La Atlántida (de Palau tr.)/Canto octavo

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La Atlántida: Poema de Mossen Jacinto Verdaguer ab la traducció castellana per Melcior de Palau (1886)
de Jacinto de Verdaguer
traducción de Melchor de Palau
C A N T O O C T A V O
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CANTO OCTAVO


EL HUNDIMIENTO


 Las aguas se enseñorean de las alturas, y se desposan para siempre las olas del mar del Norte con las del Sur, las de Occidente con las del Mediterráneo. Aproxímase Hércules al muro de Gades, Gerión, después de tomar sus hombros á Hesperis, derrumba sobre él un gran roca. El héroe reaparece y da muerte al traidor. Nace el árbol drago, que llora sangre junto á su sepulcro. Hesperis, desde la cima de un peñasco, despídese tristemente de la tierra que se hunde, y cae en fantaseador delirio. Alcides arriba al promontorio, mata al gigante Anteo, y, armado de su cadáver, acomete y extirpa la casta de la Arpías, Gorgonas y Estinfálidas.


 Mas ya, arrebatados por los rayos y las olas, salían los girones y la raigambre del Calpe si anchuroso espacio, en esquinados bloques y en témpanos que llenaran sus cóncavos, á contemplar la hermosa luz nunca vista por ellos.

Y horripilados ante el caos, abísmanse de nuevo sobre sillares que ayer les sirvieran de base; y los antros tenebrosos de aquella revuelta mar retruenan y se estremecen al hórrido desquiciamiento.


Húndese la que fué tálamo de hermosas Hespérides; sus cumbres, desprendiéndose, asiéntanse en los valles, y prorrumpe en horroros aúllos y gemidos como hembra que, en mal parto, exhala la vida.


Las planicies, al rajarse, ofrecen sepultura á los cerros, dando, por hoyos y sopeñas, terribles y mortales bufidos; ya no se desmoronan ciudades, ya no se desmelenan bosques; gemidos son de un mundo en agonía mortal.


El formidable minhocao, que en sus entrañas yacía, al ver que en ellas se abren tan enormes boquetes, sale furioso, por entre ruinas de pueblos y montañas, amedrentando á monstruos terrestres y marinos.


Otros escupe á la par el abismo, que tosco nido tenían, en la coraznadad del árbol que se derrumba, dragones, cerastas, áspides de mortífera mirada, y grandes boas que serpean como ríos.

Cual dique que se rompe estallan las nubes; los cielos en fulgurantes metéoros y en culebras de fuego; y, á la pesadumbre de olas sobre olas, siente la Atlántida, como haces de cañas, crujir sus raíces.


De ella encima, desatándose terribles como nunca las iras eternales, conculcan su frente y su pecho, en tanto que los genios del Averno, colgándose, como murciélagos, de sus rocosos pies, la arrastran á los profundos.


Por las cúspides de los cerros y peñones, cual toros sin valla, empújanse las olas del terrible Mediterráneo, á tumbos con otros cerros y picachos, á los que hacen rodar á empellones en su curso, sin siquiera decirles: «quita allá.»


Así, en alas del torbellino, luchan los mares del Polo con las ciudades, sierras, islas y continentes de hielo, y, troceados y en lajas, arrójanlos á uno y otro lado, seguidos de tropel de fieras y de naves, dando tumbos.


Allende la Atlántida, de esa mar al titánico mugido, ronca en su lecho, responde la de Poniente, y para romper la colosal presa de sus peñones, ciento á ciento le arroja sus rodantes montañas de agua.

Desmoronándose, tiembla desde su base el muro de roca, como el haya, rey de las selvas, á los golpes del hacha férrea; y con áspero retemblor arrásase tal cual almenana, mientras, disgregándose, crujen sus antiguos cimientos.


Atiérrase, y los escombros, de las Furias en alas, van con la marejada en recibimiento de las olos levantinas, doquier rellenando selvosas llanuras, doquier arrancando peñones como si fueran arbustos.


Chocaron; con sus aguas sus aguas confundieron, y de los rayos al fugor, y por música los truenos y traquidos de los vientos, de la tierra y de los infiernos, entre flotantes selvas é islotes, uniéronse en lazo eternal.


Cuando Dios rompa el universo, así, entre despojos, horrores y soledad, veránse vagar sus fragmentos; al caduco sol, buscando á tientas su rubia caballera, y á la muerte llamando al ataúd de sus víctimas.


Empero, el acento del Ángel, dominando el estridor, más furias y más rayos lanza á su gran víctima.—¡Subid los del Norte; bajad los del Sur; cerrad con ella; acudid fieras, y á dentelladas llevaos sus pedazos!

Y con el flamígero azote de su rojiza espada los impele y hostiga; cada chispa es un rayo, y el reino que se sume, y la aldea que se abrasa, dan un bramido á una con mares, nubes, cielos y tierras.


Tan sólo Alcides no abate el vuelo de su corazón; nadando, írguese por cima de las olas con supremo esfuerzo, y vislumbra unos ciclópeos muros que le atraen, como canto de sirena que á su lecho de flores le invitase.


Era tu frente, Gades gentil hija del mar, gaviota que anidaste du un lirio en el cáliz, palacio de nácar y marfil, coronado por el sol de mayo; el héroe imagina al verte que un cielo de amores le sonríe.


Mientras ellos rezagándose tragan el agua amarga, rema con ímpetu, la faz al fuerte muro; y, con firme brazo, agárrase á una palmera que Gerión le alarga por entre las almenas de vetusto torreón.


Para ante todo acorrer á Hesperis, tómala del atlético dorso de Hércules no bien le ve asido; y haciéndose atrás, fogoso por abrazarla, al ofrecerse tan bella ante sus ojos, suelta la entena, que con el héroe rueda á los profundos.

Para en el sepulcro del mar darle losa inmensa, derrumba un grande y caedizo peñasco, montaña sin raíces, que, ya de más en la tierra, alza en las aguas rumorosa tempestad.


Aun sigue rodando á los abismos, cuando, al alejarse Gerión, vuelve los ojos hacia Hesperis, y en su ilusión, deshojadiza cual silvestre rosa, besa sus sienes ornadas á manera de marco pro sedosos rizos.


El mar, empero, abríendose súbitamente, espumajeó algo más lejos; surgieron una frente y unos hombros giganteos, y, como rayo lanzado par férrea mano, una clava, flameando por los aíres, voló á aniquilar al monstruo.


Sólo tú, Gades hermosa, sólo tú te consoliste; de tu seno nació, junto á aquellos restos, un drago llorón, que con sus espadadas hojas le formó verde dosel, rociándole siglos tras siglos con lágrimas de sangre.


De un promontorio en la cúspide dirige ella la mirada hacia su patría, buscándola en vano en el hervor del horroroso caos; todo le devoró el sepulcro á que ha de bajar en breve, pues, resequidos, ni lágrimas derraman sus ojos.

La faz á la llamarada de su Sodoma, parece la esposa de Loth convertida en bloque de sal, despega la estatua los labios.—¡Ay! lugares de mi infancia; ¿no os podré ver ya más, ni siquiera de ese fatídico fanal á los fulgores?


Dó estás, huerto en que ayer cogíamos rosas y lirios? ¿dónde, flores mias, marcesibles Hespérides, dó estáis? Yertos mis brazos os buscan con delirio febril; y á mi sollozo que os llama, el vuestro no responde.


Sólo roncas voces de monstruos tal cual vez contestan; aquél de quien sois presa, ¿por qué olvidóse de mí? ¡ay! ¿para él os he amamantado con savia del corazón? ¿para él entre mortales ansias os di al mundo?


¡Quién como yo infelice! Las vacas marinas vendimian lo que los viñadores podaron; para darles mullido lecho anidaron la cigüeñas y floró el granado; mas yo parí para nutrirlas con mi fruto. Idolatrado esposo,


¿qué has hecho, dí, del esplendoroso carro de tus victorias? ¿qué de la áurea lira que tuvo arrobados los cielos? Come nieve que se derrite pasaron tu renombre y tu gloria, y si una tumba te resta, sólo las olas saben dónde.

De los reinos que sojuzgaste alguna gallarda nave, surcando la mar que te cubre, acrecida ¡ay! con mis lágrimas, con los dientes de sus anclas arrancará tu losa, para que un pez marino me robe tu corázon de miel.


Jugará con las guirnaldas de nuestros esponsales, que yo guardé, la escorpena que mora entre la rocas, y ¡que horror! quizá con rizos de mis hijas labre su nido en nuestro perfumado tálamo nupcial.


¿Y nuestros hijos, tan candorosos en otro tiempo? ¡oh amor mío! de sus calcinados cadáveres huirán las fieras cuando los vomiter el Atlántico. ¿Por qué, por qué, ¡oh Dios de las alturas! no hiciste que muerta naciera si había de sufrir tanto?


En forma de cáliz creaste las flores para beber su fragancia; los árboles para servirte de ellos como de abanicos de flores; para servirte de ellos como de abanicos de flores; para que trinaran las aves; las auras para que las mecieran; y á mí, como al hondo mar, me llenaste de amargura.


Mas ya siento que el terremoto turba mis sentidos, falta luz á mis ojos, aleteo á mi corazón, el huracán me trae el gemido de los espirantes mundos, y ¡ay! aquí muero velando su osario, como el ciprés.—

Dijo: y, por no ver cuadro tan fatídico, vuelve el rostro; y á tanton sacudimiento y perturbación cayendo su mente en vago y fantaseador delirio, desvanecida y aletargada da de hinojos en tierra.


—¡Ay! como lluvia veo caer del cielo mis retoños, dándoles el infierno entrada por su lóbrego cráter, á donde los impele el rayo del eternal anatema: no de otro modo la áspera muela recibe el trigo de la tolva.


¿Y vosotras, hijas mías? imperios y cetros os prometí, mas ¡ay! os doy tan sólo siete palmos de mar... ¡El monstruo de las tres cabezas! ¡huyamos!... Tu dulce Hesperis soy, que llamo á tu fosa. Atlas mío ¿te niegas á abrirme?—


Roncos mortuorios himnos murmura el lejano oleaje en discordancia con marejadas, ráfagas y truenos; y de un tallo de naranjo pendiente su áurea lira, como ella exhala su añoranza en ayes de agonía.


Mas no blande, no, para ella la muerte su guadaña; antes desviando sus ojos del tremendo espectáculo, ciérrale los párpados con el pico de sus alas, para que no vea el horripilante exterminio de sus hijos.

Por entre las yentes y vinientes olas, descalabrado y chorreoso, evádese Alcides, y, tropezando en islas y en arrecifes, bracea ya más cercano del costanero arenal.


Allí le esperan con los Númidas, las Arpías y la Amazonas, feral enjambre que vomita el líbico desierto; ¿acuden quizá á regraciarle por haber roto las prisiones de los mares?


No bien le divisan ganar la orilla hacia Hesperis, caen sobre él cual nube de langosta, tras Anteo que los guía, semejante á un crestón de montaña que rueda empujado por los ardientes brazos del simoun.


Mas, como herida del rayo, asómbrase el África entera cuando el héroe embiste á su titánico caudillo; es la postrer morralla que huye ante su clava, su clava que limpió de monstruos el universo.


Tres veces rueda Anteo derribado á sus pies, otras tantas alzándose del fango con renaciente coraje; cuando aquél, con férreo puño, le enarbola y oprime, como cañas haciéndole crujir los huesos dentro del pecho.

Arrójale, y, reasiéndole por los pies, el corpulento cadáver, maza infernal, verguea á sus vasallos; como el fuego del cielo, por donde quiera que pasa, de fieras, de hombres y de árboles, vestigios deja tan sólo.


En vano lluvias de dardos le lanzan las Amazonas, caparazones de tortuga marina tomando por escudo; en vano se valen las Gorgonas de sus dientes y brazos por armas, y de sus sojos, que en piedra convierten al vencido.


Azoradas zambulléronse todas en el mar, como grullas que un mal invierno arrebató de tierra; y, atolon dradas y alirotas á los golpes, Arpías y Estinfálidas huyeron á los infiernos.