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Lágrimas: 13

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Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XII

Capítulo XII

OCTUBRE, 1846.

En este tiempo aparece D. Roque la Piedra, subido de categoría, como hemos visto, pues de bello y excelente sujeto, a llegado a bellísimo y excelentísimo sujeto, según la nomenclatura de los modernos sinónimos; lo que quiere decir que ha llegado y pasado de millonario, siguiendo al revés de los ríos un curso ascendente.

Como es probable que no conozcas al millonario moderno, querido lector de las Batuecas, porque el millonario moderno no se da en los aires puros que tú allá disfrutas, tendremos que hacerte su fisiología.

Pero distingamos: no tratamos del millonario que por medios honoríficos, ayudado de su buena cabeza, por su trabajo y por la fortuna, que favorece al que se le antoja, bueno o malo, al buen tuntún, ha llegado a serlo. Lejos está de nosotros semejante propósito; condenar a un millonario por solo serlo, y confundirlo con el tipo que vamos a delinear, sería faltar a la verdad, a la justicia, a la equidad, y dar margen a que pensaras tú que mueve nuestra pluma la envidia. No, no, jamás hemos envidiado sino a ti, querido y simpático lector de las Batuecas. Habrás podido notar, puesto que según se nos asegura, la imparcialidad que ha desaparecido de por acá, se ha ido a tu país; habrás conocido decimos, que no abrigamos malevolencia, y que aun las cosas que nos son antipáticas las tratamos sin hiel, a pesar que este condimento está a la orden del día para la confección de los escritos, como lo está para la confección de los guisados de nuestras cocineras el detestable azafrán, sucediéndoles a los que escriben como a las que guisan, que sin lograr al servirse de su condimento poner los escritos ni los guisados bonitos, les dan un repugnante paladar. En una sola cosa no transigimos y es en las cosas de religión, puesto que la eterna verdad dijo: el que no está conmigo está contra mí; admirable y concisa regla como todas las que salieron de aquellos divinos labios, pulverizando en su sentido la tolerancia en punto a cosas de Dios, y en su concisión todas las fraseologías. Adquiriremos con esto el epíteto de fanático; a mucha honra lo tenemos. El que echó ese epíteto como baldón a los católicos, es mal intencionado o ignorante. Es lo primero, si sabe el sentido de la voz y sabiéndolo lo aplica; y es ignorante si lo dice sin conocer el sentido de la voz que el diccionario define así:

Fanático: el que defiendo con tenacidad y furor opiniones erradas en materia de religión.

No siendo erradas las opiniones ni defendidas con furor, no es aplicable la palabra fanatismo al católico ferviente. Lo que a la palabra fanático se puede aplicar a la de superstición de la que dice Balzac: se sabe que en el lenguaje de los liberales se llama superstición toda religión, es decir, toda creencia en un poder y de una ley superior.

Necesaria era esta digresión para que más de cuatro neutrales a quien las voces fanatismo y superstición erizan los cabellos, y que no se toman el trabajo de desentrañar ni su sentido ni su aplicación, supiesen lo uno y lo otro. El medio era, puesto que los neutrales no leen buenos libros religiosos, hacer aparecer esta verdad en una novela a imitación de las floristas de París, que, al hacer un ramo de flores contrahechas, ponen con un brillante una gota de rocío del cielo sobre una rosa de poco valor.

Cerremos este paréntesis, tamaño como el cuarto creciente y el cuarto menguante de la luna. No vamos, pues, a pintar los millonarios respetables y honrados, los que hacen un digno uso de sus caudales, como conocemos y veneramos a muchos, a la par que los pobres los bendicen y el público los aplaude. Dejamos a la envidia, que nada puede ver sobresalir, sacudir sus palos de ciego. Apreciamos a todo aquel a quien la suerte favoreció, sin haber tenido que obtener sus favores por infamias. Dios nos libre de echar anatema sobre el que hace suerte: eso sería tan malévolo como injusto y ridículo.

El tipo que vamos a delinear, es aquel que, salido del polvo de malos lugares, sin educación, sin principios, sin conciencia, sin honor y hasta sin vergüenza (este último lazo por el que pertenece un hombre a la sociedad), sin más Dios que la codicia, ni más ambición que la de atesorar, dando de barato su buen nombre, la dignidad, la opinión ajena, sin reparar en medios, llega al apogeo de la riqueza por caminos bajos, ilícitos y criminales. Este ente, odioso que amalgama admirablemente los vicios de ambas clases, los del pobre y los del rico, es una plaga que sale de la zupia de las revoluciones, o bien de la confusión de ideas y de delitos de las guerras civiles, o bien del caos de los desórdenes, o de los misterios de la impunidad vagabunda en todos países, y que se alza con frente impávida al desprecio, guarecido contra la reprobación con su escudo de oro.

El millonario de este jaez, por lo regular es feo: pero por lo regular también se le da un bledo de serlo; comprende la idolatría del becerro de oro, pero no concibe la de Narciso.

El millonario padece (además de otros achaques) unas calenturas intermitentes contra las cuales nada puede la quinina. Cuando le entra el acceso de calor, se desemboza, se estira, bufa, hace sonar el dinero en el bolsillo, y está pronto a pagar seis maravedís a un muchacho para que le escriba con tiza en la espalda: este señor tiene un millón de duros. Poco después le entra la reacción, el frío: se encoje, se echa a temblar al ruido que él mismo ha metido, se arropa y pone a llorar miserias, dando diente con diente y pronosticando a su mujer e hijos que pedirán limosna. Da un día un festín de Heliogábalo: al día siguiente toma él mismo la cuenta de la plaza, suprimiendo cuanto no sea el cocido, como lujo superfluo.

El millonario se ofende de que le digan rico y se indigna de que le crean pobre; quiere gozar de un crédito ilimitado, y quiere pasar por no tener un cuarto, como la vieja que quería sacar a la lotería sin haber puesto.

El millonario está revestido de negativas como el erizo de púas; cree el no su derecho y propiedad exclusiva: el no es inherente a sus labios como el cigarro habano. El no, al revés del peso duro, le parece objeto de exportación y no de introducción; género ilícito contra el cual no hay aranceles que valgan. Así el que se atreve a dar un no a un millonario comete un delito de leso-millón.

El millonario goza rara vez de su millón: pero como el virtuoso goza con la conciencia de serlo, el millonario goza a su ejemplo con la conciencia de serlo.

Para este millonario los mandamientos se encierran en dos: tomar y no dar.

El millonario tiene un problema que nunca acaba de resolver, y es a cual ha de despreciar más: si a un artista o a un noble, a un poeta o a un militar, a un deudor o a un facineroso, y entre las acciones de Judas, si la de vender a su Señor, o la de tirar después el dinero.

El millonario no comprende la dignidad del hombre, pero sí mucho la del dinero.

El millonario no se incomoda ni sale de su paso ni por la madre que lo parió, pero no quedará en zagas de Diógenes para decirle a un Alejandro que se le quite de delante.

El millonario ha oído hablar de generosidad, y la cree de buena fe vicio de pobre.

El millonario considera el orgullo inherente al dinero como su sonido metálico.

El millonario tiene dos ideales a los que compondría versos si supiese, y son su yo; y las letras de Rothschild.

Concluiremos este bosquejo con una última pincelada: para el millonario de este jaez hizo la Roche-Foucauld aquella inconcebible y atroz máxima que hay en nosotros algo, que goza en las desgracias ajenas... pues el millonario goza en la ruina de otros.

Ahora, pues, que hemos colocado a D. Roque en su nueva luz, prosigamos nuestro relato:

Todas las nubes del otoño estaban reasumidas en la feísima cara de D. Jeremías Tembleque, que, sentado delante de su mesa paticoja, frente a su tintero de peltre, sumaba, restaba, multiplicaba, y cada número añadía una arruga más a su frente.

Llamaron a la puerta:

-Bonifacio, Bonifacio, -gritó el amo de la casa a su negro-, no abras sin saber antes a quién.

-Es D. Roque, -mi amo-, respondió el negro.

Efectivamente, subía el millonario aquella escalera entapizada de lamparones de aceite, y combatía con el humo de su puro aquel ambiente que no lo era.

-Perdido estoy, compadre, -exclamó D. Jeremías al verlo entrar-, y si Vd. no me saca de este apuro, de este conflicto, no sé que será de mí.

-¡Vd. apuros! -repuso D. Roque-, ¡por vía de los gatos! ¡Vd. que no ha tocado sus réditos caídos en el banco de Francia desde diez años! Pero sea el que fuere su apuro de Vd., yo no puedo sacar a nadie de apuros, porque en estos tiempos cada cual tiene que rascarse con sus propias uñas. ¿Qué hay, pues, compadre Angustias?

D. Jeremías se levantó y fue a cerrar la puerta asegurándose de que no podría oírle su negro; hizo sentar a D. Roque en su sofá de hojas de maíz, se sentó a su lado, y dejando al vegetal el tiempo suficiente para acallar sus murmullos, que a medida que había envejecido se habían hecho más ásperos y chillones, dijo acercándose al oído de su compadre.

-He recibido los sesenta mil duros que me quedaban por allá y que me han quitado sesenta mil noches de sueño.

-¡Droga! Compadre, ¿y este es el apuro?

-¡No, no es ese, sino que en primer lugar el cambio me cuesta un sentido, y lo otro, compadre!.., ¡Que no sé que hacer con ellos!

-Póngalos Vd. en el banco.

-¡Un demonio! ¡Colgar todo a un clavo! No, no, eso no; no tengo la manía de los bancos como Vd. ¡Quien tiene la experiencia de Nueva-York!... ¡¡¡Ya, ya sé lo que es!!!

Al decir esto hizo D. Jeremías un movimiento tan brusco y trágico, que las hojas de maíz se pusieron a murmurar en coro de la poca consideración con que se les trataba.

-Pero en el banco de Francia no le ha ido a Vd. tan mal, compadre, -dijo D, Roque-; los fondos han subido, el crédito y riqueza de la Francia crece por días.

-Amigo, lo que no sucede en diez años, sucede en un día; no quiero más bancos, y se acabó la fiesta. Compadre, ya sé que es Vd. un hijo de la dicha y que apalea el dinero; así solo en Vd. tengo confianza, tome Vd. ese dinero.

-¡Yo! ¿Pues si no sé que hacer con el mío?

-Compadre, se lo doy a Vd. sin ejemplar, sin hipotecas.

-No lo quiero, no tomo dinero.

-Compadre, a miserables ocho por ciento.

-Ni que Vd. lo piense.

-Compadre, al seis.

-No puede ser.

-Compadre, al cinco y medio.

-Que no.

-Compadre, al cinco.

-Ni de balde.

-Al cinco, compadre, eso es sacar a la lotería.

-¿Hablo griego, mi amigo? ¿No le digo a Vd. que no, no, y no? ¿Cómo quiere Vd. que se lo diga, cantado, llorado o rezado? ¡Droga!

-¡Compadre, Vd. quiere mi ruina! -exclamó indignado D. Jeremías, que por una de esas manías o agüeros de los avaros, sólo en las manos de su afortunado compadre consideraba su dinero seguro-. Yo, que pensaba dejar a su hija de Vd. en mi testamento seis onzas; ¡ni un cuarto le dejaré! -añadió con arrogancia, dejándose caer con el orgullo y aire de taco de una venganza satisfecha sobre uno de los cojines de los lados del sofá.

Un coro subterráneo parecido al de los malignos espíritus en la ópera de Roberto el Diablo sonó en las profundidades del mencionado cojín. D. Jeremías ya exaltado y dispuesto al despotismo, dio sobre él un vigoroso puñetazo; las hojas callaron, como obedeciendo al gran mal espíritu de su amo.

D. Roque soltó una carcajada con toda la impertinencia y sonido agrio metálico de los millones.

-¿Para qué necesita mi hija, -dijo-, la gran miseria de las seis onzas de Vd.? Cuatro veces más he gastado yo ahora poco en Madrid en obsequiar a las señoras de un amigo mío.

-Cuando Vd. lo hizo cuenta le tendría; vamos, vamos, compadre, no escupa Vd. tanto por el colmillo que nos conocemos de atrás: Vd. toma mis sesenta mil duros, o perdemos las amistades; y puede Vd. ir buscando otro para encargarle aquí de sus trapisondas, y servirle de testaferro.

-Vamos, vamos, -dijo D. Roque que alarmó más esta amenaza de D. Jeremías, que no la de desheredar a su hija-; vamos, no se amostace Vd. que se va Vd. haciendo más gruñón que su sofá.

-Pues tome Vd. mis sesenta mil duros, con sesenta mil demonios encima.

-Veremos.

-Nada de veremos, que eso dijo el ciego y nunca vio. Las letras van a cumplir y no tengo donde meter el dinero. No tengo caja de hierro, añadió angustiándose a medida que iba hablando, abriendo los ojos y arqueando las cejas progresivamente, y echándose a temblar de tal suerte, que las hojas de maíz se echaron a reír ruidosamente. Vivo solo, solo con ese animal que podría robarme, asesinarme; la casa no es segura, el barrio es malo, los vecinos me quieren mal, las paredes tienen oídos, los ladrones son osados. ¡Oh, oh! ¡Yo tener dinero en casa! No, no, no.

-Bien, bien, -dijo D. Roque, a quien el estado casi convulso de su amigo no dio lástima, pero que reflexionó, sería para él el tomar ese dinero un excelente negocio-: vamos, vengan esas letras, las tomaré para hacer a Vd. ese favor, e impedirle que se muera de miedo: pero compadre, Roque la Piedra no toma dinero a más de un cuatro, es contra su crédito.

D. Jeremías dando saltos en su sofá puso los gritos en el cielo y con él las hojas de maíz, pero no hubo tu tía; después del sí, volviose a entronizar y a enseñorear el no en los labios del millonario, con un nuevo cigarro habano que encendió en la elegante copilla de Medina que con sus diez abriles, contradecía el común adagio de frágil como barro. En una hora que tuvieron los dos compadres de discusión a dúo de bajo y contrabajo coreado por las hojas de maíz, no se adelantó nada, nada; ni más ni menos que en una sesión de... cualesquier cosa. Ni un cuartillo subió don Roque de sus 4 por 100, por más que plagueó don Jeremías y gimieron las hojas de maíz. Pero la antipatía a los bancos, el pánico a negocios, el horror a fincar, el frenesí que le entraba solo con la idea de meter el dinero en su casa, la supersticiosa fe en la estrella de su compadre obligaron a D. Jeremías, llorando y murmurando en compañía de su sofá a poner su dinero en manos de D. Roque.

Don Roque, al tomar el dinero de su compadre, había echado sus cuentas como lo veremos.

Había seguido este señor visitando con mucha frecuencia la casa de la Marquesa, en la que era perfectamente recibido, pues esta, como mujer de mundo, sabía disimular todo el alejamiento que le inspiraba ese hombre soez y vulgar.

Algunos días antes, había tenido una entrevista particular, en la que se había arreglado el asunto que D. Domingo Osorio había indicado a su amiga para salir de apuros. Pero ni la hermosura, ni la amabilidad, ni la situación apurada de aquella honrada y noble mujer, ni aun las grandes seguridades que le daba el buen caudal de Reina, bastaron para haber hecho perder de vista a D. Roque por un momento su codicia, ni para hacerle ceder un ápice de sus exigencias. Ni el talento, ni la gracia de la Marquesa, pudieron impedir se hiciese el arreglo sobre unas bases muy perjudiciales para ella. Pero al hallarse entre el embargo y las condiciones que le puso D. Roque, tuvo que escoger la menos cruel de estas alternativas, esto es, la que, defraudando sus intereses, al menos no lastimaba su decoro. D. Roque dio a la Marquesa treinta mil duros al moderado precio de diez por ciento por hacerla favor. Pero, para eso, no siendo posible al buen padre comprometer los intereses de su hija, la Marquesa como tutora y curadora de la suya, tuvo que hipotecarla un cortijo que valía ochenta mil. Exigió además el prestamista que, para hipotecarlo, constase dicho cortijo en la parte libre del mayorazgo, para lo cual se tuvo que hacer la partición del caudal, gasto inútil no habiendo más heredera que Reina, gasto que tuvo que sufragar la Marquesa. Ítem más: quedo hipotecada y embargada la renta de dicho cortijo para el pago de los premios del dinero. Este era el gran favor que dispensando protección, había hecho D. Roque la Piedra a la Marquesa de Alocaz. Para completar la satisfacción de este señor, dejaba en Sevilla a su hija, que quería poco, alejándola de Cádiz, en donde siendo conocida su riqueza y el especular cosa más corriente que tierra adentro, no dejarían de presentarse pretendientes a ella.

Es de advertir que el casamiento de su hija era la nube negra de aquel brillante horizonte; porque Lágrimas no solo había heredado de su madre los cien mil duros que llevó en dote, sino otros cien mil que le tocaban de los gananciales hechos durante la vida de aquella, en compañía de su suegro; de todo esto llevaba este último estrecha cuenta en favor de su nieta. Aunque D. Roque había llegado a ser más que millonario, doscientos mil duros son un bocado gordo aun para un millonario, cuanto más para aquel que mira con profundo respeto dos pesetas, considerándolas como la primera piedra (como él decía), sobre la que se labra un caudal de un millón. Como al casar a Lágrimas tenía que entregarlos, era el casamiento de esta la pesadilla que solía turbar sus dorados sueños.