Katara/Uno menos
UNO MENOS
Apenas se retiró Aka—kúa, se me acercó don Miguel, que había presenciado aquella animada conversación desde alguna distancia, y se apresuró a preguntarme: —¿Qué te dijo, (me tuteaba desde mi niñez), nuestro amigo Aka—kúa?
—Pues algo muy interesante. Por de pronto, que ese mi proyecto, que usted conoce, de irnos a vivir a otra parte de la isla, es de todo punto irrealizable. Todos estos isleños, y el primero él, se opondrían. Además, aun en el caso de que nos fuésemos, Kora me seguiría, con lo cual, mi situación sería infinitamente peor que ahora, por cuanto To—hú contaría con mayores facilidades para su venganza. Pero, en cambio, me dejó convencido de que ese hombre corre de su cuenta, lo cual no deja de tranquilizarme mucho, teniendo como tiene una fuerza hercúlea.
—No sabes, ― me dijo — con cuánta alegría te escucho. Yo vengo sufriendo lo indecible al verte expuesto, a cada momento, a Katara ser víctima de la ferocidad de ese bruto. ¡Qué tierra, querido amigo, qué tierra infame es esta! Si al emprender mi viaje con lord Wilson, me hubiesen jurado que había de llegar a un país, aunque fuese de hotentotes, en que no habría para la vida otra justicia ni otra garantía que los puños, yo diría que era una ridícula invención. ¡Que bárbaros, Dios mío, que bárbaros son estos hombres!
—Paciencia, don Miguel, paciencia. Hay que pensar que su barbarie tiene también sus ventajas, por cuanto están conformes con su suerte. Además, el único bárbaro aquí, es un hombre solo, en quien se han despertado furiosamente los instintos de una bestia. Todos los demás, son buenos con nosotros.
—Serán, — me contestó todo lo que tú quieras pero, de mí, te digo que ya no puedo más. Esta vida salvaje y esta tristeza de todos los momentos, recordando a mi pobre mujer y a mis queridos hijos, me están matando; y te juro que me siento morir. Por eso me alegra tanto la tranquilidad que para tí representa el auxilio del padre de Kora.
Don Miguel!. exclamé — ¿Por qué se ha de morir Vd? Esas son aprensiones hijas de su ánimo, temiendo que no podrá ya nunca abrazar a los suyos. Deséchelas Vd. Hemos de volver a nuestra tierra, y tal vez pronto. Volverá usted, no lo dude, a su querida casa de Ortiguera, tendrá Vd. un nuevo bergantín, tan gallardo y tan velero como el que ha perdido, y luciráu todavía para Vd. muchos días felices, tan felices como se los merece.
—No, mi buen amigo, ― me dijo moviendo tristemente la cabeza, ― no es así, por mi desgracia. Desde hace cerca de un mes, me vengo sintiendo muy mal, y nada he querido decirte, viendo lo difícil de tu situación, por no atribularte más todavía; y desde ayer, me he empeorado muchísimo. Ahora que veo puedes contar con la ayuda leal de Aka—kúa, no tengo reparo en decirte que acaso no debas ya contar conmigo, porque me parece que me muero.
Al oirle hablar de aquella manera, con el acento de un convencido, me fijé en su fisonomía, y observé que, efectivamente, había en ella algo de cadavérico. Don Miguel, aquel valiente y animoso don Miguel, me parecía otro. Yo le había notado inapetente durante una pequeña temporada, pero no atribuí al hecho mayor importancia, creyendo que se trataba de alguna pequeña indisposición. Le pedí que me mostrase la lengua, y la tenía horrible. Le toqué después la frente y las manos, tomándole enseguida el pulso y me convencí de que no eran del todo infundados sus presentimientos: tenía una alta fiebre.
Le preparé enseguida un purgante, con una especie de tártago, que abundaba en la isla, le hice acostarse, cubriéndole con las pocas ropas de que disponíamos, y esperé con verdadera ansiedad al día siguiente; pero todo había sido inútil. Por momentos, se veía que el enfermo iba de mal en peor.
En aquel triste cuadro, hubo una nota que bien podía calificarse de cómica: la intervención del médico—sacerdote del clan, el cual corrió al lado de don Miguel apenas supo que estaba enfermo. Hizo sus conjuros, dirigió súplicas, canturriando, al espíritu bueno y al espíritu malo, le colocó en la frente una gran hoja verde, y le puso ambas manos, primero, sobre el pecho, y después, en las mejillas.
No podía ser el tratamiento más inocente, ni más primitivo; pero cuando, en presencia del mismo enfermo, que no nos entendía, le hice alguna pregunta acerca de su diagnóstico y su pronóstico, pude percatarme de que aquel infeliz sabía darse cuenta de qué cosa era una enfermedad, aun cuando no supiese curarla. Según él, don Miguel estaba atacado de una fiebre maligna, que era la enfermedad más temible y, a la vez, más común en la isla; agregando, a renglón seguido, que como los atacados de esa enfermedad se morían casi todos, lo casi seguro era que don Miguel se muriese antes de ocho días.
Desgraciadamente, así fué. Cuando el buen capitán comprendió que se acercaba su último momento, me hizo señas para que meacercase, y con voz apenas perceptible, mé dijo: —Me muero. Vive tú... Por Dios, cuidame a Ricardo... Si vuelves a España... mi mujer... mis hijos... que les bendigo...
Fueron sus últimas palabras; y media hora después, era cadáver.
Fué aquella pérdida, por lo mucho que yo apreciaba a don Miguel y por la espantosa soledad en que me hallaba, un rudo golpe para mí; y en cuanto al pobre Ricardo, lloró desesperadamente la muerte del autor de sus días, consolándole yo todo lo mejor que pude.
Todos aquellos indígenas fueron a ver el cadáver, como meros curiosos, no porque el hecho pareciese causarles la menor pesadumbre. Como ya en otras ocasiones había podido observar, miraban la muerte como cosa que no tuviese la menor importancia y no se entregaban, ante ella, a los extremos de intenso dolor que tan corrientes y tan naturales son entre nosotros. No me cabía la menor duda de que el padre debía sentir la pérdida del hijo, como el hombre la de la mujer amada, porque la naturaleza es siempre la misma en todas partes; pero, al menos, tenían la fortaleza de resignarse ante su desgracia al extremo de no demostrar su pena, no por ficción o disimulo ciertamente, sino porque quien sabe si no encontrarían ridíen lo que rebelarse contra aquello que, como dicen los mahometanos, «estaba escrito».
Fué tan sencillo como curioso el entierro de aquel mi inolvidable paisano y amigo. Colocamos su cuerpo entre unas tablas de las traídas de la costa, cuando el naufragio; pusimos una pizarra en la cabecera y otra en los piés; atamos todo ello, a falta de clavos y de martillo, ceu algunas cuerdas que teníamos, y así improvisamos el único cajón allí posible, que los isleños miraron asombrados, porque seguramente no habían visto nunca enterrar a nadie de aquella manera. Hecho esto, entre Ricardito, el padre de Kora, otros cuatro isleños y yo, sin más acompañamiento, con dujimos el cadáver en una parihuela a una regular distancia del poblado y lo depositamos en una fosa que, con un poco de trabajo, pudimos abrir al pié de un corpulento guayabo, en cuyo tronco inscribí, con el cortaplumas que había sido de lord Wilson, estas palabras: