mar, y fué tan grande la cantidad de peces que sacamos en poco tiempo, que hubo precisión de dejar allí la mayor parte.

Pero, había que condimentar aquel pescado, así como los animales que cazaban, las aves y los huevos, y ellos los asaban haciendo un hoyo en el suelo, en cuyo fondo ponían piedras candentes, sobre las que colocaban sus viandas, las cuales cubrían con hojas verdes y tierra; y yo les enseñé prácticamente algunas reglas elementales de arte culinario, ya que teníamos cacerolas, platos y otros enseres.

Confieso que, por falta de afición, apenas entendía yo una palabra del asunto, pues no recordaba haber entrado jamás en una cocina para prepararme ninguna clase de alimento; pero a partir de aquellos días, aprendí yo muy bien, para poder enseñarlo, cómo se fríe un par de huevos o se aliña una ensalada. Mis indicaciones a este respecto, fueron recogidas en el acto; y hasta me pareció que, de cuanto les llevaba explicado, nada encontraron que les dejase más satisfechos.

Al día siguiente, señalado por mí para continuar las lecciones a la sombra del sicomoro, les dí una sencilla sobre higiene y medicina casera. Parecíame que, una vez dueños de casa por el adobe y el ladrillo, de vestido, por el telar, de víveres, por la caza y por la pesca, y del arte de cocinarlos, nada podía enseñarles que les fuese más útil. Les hablé del uso de los emolientes, las purgas y los sudoríficos, y les recomendé la dieta como el mejor de todos los remedios, pues había observado que una gran parte de los hombres, yo entre ellos, se curaban de no pocas de sus enfermedades, con sólo abstenerse de comer, o alimentarse moderadamente; y les aseguré que el monstruo que hacía mayor número de víctimas, era la gula, la cual consistía en ingerir en el estómago mayor cantidad de comida que la necesaria.

Les dije que para que conservasen el cuerpo ágil y fuerte, era conveniente que hiciesen ejercicio moderado, dando largos pascos, trabajando en las artes que ya conocían, y entregándose a juegos que me proponía enseñarles; y pues, como ya he dicho, gustaban mucho del baño, les aconsejé que siguiesen con aquella buena costumbre, pero empleando siempre la natación, por ser el mejor de los ejercicios desde que entraban en él, simultáneamente con la respiración, la distensión del tórax, de los brazos y de las piernas.

Les recomendé que mantuviesen limpia la cabeza, cuya suciedad no podía ser más repugnante en alguno de ellos. Prometíles que, más adelante, les diría, cómo, con grasa y otras substancias, se fabricaba una pasta que les serviría con la ayuda del agua, para mantener no solamente aseada la cabeza, sino todo el cuerpo; y a renglón seguido, porque me pareció que no debía demorarlo un minuto más, les dije lo que era un peine, y cómo se hacía, para que pudiesen verse libres de la miseria cutánea que constituía la mayor de sus incomodidades.

= Como además de mis discípulos y muchos compañeros suyos, solían escuchar mis explicaciones no pocas mujeres Kora, no perdió ninguna fueron ellas las que se mostraron más agradablemente sorprendidas por la revelación del peine y la promesa del jabón, presintiendo seguramente que habían de servirles para embellecerse; y entre todas, una jovencita llamada Heki, como de quince años, cuya belleza era proverbial en el poblado, que se sentaba siempre cerca de mí, y me miraba muy expresivamente, se entusiasmó de tal modo que, sin poder contenerse, me preguntó por qué no le daba en seguida aquellas cosas que eran las mejores de todas las que había explicado; y como Katara era tan bueno, no podía negárselas. Mientras yo contestaba cariñosamente a la muchacha, diciéndole que ya se las daría, que tuviese un poco de paciencia, miré hacia Kora, y la noté hecha una furia.

Las insistentes miradas de Heki la habían puesto seguramente celosa; y aquel ruego que acababa de dirigirme, unido a mi afectuosa respuesta, debían haber colmado su paciencia.

Lo cierto fué que, apenas terminé mi explicación, lo cual hice enseguida, Kora se fué sobre Ileki, hecha una fiera y ambas empezaron a luchar furiosamente, agarrándose del cabello y arañándose. Yo me puse entre ellas, lo mismo que algún otro de los presentes, y a duras penas conseguimos separarlas. Kora insultó despiadadamente a la muchacha, jurando que había de morir a sus manos, y confieso que me asombró la altivez con que esta respondió a las amenazas y los insultos de que era objeto. Dijo a Kora que estaba muerta de envidia, porque no era tan joven ni tan hermosa como ella, y que se encontrarían cuando nadie pudiese separarlas.

Con esto, el buen dómine de la selva, se ha+ llaba en vísperas de otro conflicto que acaso podía ir lejos, porque el padre de Heki tenía fama de valiente, y en cuanto al de Kora, ya sabemos que no se asustaba ante nada, ni ante nadie; pero, por fortuna para mí, viniese lo que viniese, nada había en el caso que pudiera comprometerme.

Llevé a Kora a un lado y le hice toda clase de cariñosas protestas, realmente sinceras, que facilmente me creyó, con lo cual se tranquilizó algo; pero me libré muy mucho, naturalmente, de decirle que la joven Heki, aunque nada tuviese yo con ella todavía, me gustaba también muchísimo.