La última fada/V
V
Cabalgaron el Doncel y su escudero, y guiándose por las noticias recién sabidas, cruzaron toda la tierra de Francia, hasta los Pirineos, y entrando por las gargantas de Roncesvalles, se fueron llegando a Pamplona. En el largo trayecto no faltaron lances peligrosos, y se anunciaron no pocas aventuras que prometían honra singular a un caballero novel; pero Isayo no quiso seguirlas, aunque el cuerpo le hirviese en deseos de probar sus fuerzas. No tenía el derecho de exponerse a una herida grave o a ser muerto, sin entregar antes el mensaje del rey de Bretaña al Monarca castellano, y acordar con él que deshiciese los formidables aprestos de los moros, resueltos a acabar con la cristiandad de Castilla, para volverse después contra Francia. Isayo iba derecho a su fin, y no se detenía. Al avistar a Pamplona tuvo, sin embargo, un momento de vacilación, porque se le ofreció una aventura que, sin nota de cobarde, no había manera de dejar atrás. A la boca de un puente le salieron al paso tres figuras armadas de punta en blanco, cuyo rostro tapaba la visera, y que, a grandes voces, gritaban:
-¡No se pasa, no se pasa por aquí! Quien quiera que seáis, atrevido caballero, sed servido de volver grupas, vos y ese contrahecho y ridículo escudero que os acompaña. Buscad caminos más desviados, vadead el río si así os place, gire a bien que va medio seco; pero este puente lo guardan tres Alderetes, caballeros de este lugar, y a nadie consienten que pase sin que primero sean con ellos en singular batalla.
Y he aquí que Tronco, con su fisga maligna, ofendido quizás de haberse oído llamar ridículo, metió su cucharada, exclamando:
-¡Si son tres los Alderetes, el combate no puede ser singular!
A lo cual respondieron fieramente los armados:
-Aunque no es cosa guisada para nos el contestar a escuderos, has de entender que tu amo se habrá con nosotros Alderete por Alderete.
-Con los tres a la vez quisiera haberme, y es favor que pido por cortesía, puesto que soy extranjero y andante.
Se lo concedieron los Alderetes, y revolviendo su bridón, Isayo dio sobre ellos, con tal empuje y brío, que al uno lo echó abajo de su montura, al otro le metió la lanza por la juntura de la visera, hiriéndole gravemente en el entrecejo, por lo cual empezó a pedir confesión, y el tercero, viendo tan mal parados a sus hermanos, se detuvo refrenando a su tordo, y confesando que el andante había conseguido la victoria, y de buen grado no teniendo otro remedio, los Alderetes le dejaban el paso libre.
Por atajos muy rústicos, fuese acercado a la provincia de Burgos el Triste, y llegó a la corte del rey don Juan. No era tan pulida y refinada como la de Artús, y desde el primer momento pudo comprender Isayo que allí se vivía en pie de guerra, y ni un momento se perdía de vista la amenaza inminente del moro que trataba de apoderarse de la capital de Castilla, hiriendo así en el corazón a los que reconquistaban a España. Al presentar Isayo las letras que llevaba del rey Artús, el de Castilla le acogió como a un hermano. El auxilio que se le prometía era lo que más podía desear en tales momentos, porque amagaba la avance de los moros, y no se hablaba de otra cosa en el país.
El rey de Castilla era fuerte, enjuto y de fieras pupilas. En cambio su hermana, la infanta doña Mayor, teníalas tan flecheras y cariciosas, que fueron lo primero en que de su persona reparó el doncel de Bretaña. Eran además sus ojos grandes, negros y guarnecidos de muy tupido pestañaje; y los labios de la Infanta hacían competencia a las moriscas arracadas de coral que colgaban de sus orejas menudas. No era la infanta de Castilla una belleza deslumbradora, como la esposa de Artús, sino una graciosa flor de juventud, una morena de tez de trigo maduro. Se embelesaba Isayo mirándola, y el Rey, que notó la mutua afición que parecieron cobrarse desde el primer instante Infanta y caballero, fue gustoso en que se cortejasen, y, alterando la severidad de aquella corte militarmente organizada, dispuso justas, torneos y fiestas de cañas y bohordar tablado, a fin de que luciese el mensajero de Artús su destreza y agilidad, rompiendo lanzas con los caballeros burgaleses y de Castilla toda, que iban reuniéndose en Burgos, para aprestarse a resistir el empuje de los infieles.
Isayo, en efecto, justó y corrió cañas y sortijas, y el premio de su destreza fue una banda carmesí, que la Infanta misma, con sus manos chiquitas y torneadas, le ciñó al talle. Y así en los banquetes como en el sarao, todos cedían a Isayo el lugar al lado de doña Mayor, y ésta atendía al caballero, regalándole ramillos de alecrín, pañizuelos de olán, y otras menudencias significativas. Las damas de la Infanta no cesaban de preguntar al Caballero Triste detalles acerca de la corte de Artús, de cómo se adornaba y aderezaba la reina Ginebra, y un día, la propia Infanta preguntó por la suerte desdichada de los dos amadores, Tristán de Leonís e Iseo de Cornualla, y por el rosal que, según fama, crecía abrazado en su sepulcro. En mala hora fue hecha la pregunta, porque, como si el filtro volviese a ejercer su virtud misteriosa, desde aquel punto Tristán empezó a encontrar que la Infanta era demasiado morenucha, y que sus ojos se parecían a los de muchas aguadoras que iban a llenar sus cántaros a las fuentes de la ciudad, y que no sabia vestir sus galas de princesa con la gracia y aire de la reina Ginebra de Bretaña, y de las damas de su séquito; y que, en fin, todo lo de Bretaña era más bello y digno de atraer a un corazón elevado, que lo de la ruda corte de don Juan, donde, por no hacer, ni la guerra se hacía. Y no era principalmente la reina Ginebra lo que encadenaba la mente del Triste. Fue allí, en la misma corte del monarca castellano, entre una gente que no sabía de conjuros, ni de encantamientos, como no lo supo nunca el Cid Ruy Díaz, cuyo recuerdo estaba vivo en Burgos y en su iglesia juradera, y en sus muros grises y recios, donde el Triste comprendió que su alma era distinta de las almas de aquellos campeadores sin complicaciones, sin melancolías; que si su espada no estaba fadada lo estaba su corazón, y que la única imagen grabada en él era la de la fada de rubios cabellos que plateaba la luna, y de ojos verdes como el mar tranquilo. Y por desahogar su corazón, como quiera que el escudero le había dado mil pruebas de lealtad y le había sacado de más de un aprieto, le confió aquel estado de su espíritu, aquellas ansias que él mismo no comprendía bien. El escudero le oía, cambiada la expresión burlona de su faz por otra de intenso sentimiento.
-Señor -opinó al cabo- todo eso... ¿yo qué sé? Paréceme que son unos fermentos o fervores que te ha dejado dentro la sangre que llevas; rezagos del filtro que perdió a tus padres que les costó la vida en lo mejor de su floreciente mocedad. No en vano te encargó el rey Artús que huyeses de las pasiones; y yo te digo que en lo poco que se me alcanza, los sueños son peores que las pasiones todavía. Las pasiones se satisfacen, pero los sueños jamás. -Al decir así la voz de Tronco temblaba, y parecía como si hubiese en ella lágrimas que pugnaban por abrirse cauce.
-Cásate -añadió Tronco en un arranque de sinceridad- con la Infantina, que te eleva a la altura casi de un Rey. Vive con ella como fiel esposo. ¡Echa fuera el veneno del filtro! Por tu vida ¡no vuelvas a cavilar en la fada bretona! Los días de las fadas se han concluido... Su hora pasó.
Mientras Isayo, indeciso, escuchaba a su escudero, entró despavorida doña Jerónima Torrente, dama favorita y confidente de la Infanta, gritando: ¡Favor, favor!, Los moros habrán robado a su señora.
-¡No lo sabe aún el señor Rey! La Infanta fue esta mañana a recrearse en el huerto real, a media legua de Burgos, y cátate que el espantable morazo Almilihacen Quevir ha sorprendido a la guardia que la Infanta siempre lleva y la ha pasado a cuchillo, y a estas horas galopan con la Infanta en la grupa, camino de Nájera, donde tres días ha lograron entrar a sangre y fuego.
No quiso oír más Isayo. De repente, toda la indiferencia que por la Infanta sentía se trocó en viva ilusión de salvarla y castigar a sus inicuos raptores, y acercándose al Rey le pidió permiso para atacar a Nájera y restituir a doña Mayor a su palacio de Burgos.
Ya se colige que el Rey se lo dio de buen grado. Isayo no admitió, de las tropas que el Rey le ofrecía, sino unos veinticinco hombres, al mando de tres valientes caballeros, llamados Velasco, Guzmán y Mendoza. Poco antes de que la pequeña tropa avistase a Nájera, el escudero Tronco pidió que hiciesen alto, y entre la sombra de unas encinas se despojó de sus vestiduras y apareció disfrazado de mendiga vieja y corcobada, con tal propiedad, que apenas si su amo le reconocía. Luego rogó a Isayo que aguardasen allí ocultos hasta la noche, pues él con su disfraz entraría en la plaza y se la abriría cuando estuviesen bien metidos en sueño los moros. Así lo hicieron los de Isayo, y, descansando primero, a cosa de la media noche, avanzaron sigilosamente, envueltos en cerros los pies de los caballos, hacia la villa. Llegados casi al pie de los muros, se detuvieron y esperaron. Al poco tiempo se abrió una poterna semi oculta, y dejando sus monturas al cuidado de uno de ellos, los de Castilla se metieron calladamente y a la deshilada en la villa. Tronco, abandonando el disfraz, los guiaba. En la revuelta de una calle sombría, Tronco abrió la puerta de una casucha, y de ella salieron dos cristianos que repartieron antorchas a la tropa, y antes de que nadie pudiese enterarse tenían Isayo y sus burgaleses pegado fuego a más de veinte casas que empezaban a arder. Entre la confusión, los castellanos podían avisar a los moradores de Nájera, de oreja a oreja, para que les ayudasen; y así pudieron concentrarse en el monasterio de San Benito, donde Tronco les había dicho que Almilihacen había instalado su residencia, y encerrado a la Infanta cautiva. Las puertas las hallaron francas, porque la guarnición mora, desnudo el alfanje, salía en tropel a ver qué era aquello del incendio; y no fue difícil a Isayo penetrar en la cámara donde la Infanta estaba arrodillada rezando, tomarla en brazos, echándole encima el velo de una esclava mora, y salir con ella a cuestas, repitiendo: «¡Al fuego! ¡Agua, agua!». Corrió a la poterna por donde habían entrado; lleva a la Infanta al bosquecillo, y allí se la confió a Tronco, que la puso a la grupa y salió echando chispas, camino de Burgos. Y entonces el Caballero Triste y su pequeña hueste volvieron, ya a caballo, a Nájera, envuelta en llamas y humo, donde sólo se oían lamentos y gritos; y entraron como diablos sueltos, sin dejar moro a vida, hasta que el doncel pudo encararse con el propio Almilihacen Quevir y medir con él sus armas; pero aunque bien quisiera despacharle como cuentan las crónicas que despachó Galaor al desemejado gigante señor de la peña de Gáltares, el morazo logró huir a favor de la confusión; sus tropas, no sabiendo con quién combatían, faltándoles jefe, se rindieron, y Nájera quedó por los cristianos otra vez.