La Alpujarra:7
Dúrcal.- El día de San José.- La Madre de Andalucía.- Una emboscada.- Talará y Chite.- Panorama del Valle
[editar]En Dúrcal, lugar de 2266 habitantes, no se detiene la Diligencia; o, a lo menos, no se detuvo el año pasado. A pesar de esto, pudimos hacer algunas observaciones.
Una de ellas fue que, con motivo de estar situado el pueblo en terreno mucho más bajo que el Padul, no sólo era alegre como aquella villa, sino risueño, animado, bullicioso.- El Padul nos había ofrecido la serena placidez de la montaña: Dúrcal nos ofrecía el gracioso júbilo del llano.
Quizás consistiría también aquel aumento de regocijo en que era un poco más tarde; en que hacía menos frío que allá arriba; en que todo el mundo habría ya almorzado en Dúrcal, antes o después de Misa Mayor, y en que esta Misa habría sido de primera clase.- Recuérdese que era día de San José.- Los Pepes y Pepas del lugar (que de seguro serán innumerables), y sus parientes, compadres y otras cosas, no tenían, pues, ya que pensar más que en pasearse o en jugar a las cartas hasta la hora de comer, y en preparar los bailes para aquella tarde y aquella noche...
Con lo que pasaría el día de San José de 1872, como habían pasado tantos desde 1568, y aquellos honrados labradores volverían a la otra mañana a sus acostumbradas faenas, y luego seguirían así más o menos años, devanando cada cual la madeja de su vida, hasta que uno por uno fuesen desapareciendo todos bajo la muda tierra, con el ovillo de su historia debajo del brazo, sin que por eso mermase nunca la población, -gracias esto último a los continuos zagalones que irían ascendiendo entre tanto a padres de familias y ocupando las vacantes de los muertos [...]
No de otra manera nosotros habíamos pasado por Dúrcal sin detenernos, y salido ya otra vez al campo, cuya pacífica soledad tornó a sonreirnos, como una patria recobrada.
Tal sonreirán también las primeras calles al prisionero puesto en libertad, -y los primeros astros al alma que va de la tierra al cielo.
Por lo demás, aquel pueblo, importantísimo en su clase, encerraba suficientes recuerdos históricos para que yo pudiera escribir aquí muchas y muy entretenidas páginas. Habréis de permitirme, sin embargo, que no me meta en tal cosa. La Alpujarra nos llama hace ya harto tiempo, y nos hemos detenido demasiado en la exposición de las causas de la Rebelión de los moriscos, ad usum de los que no las recordasen.
Aquella exposición era absolutamente precisa para la inteligencia del sentido general de esta obra (que a mí mismo no se me alcanza), y sobre todo para poner a su debida luz las romancescas figuras de ABEN-HUMEYA y ABEN-ABOO, a quienes me propongo retratar, no como historiógrafo, sino como mero artista...
Pero (quede dicho de una vez para siempre) yo no escribo, ni por asomos, la crónica de la Alpujarra, sino la crónica de lo que un viajero entristecido vio, pensó y recordó en aquel rincón del mundo, referida con el propio desconcierto de sus marchas, de sus conocimientos y de sus impresiones.
Esto me obligará únicamente a ir señalando con el dedo uno y otro paraje del camino, diciéndoos, como un epitafio ambulante: -«Aquí fue tal ciudad».- «Aquí yace tal héroe».
Quedamos en que habíamos salido de Dúrcal.
Caminábamos, por consiguiente, hacia Talará (distante de allí una legua), bajando y subiendo lomas, pero siempre bajando mucho más que subíamos, y sin salir nunca de la gran cavidad general del Valle de Lecrin.
Sierra Nevada, nuestro constante espectáculo de la izquierda, se embellecía cada vez más, y volvía a acercársenos para que la admiráramos mejor...
¡Digna era por cierto de ser vista en aquel punto; y eso que sólo se nos presentaba de perfil; eso que aquél era aún, como si dijéramos, su aspecto exterior; eso que no podíamos distinguir todavía ni su espléndido desenvolvimiento meridional ni sus gigantescas cumbres!
Estas quedaban ocultas detrás de la eminencia secundaria del Cerro Caballo, a cuyo pie se deslizaba el camino.
Pero aquel Cerro, parte integrante de la Cordillera, nos enseñaba ya amenísimos barrancos, cuya verde frondosidad estaba como recogida con púdico recelo en las tajeas cavadas por los torrentes, contrastando aquellos oasis de abrigada y húmeda vegetación con las tersas moles de granito y de pizarras de una y otra ladera.
Doquier fluía el agua; doquier exudaba la próvida Atlántide la rica savia de sus venas; doquier veíase juguetear arroyos, cascadas y riachuelos, dioses menores dedicados a distribuir las mercedes de aquella olímpica deidad, reina y señora de las nubes y medianera poderosa entre los cielos y la tierra...
-«¡Oh madre!»... exclamé entonces, agradecido a tantos bienes como le prodiga a Andalucía aquella arca santa de fecundidad, alzada sobre todos sus valles y llanuras...
-«¡Oh madre!»... repito ahora...
Y este acceso lírico no pasa nunca de aquí; pues considero que, para cantar las virtudes de un peñasco, basta con semejante exclamación; sobre todo, después que Píndaro ha dicho: ¡Alto don es el agua!
Creo además conveniente reservar algunas galanterías para cuando departa mano a mano con el mismo Mulhacén desde los propios escabeles de su trono.
A un cuarto de legua de Dúrcal pasamos sobre el río Torrente, con el cual ya se había unido el Pleito, nacidos ambos cerca de aquellos barrancos misteriosos de que acabábamos de enamorarnos.
Entre el origen del río Torrente y el del Dílar, que brota al otro lado del mismo monte, sólo median algunos centenares de metros, y, sin embargo, estos dos camaradas de la infancia, hijos acaso de un mismo venero, no vuelven a verse ni aproximarse nunca, recorren comarcas contrapuestas, y cada uno va a morir a un mar distinto: el Torrente en el Mediterráneo, y el Dílar en el Océano; el primero por Motril, confundido con el Guadelfeo, y el segundo por Sanlúcar de Barrameda, revuelto con el Guadalquivir.
Así se bifurcan también los destinos humanos..., etc., etc., etc.
Cerca ya de Talará, cuyas campanas empezaban a decirnos con inocentes voces que allí había otro día de San José, cruzamos un arroyo que fluye al pie de una cuesta...
Entre aquella cuesta y aquel arroyo aconteció una de las más horrorosas matanzas de la guerra que hemos dejado planteada por el FARAG.
«Hoy se ven blanquear los huesos, no lejos del camino», -escribía D. Diego Hurtado de Mendoza tres años después.
Fue el caso que el NACOZ de Nigüelas, terrible cabecilla de Monfíes, entendió que debía pasar por allí un convoy de vituallas, con destino a Órgiva, protegido por doscientos cincuenta soldados, al mando de un Alférez llamado MORIZ, «hidalgo, pero poco proveído y muy libre», dice el mismo historiador. Las atalayas moras avisaron oportunamente la salida de aquella fuerza, compuesta por cierto de extremeños, y el NACOZ apostó trescientos arcabuceros y ballesteros, parte en el lecho del arroyo y parte en las primeras casas del lugar, con orden de permanecer todos ocultos. Dejó pasar a los cristianos la primera emboscada, y, cuando los tuvo cogidos entre dos fuegos, los acometió a un tiempo de frente y por retaguardia, trabándose una espantosa refriega...
«Peleose en una, y otra parte (concluye el buen D. Diego); pero fueron rotos los nuestros, y murieron todos; con ellos el Alférez, por no reconocer; y aún dicen que borracho, más de confianza que de vino».
Bajo la impresión de este lúgubre recuerdo entramos en Talará, lugar tan gozoso como su nombre, que, según veis, se canta solo...
Tampoco se detuvo la Diligencia en Talará, cuyas 1007 almas (refiérome al Nomenclátor), con sus correspondientes cuerpos, están repartidas entre aquel lugar y otro pueblecillo de setenta y seis casas, anejo suyo, distante de él media legua, y denominado Chite.- Diríase que este nombre le manda callar al otro.
Pero Talará no callaba por eso; sino que entre el repique de las campanas, el cacarear de las gallinas -que en aquella estación alborotan mucho entre diez y doce de la mañana (eran las once y media)-, las alegres voces de los muchachos y el vibrante martilleo del herrador, formaba en la serena atmósfera una especie de inarmónico concierto, no desprovisto, sin embargo, de cierta melodía moral para las finas orejas del espíritu.
Lo que no se oía era cantar a las gentes. Estábamos en Semana de Pasión, de lo cual no nos habíamos acordado en Dúrcal al suponer que los Pepes y Pepas pudieran bailar aquella tarde o aquella noche...
Cantaban, pues, únicamente los canarios y colorines enjaulados a la puerta o en los balcones de algunas casas; -a la puerta, si la casa era de planta campesina, y en los balcones, entre verdes macetas, si era de más encopetada construcción.
De cualquier modo, las mujeres, vestidas y peinadas con el esmero propio de un día tan clásico, hallábanse al lado de los pájaros y de las macetas, mientras que los hombres, todos armados de bastones de estoque, o de palos de diversos calibres, entraban y salían, paseaban por las calles, o conferenciaban en el tranco de algún establecimiento público.
El hombre vaga, bulle, milita, propende a escaparse continuamente: la mujer es la piedra fija del hogar.- Si no hubiera mujeres propias, no habría ciudades, villas ni aldeas: a lo sumo, habría campamentos.
Cuando hacíamos esta última reflexión, tan edificante y cristiana, estábamos ya fuera de Talará, que supongo no nos honraría con un recuerdo tan duradero como el que yo he guardado de nuestro tránsito por su calle Mayor, Real, o como se llame.
Lo que sí me atrevo a apostar es que la atención y las conjeturas de que son objeto, durante algunos minutos, en aquel pueblo y en todos los de carretera, cuantos viajeros los atraviesan en coche o a caballo, no ceden en viveza y fantaseadora inventiva a las composiciones de lugar que íbamos nosotros haciendo por los lugares del Valle.
¡Ah! Lo desconocido será siempre el reino de la poesía; y el desconocido, o la desconocida, nunca dejará de tener aires de protagonista de drama.
Por Chite no pasamos: Chite no está en la carretera.
Esta circunstancia constituye todo un mundo moral y social de diferencia entre Talará y su anejo. ¡En Chite será posible ignorar lo que pasa en el globo, será posible la incomunicación, serán posibles la inocencia, la fe, la paz, la tranquilidad y su ventura!...
Y por eso se llamará ¡Chite!... sinónimo de ¡silencio!
¡Delirio! ¡Ilusión! ¡Pura broma! La ventura, la tranquilidad, la paz, la fe y la inocencia no están ya de resto en el fondo de los campos. En la aldea más escondida ha penetrado un vientecillo glacial que viene de los desiertos del ateísmo, y que seca en el alma de los más zafios labriegos y de los pastores más incultos y solitarios aquellas santas y modestas flores -la humildad, la paciencia y la esperanza- que perfumaban antes las asperezas de su vida; de donde vemos ahora a todos los que desheredó la fortuna, tristes, huraños y como rencorosos, despojados de toda benevolencia, de todo respeto, de todo temor, de todo lazo interno con el fatal e irremediable organismo de la sociedad humana.- Tanto peor para Chite, y también para las grandes metrópolis, impulsoras de ese soplo de muerte; -pues en el pecado llevarán la penitencia.
Al salir nosotros de Talará, la Sierra giró bruscamente hacia Levante.
Era que había concluido su flanco: era que ya estábamos al otro lado de ella.
Sin embargo, lo muy bajo del camino que seguíamos y la interposición de algunas lomas nos estorbaban todavía ver la cara austral de la cautelosa cordillera y el horizonte de la Alpujarra...
El camino dio luego la misma vuelta que la Sierra; mas, antes de darla, pasó por un dilatado mirador natural, desde el que vimos al descubierto todo el Valle de Lecrin, cuya cuenca, a partir de aquel punto, se extiende hacia Levante.
Largo rato hacía que no nos habíamos asomado a la ventanilla que daba al Valle, por atender exclusivamente a la montañosa decoración del otro lado, o a los pueblecillos en que se había ido metiendo la Diligencia como Pedro por su casa; y a fe que hubimos de holgarnos de ello en tal momento, puesto que así fue mayor nuestro asombro al considerar de golpe toda la magnificencia a que había llegado aquella feracísima comarca.
Tratábase ya de una vasta elipse de muchas leguas de irregular perímetro, circuida de cerros de diversos colores y cuajada toda ella de arbolado, viñas, praderas, cortijos, lugares y riachuelos.
Se diría que era la Vega de la Granada, reapareciendo a nuestros ojos más en pequeño, y rizada por colinas y collados; pero igual en vegetación y hermosura...
Era verdaderamente el Valle de la Alegría.
En medio de él veíamos un pueblo, casi tapado por un bosque de frutales en flor y de naranjos y limoneros cargados de fruto.
Más que un pueblo del mapa, parecía un huerto oriental, un nido paradisíaco, o un vergel mitológico: el sitio de recreo de un príncipe de Las Mil y una noches, o la isla sagrada de una diosa del Olimpo...
Era Pinos del Rey, o Pinos del Valle (que de los dos modos se llama), -por donde no habíamos de pasar de manera alguna, ¡aunque sólo distaríamos de él un kilómetro!...
¡Ah! Las carreteras son implacables -cuando se viaja en coche.
Por eso deseábamos tanto que transcurriese una hora, a fin de montar a caballo y campar por nuestro respeto.
Al Sur del Valle, los montes que lo cierran se deprimían ya un poco, franqueando a la vista un cielo de infinita lontananza, cuya diafanidad luminosa tenía un encanto indescriptible.
Era el cielo del mar.
El mar mismo, aunque sólo distaba de allí cuatro leguas escasas, no podía descubrirse todavía. Estábamos en terreno muy bajo. Pero no debía de ponerse el sol aquella tarde sin que viéramos azulear la llanura del Mediterráneo...
Y no porque hubiésemos de acercarnos aún más a la costa en el resto del día... (no: ya caminaríamos siempre a Levante hasta llegar a Órgiva); sino porque, mientras la Diligencia bajara luego sin nosotros a la orilla del mar, nosotros subiríamos las primeras cuestas de la Alpujarra.
Pero volvamos a las filas.
Ya habíamos dejado a nuestra izquierda (sin verlo, aunque cruzamos a dos kilómetros de él) el lugar de Mondújar, todo escondido en un pliegue de la Sierra...
Allí fue donde pasó sus últimos años y espiró, tan amargado como referimos, el viejo Rey MULEY HACEM, el misántropo después de muerto.
Finalmente, delante de nosotros había aparecido un pueblo de pintoresca perspectiva, situado en una posición deliciosa, defendido de los vientos de Norte por un disforme cerro llamado Mataute, y rodeado también de todo género de árboles floridos...
¡Era Béznar!