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Lágrimas: 30

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Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

OCTUBRE, 1848.

Mientras D. Roque hacía su viaje, y llevaba adelante sus planes, con poco éxito como hemos visto; mientras Reina y Genaro se entregaban a su pasión, ella ciega con las dos cegueras de la confianza y de la obstinación, él alerta y exigente como la desconfianza; mientras la Marquesa cansada y abatida por sus agitaciones, buscaba tranquilidad sacrificando sus intereses materiales y sus planes de engrandecimiento y lustre de familia al bienestar y deseos de su hija, Lágrimas sola, padeciendo, sin comunicación con las personas que amaba, puesto que Reina no había contestado a la larga carta que a ratos le había ido escribiendo, decaía por días; mas nunca se quejaba y siempre se la hallaba suave y callada como la flor que se aja, inclina su cabeza y muere, regada por las amargas aguas de la mar, sin perder su fragancia.

Entretanto sus padres se esforzaban en vano en convencer a Tiburcio que se pusiese a la cabeza de la fábrica que establecía D. Roque en el convento. Tiburcio se negaba con obstinación, repitiendo por todo argumento que no había nacido para fabricante, y pronunciando la palabra fabricante con desprecio tal, que ni puede describirse ni imitarse; esa palabra que indica una clase de hombres tan estimada y bien acogida en todas partes, tan honrada con el aprecio público, la consideración de los gobiernos, y el respeto de tantos pobres a quienes dan el pan: hombres que son las grandes arterias del cuerpo social, que distribuyen la sangre a los vasos y cuyo dominio y círculo de acción, cuando cae en justas y benéficas manos, recuerda algo, en este siglo egoísta y vertiginoso de independencia, el paternal predominio de los patriarcas en sus tribus.

No pudiendo de manera alguna D. Perfecto convencer a su hijo, desesperado y sin saber qué hacer, determinó, como último recurso y medio infalible, participarle a Tiburcio las miras de su tío sobre su casamiento con su prima, a pesar del secreto prometido. Pero ¡cuál sería el asombro y la desesperación del pobre padre, cuando al pintar a su hijo el bello porvenir, del que la fábrica era sólo la aurora, vio a éste recibir esta declaración con el mismo desprecio que la anterior, asegurando a su padre con su acostumbrada decisión y aire de superioridad que no se casaría con una niña fanática, enferma, y medio maniática, ni aun sin la condición que se le ponía de ser fabricante y vegetar en un despreciable villorrio! El padre quiso insistir, pero su hijo le contestó de una manera tan acerba y despreciativa, con tal ironía insultante, que el pobre alcalde, aunque tarde, empezó a conocer el disparate que había hecho en haber desoído las buenas, aunque toscamente expresadas razones de su mujer; al ver que por fruto de todos sus sacrificios y desvelos, lo que había logrado era haber hecho a su hijo desgraciado, rebelde, altivo y sin más ciencia que la de despreciar.

El desprecio, como se ve hoy día, no se ha conocido jamás. Era una cosa grave reservada a vilipendiar con ella cosas infames y bajas; hoy día se ha generalizado como el uso del azúcar. Conociose en otros tiempos descollar el orgullo en los grandes y magnates, que autorizaba (si bien no disculpaba) la fuerza y el poder en enérgicas manos: época personificada en el Góetz de Berchlingen de Gothe, ese héroe de la edad media llamado el de la mano de hierro, porque habiendo perdido la una se servía de otra de este metal con la misma facilidad que con la suya.

Se ha visto en siglos más ocultos el desdén que motivaba (si bien no disculpaba) el lustre, la elegancia, la encumbrada nobleza y señorío, y se vio al embajador de España, duque de Osuna, en la corte de Isabel de Inglaterra desdeñar el recoger las perlas que se iban todas desprendiendo de su magnífico vestido que estaba todo cubierto de ellas.

Se vio al Marqués de Villena desdeñar el volver a habitar su palacio en el que se había hospedado un traidor a su patria, el condestable de Borbón, y pegarle fuego; y se vio un Tous de Mansalve desdeñar en presencia de la ideal Reina Isabel la Católica, la sangre real, si era bastarda. Pero la era en que debía brillar el desprecio con todo su grosero insulto, era en la de la igualdad y de las luces. El orgullo para entronizarse necesitaba fuerza, el desdén lustre, el desprecio no necesitaba nada; ni apoyo, ni base; al contrario, mientras más de abajo parte, más arrogante se alza, más crece y más frondoso está; es planta que medra bien en suelo bajo, no necesita ese descendiente bastardo del orgullo y del desdén, ni base, ni fuerza, ni apoyo, ni lustre, se basta a sí mismo. Se halla este compuesto de envidia e insolencia, en las gentes soeces de primera calidad; sale de los colegios anti-jesuíticos en todo su auge. Lo primero que hace es poner en la boca de sus secuaces la crítica. ¡Oh! La crítica, esa, esa es su fuerza y lustre. ¡Oh! La crítica es su sello genuino, su ciencia infusa; así es, que en tiempos de oscurantismo nacían los niños torpes e ignorantes; al despuntar las luces nacieron sabiendo como es de pública notoriedad por un conocido adagio; pero al llegar las luces a su apogeo, ¡oh maravilla! ¡Nacen los niños criticando! ¡Oh santo respeto! ¡Ángel de la guarda de la inocencia! Egida de todo lo noble y santo, hermano gemelo de la modestia, freno de la ciencia, encanto de la juventud, ¿dónde te has ido que no se te encuentra ya en el mundo? Te han echado de todas partes, hasta de tus más sagrados e inviolables asilos, las manos impías del desprecio. Él triunfa, él influye, él manda en las destrozadas entrañas de la que se llamó la culta Europa.

La pobre Lágrimas, viendo que no recibía contestación, escribió poco después a Reina.



Lágrimas a Reina

«¡No me escribes, Reina mía! Nada sé de ti ni de nadie. ¡Cuán sola estoy! Pero cuanto más sola estoy más cerca siéntome de Dios, y ahora comprendo los solitarios de la Tebaida. Si hay soledad para el corazón no la hay para el alma; elevar el corazón hasta el alma, esto han hecho los santos; los poetas sólo han elevado los instintos materiales a los sentimientos del corazón. Algunos sucesos tristes y terribles me hacen tomar la pluma para participarlos. Está visto, Reina mía, que he de agotar el cáliz de la amargura hasta las heces.

»No sé ni cómo te podré escribir, pues ya conocerás por los renglones escritos lo trémulo de mi pulso. Separa mi cuarto, que da a la calle, del de mis tíos, un tabique provisional de tablas, puesto ante el hueco por el que se comunican las dos habitaciones; esta mañana oí que disputaban y que alternaba en la disputa Tiburcio. Sea que me creyesen ausente y en el gran corral donde suelo ir cuando puedo a coger unas matas, sea que mi oído se haya afinado mucho, oía cuanto hablaban. Me quise levantar para ausentarme, cuando oí estas terribles palabras, dichas por Tiburcio: «No señor, ni que Vd. se empeñe, ni que se empeñe el papelón de su primo D. Roque, me caso con mi prima. El hombre debe tener miras más elevadas que las de ser rico; no quiero riquezas puesto que con ellas me condenan a vivir en este villorrio, me rebajan a ser un vulgar y oscuro fabricante, me avasallan a casarme con una imbécil fanática, (¡calla!, le gritaban sus padres con angustia; pero Tiburcio prosiguió sin atenderles), una muchacha enferma, hética pasada, y medio tocada.»

»Diciendo esto salió a pasos precipitados de la habitación y de la casa. ¡Reina! ¡Reina! ¡Hética, tocada! ¡Oh, Dios mío!...

»No pude seguir escribiéndote el otro día. Me encontraron desmayada en mi silla y me trasladaron a la cama, en la que he permanecido algunos días. En ellos ha ocurrido una terribles desgracia a esta pobre familia. Habiendo su padre enviado a Tiburcio a Cádiz a tratar con el mío sobre pormenores de las obras que se están haciendo en el convento, y para traer fondos, Tiburcio los ha cobrado y ha desaparecido con ellos.

»No puedo pintarte la aflicción de este honrado matrimonio que quiere pagar a mi padre, pero a los que este último sacrificio a que les obliga su hijo acaba de arruinar. Parte el corazón el verlos y oírlos. ¡Quién fuera mi padre para no permitirles sacrificarse así para cubrir el desfalco de su hijo! Pero mi padre no se lo impedirá. ¡Qué ideas tan raras tiene sobre el dinero mi padre! Le parece el cobrar cosa tan de conciencia, tan precisa y grave, como el pagar. La madre de Tiburcio, cree que se ha ido a California; su padre que a Icaria con ese M. Cabet de que siempre hablaba y de que se reían tanto Flora y Fabián. Pero D. Juan de Dios, que cree conocer mejor a Tiburcio que sus padres, piensa que se habrá ido a reunir a los revolucionarios de París. ¡Oh Reina, eso sería terrible!

»Voy a escribir a ese padre que pensó en casarme con ese Tiburcio que me desprecia y tiene por tocada, para pedirle no arruine a estos desgraciados que al fin son sus primos. Dios sabe cómo llevará mi carta, y es seguro no la atenderá, pero debo hacerlo. La compasión inactiva es un cuerpo sin alma. Es un deber gastar todas nuestras facultades en ver el modo de proporcionar alivio a los que padecen aunque no lo logremos. Es un tributo debido a la desgracia, es darle un bálsamo a nuestro corazón y es complacer al ángel de nuestra guarda, que como decía la madre Socorro cuenta nuestros pasos y nuestras

LÁGRIMAS.»



Carta de Lágrimas a D. Roque

«Padre y señor:

»Nunca he pedido a Vd. ningún favor, porque la bondad de Vd. no me ha dado ocasión a ello, cuidando de mí como un buen padre; así abrigo la esperanza que no me negará el primero que le pido. Por Dios, señor, no permita Vd. que mis pobres tíos se arruinen para pagarle a Vd. el dinero que se ha llevado mi primo, y que estoy en mí satisfará a Vd. en su día. Tenga Vd. compasión de esta pobre familia, cuyo dolor me tiene partido el corazón. ¿Podrá nunca proporcionarle a Vd. el dinero un placer mayor que el de hacer bien?

»Me han dicho, no sé si será verdad, que algo heredé de mi madre; tome Vd. la cantidad esa de lo mío, si es que algo tengo, y toda mi vida le agradeceré ese favor más que ningún otro que pudiese hacer a esta su amante y sumisa hija, que al poner esta súplica de su corazón en sus manos, se las besa con respeto y cariño.

LÁGRIMAS.»



Respuesta de D. Roque a Lágrimas

«Cuando las mocosas y las mujeres en general, se meten a hablar de negocios es a lo sentimental y desbarran. ¿Conque porque ese animal finchado ha hecho de su hijo un pillo lo pagaría yo? ¿Yo me quedaría sin mis dos talegas, y él riendo? ¡Vaya! Sepas tú, que nada sabes, que ningún deudor paga de buena gana; si eso fuese un motivo para no cobrar, estábamos frescos. ¿Me paga a mí ese alcalde de monterilla las medicinas y médico que necesitas? ¿A qué le pagaría yo los robos de su pillastre de hijo?

»¿Conque te han dicho que has heredado de tu madre, y la niña cree poder disponer de lo suyo? Sepas cuellisacada, que hasta los veinte y un años no puedes disponer de un cuarto, cuanto menos de talegas. El cuidado será mío de impedirte hagas desatinos semejantes al que has intentado, lo que será efecto de alguno de esos delirios, ciertos o fingidos, con los que a todos nos tienes cansada la paciencia. Ves de mejorarte, pues en breves días irá por ti tu padre.

ROQUE LA PIEDRA.»