Ir al contenido

La Atlántida (de Palau tr.)/Canto noveno

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Atlántida: Poema de Mossen Jacinto Verdaguer ab la traducció castellana per Melcior de Palau (1886)
de Jacinto de Verdaguer
traducción de Melchor de Palau
C A N T ON O V E N O
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CANTO NOVENO


LA TORRE DE LOS TITANES


Maltrechos por la marejada, trepan los Atlantes á una sierra no conmovida aún por las olas. Sin esperanza de arribar á Gades, prueban, para evadirse del diluvio, á escalar el cielo. Al distar dos dedos tan sólo, la torre, hecha de sirtes y de trozos de montaña, se atierra, y, entre horribles imprecaciones, arrojan contre Dios los escombros del derruído edificio. El Exterminador impele los elementos contra ellos, y con su tajante acaba de abrir el abismo de la Atlántida en la tierra. Húndense en él los Titanes, y de su sepulcro brota el volcán de Tenerife. Envaina el Angel su espada de fuego, y remóntase á las nubes, despídiéndose de los restantes continentes hasta el día del Juicio. Resuena en las alturas un cántico de gloria al Altísimo. El Angel de la Atlántida, al restituirse al cielo, entrega al Angel de España, que de él desciende, la corona de la que fué reina de los mundos. La voz del Teyde. Terremotos en las islas atlánticas.


¡Hurra! tiburones y buitres; carnaje os sobra esta noche, y aun la Atlantida os sirve á pasto á sus hijos, que bregan con las olas, aunando su salvaje gritería en horrísono con los bramidos del mar.

Ya se somormujan en la hinchada marea, ya remanecen en baquica retahila; y, ora avanzando, ora en retroceso, ora á tumbos, se enmarañan con fieras, armas y troncos en ovillo colosal.


Como las olas del Mar Rojo hacinadas sobre Moisés á modo de muro, reventando á la terrífica voz del trueno, resbalaron en desorden hasta el profundo, sirviendo de fosa al río de lanzas y al ejército de los Faraones;


así corceles, carros, ballestas y coronas rodaron vortiginosos con polvo y espumas; todos pedían socorro, y entre el oleaje los negros cetáceos respondían:—Hénos aquí.—


Si, cual lodosos Tritones, consiguen sacar la cabeza, atisban, cegajosos, si divisan al héroe; y, al no verle, imaginan que yace en lo más hondo, y, con tal que muera, ya no les apena perder la vida.


Su ciudad, á manera de antorcha, flamea más y más; semeja una madre condenada á alumbrar con su esqueleto de torres, que el abismo engulle, á sus hijos, que trasminan también como condenados.

Á su fulgor, se aferran á un espaldar de montaña que aun no inclinó la frente al gran diluvio; y, quitándose el cieno de los párpados, vislumbran al de Beocia tomar tierra en el hispano jardín.


Desesperanzados de beber sur sangre, cuando ya, ebrios de coraje, la sentían en las fauces, feroces contra la mano divina que así la arrebata de sus zarpas, á chorros vomita veneno su protervo corazón.


Y agarran troncos y árboles que astillan en la escueta roca; peñas que sobre ellos al caer se disgregaron; y encaramándolos, embalumban picos sobre picos, ciertos con tal escala, de despeñar á Dios.


De un empellón allegan edificios ciclópeos, osamentas de ballena, campos y pedregales; en donde hubo una montaña, se abre un precipicio, que cumbres y faldas arrancan una tras otra.


Si un reflujo algún bosque asoma la caballera, asiéndola, lo descuajan, y, colgado cual racimo, con sus hondonadas, sus espeluncas, sus ríos y sus fieras, á que se asiente sobre los demás lo envian por los aires á la cuspide.

Ya forman sólo una sierra el Pirineo y el ramificado Atlas, uno escabel del otro, peñon sobre peñon ; y Ábila y Calpe, cascos y restos de la Atlántida, cabalgan confundidos.


Y ellos, en la cima, los unos sobre el dorso de los otros, escalonan olmedas, cerros y nubs, y, cerca ya de la estrellada cúpula del firmamento, alzan, para asirse de ella, sus brazos giganteos.


¡Ira de Dios! ¿duermes acaso? ¡Oh no! que á tu ráfaga la torre de férrea raigambre despide de sí su carga, cual sacude la suya de fruta y hojarasca la encina resecada por el fuego del cielo.


Atiérrase el humano castillo desde la cumbre con bloques alzada, derrumbándose en horrible cascada, del alto cielo á la tierra, de la tierra al mar, de monte en monte trastumbando hasta los antros.


Al caer en el profundo pozo del abismo, se desgreñan y se abollan la frente herida del rayo, y, entrelazándose á guisa de enroscadoras serpientes, híncanse los venenosos colmillos y los uñosos dedos.

Hasta el alma en su coraje arrancado se habrían, descalabrándose á puntapies, si con su prematura muerte no se hubiera apagado la tormenta que desde su sepulcro se elevaba al Eterno.


—¿Dónde está?—satánicos exclaman.—¿Dónde está? ¿Por qué se oculta? Ya ni tiene muerte que nos mate, ni tierra en que sepultarnos; si cuenta con el rayo destructor, no lo ostente, que á arrebatárselo iremos ¡mal haya! de las manos.—


Escucha Dios, y para la centella que de la cima desciende ya á convertir en pavesas tan infernales tizones, mientras ellos, reanimados por odio sacrilego, armas mortíferas contra el Eterno piden á los mares.


Hurgando, á manera de topos, salen á gatas de la sima; apilan en montones los cadáveres de los anegados, y, atándolos con tallos de zarzal y cambronera, enarcados difuntos sirven de pasadera á los vivos.


Los boababes que encuentran al tomar la tierra, rotos con ira vuelan al cielo, junto con el ribazo en que, como membrudos musculosos gigantes de otras centurias, departían con las sierras acerca de los días primeros del mundo.

Si alguna de sus esposas, que con su hijo va de ellos detrás,—¿qué hacéis?—horrorizada les pregunta; garfean su esponjoso cabello, verde de coraje, y, al cielo lanzándola,—Vuela con él,—le dicen,—si de Dios eres.—


Allí volearon barracas, embarcaciones y fragmentos de torre, que montañas son si en tierra caen, é islotes si en el mar; abrigaderos en que las focas un tiempo se revolcaron, y picos de que colgaban sus nidos los aguiluchos.


Serranías linderos del reino, arrecifes y promontorios, cruzaron por los aires, dejan en soledad la tierra; en su vuelo chocan zócalos con cimborrios, y el agua desciende a las cúspides de los volcados peñones.


Y topándose en los altos cielos las cumbres de las montañas con sus raíces, y estas con los astros, caen de nuevo en lluvia de crepitantes moles, y parece que, desquiciado el universo, se reduzca a escombros.


En tanto torbellino, en alas de las Furias, juega con los témpanos de tierra que el mar veces cien aprenso, y todos aúllan cual lobos, en lo más espeso del bosque, al no dar con el corderillo cuyo rastro percibieron.

Mas el Ángel, hostigándolos:—¡Ea! Desarraigadla, haced astillas de su tronco, y leña de su ramaje; cual yerba maldita de Dios, quemadla, y aventad luego la infernal ceniza a que el rayo la reduzca.—


Al escucharle, el mar detiene sus olas, y el cielo sus rayos; sangre destila la montaña cual uva en prensa, y forcejea natura contra sus férreos goznes, para, temblorosa, esconderse en el abierto abismo.


Cual rio que, de nube en nube, desciende del Empíreo, cae una espada de orla de centellas; y el altivo peñón, que ni el cielo conmover podido hubiera, aun desplomándose sobre él, auxiliado por vientos y mares, y el estallante fuego,


vuélcase con su carga, como cuna de cañizo; y, ancho y engullidor abriéndose boqueante maelstrom, muéstrales, la tierra, negruzca poza en sus entrañas, hasta la mas recóndita quebrajándose y rompiéndose.


Amedrentados retroceden; mas, oyendo retronar encima el tormentoso halito del Arcángel, zambúllense cuando más abría el abismo sus fauces, gozoso de verse lleno de una hornada.

De un sorbo devora ciudad, riscos, Atlántida, Atlantes, cieno, espumas, aves y ballenas; y, en terrible é infernal remolino, un aluvión de pueblos, encinares, bajeles y peñascos.


Regolfada intérnase la densa tempestad junto con el turbión con que volqueándose luchaba en las aguas; si vuelve el monstruo á abrir la boca, enjugaráse la mar, y sólo habrá, para darle, astros á pedazos.


Enhórnase la espada, y convierte la vorágine en un vesubio, que á cada instante flamea y ulula con más ronco acento, subiendo par él arrasadora columna de un diluvio de fuego, que ni escombros ni agua pueden atarjar.


¡Tremendo castigo! con sus candentes armas, rocas y guijarros, combustible del Teyde, suben los Atlantes, y, envueltos en ríos de lava, los recibe el ancho cráter para des pedirlos á mayor altura, entre ingentes globos de llamas.


Tiemblan los viecinos reinos; con marmóreas ligaduras sujetos al que se sume, ¡qué mucho que tiemblen! Albión, España y Libia, ramas de tal árbol, por momentos caen á trozos en la mar.

¿Quién romperá los brazos con que se aferra á su cuello, como diciendo: «no me abandonéis, hermanas de mi alma»? ¡oh divino poder! húndense, rotos de risco en risco, y sólo queda en las aguas un escarceo que mengua, mengua y muere.


Envaina entonces el Genio su abismadora espada. Cómo dió el terrible golpe mi labio á decir no acierta; contarlo podría sólo su voz retronadora, que el mundo no oirá de nuevo hasta su acabamiento.


Mas hé aquí desuncida ya el África de la Europa, mientras entre ambas un mar mayor se sobrepone á los mares, y desgajada y bipartida la tierra, desfoga por nuevos volcanes las llamas de su seno.


Cuando el hortelano ve correr el agua por el surco que ha abierto, detiénese reclinado en el mango de la azada; asi el Ángel espera que se allane el más alto cerro, y, ofreciéndole la luna argentado estribo, remóntase á los cielos.


Desde allí, con pesadumbre, vuélvese centelleador hacia los restantes continentes,—á más ver,—diciéndoles;—cuando torne, de llamas serán los mares que os recubran: temed á Dios, que se acerca el día del juicio tremendo.—

En tanto el Empíreo aduna sus himmos de victoria, meciendo en sus armoniosas alas el arrobado mundo. ¿Quién llega hasta Tí? La Atlántida ¡oh gran Dios! trepa á la gloria por escalonados montes; truenas y desparece.


Trozo de cielo, al crearla, la hiciste llover en la tierra para que en ella se bendijese tu excelsa voluntad; á guerrear contra Tí la movieron sus ingratos hijos, y con ellos y sus armas la arrojaste al abismo.


Mas, para que renacer pudieran los jardines hesperios, anhelo del amor, dejaste simiente; borra la ola á la ola, sucédense las generaciones; sólo, luminar de distinta esfera, jamás se extingue tu lumbre.


Sirena que surgiendo gallarda de las olas, súbese á un promontorio á entonar sus amores; y á su canto, que adulzora el ambiente, viene amansada la mar á besar sus plantas con salados labios.


España, llamada por el angélico coro, despierta, y siente que un ignoto piélago abraza su cuerpo.—¿Quién relevará en tu cielo el caído astro?—le pregunta; y, estrechándola en sus brazos, responde gozoso:—Tú.—

Mas ya el alba, sembrando á haldadas perlas y lirios, como tierna madre guía del brazo al naciente sol; y á su dulce beso, inflamadas y ceñadas de arreboles, se esparcen por los aires las nubes de Occidente.


Entre ellas, rubios y hermosos, tropiézanse dos Ángeles; sube lloroso el uno, risueño desciende el otro:—¡Ay dolor! ¡Ángel era yo de los reinos que se anegan!—Yo lo soy del que nace de sus ruinas.


—¿No muere acaso para siempre? ¿revivirá, como el Fénix, en su lecho de lava? Sí, pues hacia Oriente renacer veo el astro que aquí se pone. Toma su corona de oro finísimo, que ya devolvía á los cielos; cuando sea reina de los mundos, colócala en su frente.


Así diciendo, la presenta, y reemprende el vuelo, despolvoreando sus alas de nieve, miéntras aquél baja á Hesperia, que sonriente se alza del florido respaldar de pirenaicas sierras.


Mas ¡ay! dó están el Elíseo Occidental, y el tálamo de Hesperis, en que Hespérides y Atlantes nacieron? ¿dónde, la tierra que enlazó los hemisferios con sus brazos? Todo, todo fué pasto de voraces abismos.

Ya en el mundo, de los que lo trastornaron ni huella queda; el dedo del Eterno borró su muchedumbre; y de sus batallas el trueno, y de sus tempestades el rayo, pasaron, com aguas de exhausto río.


Los siglos perdido hubiera hasta la memoría de su fosa, si no fuera par el ignívomo Teyde, que aun habla al mar acerca de aquella noche en que aunados hicieron tan horrible estrago; y éste atiende y rebrama cual si ansiase reproducirlo.


¡Oh! ¿no percibiste rodar por las nubes su áspero canto, cual el trueno por entre rajados derrumbaderos y peñascales, cuando, con ardorosos pulmones, ese Genio de Atlántico narra á los nacientes mundos la destrucción de aquél?


Cae sobre su dorso inmensa caballera de lava; de una bocanada inunda de llamas, de bote en bote, el firmamento; mécense con él las islas á manera de naves, y detrás de su rojo penacho, escóndense aterrorizadas la vívidas estrellas.


Cuentan que, entonces, al despedir sus ígneas rocas como sus bellotas el roble, hechos tizones infernales, suben y bajan, dando tumbos, Titanes entre ellas, y que, no bien los muestra, cual hirviente caldera, nuevamente los engulle.

Y que, airados, rompen á veces con estruendo, á empellones y golpes, aquellas osamentas que el abismo, harto ya de cadáver atlántico, vomitó, mientras muerden el dardo del Eterno que allí los clava.


Estremécense las Canarias, Madera y Azores, no pudiendo resistir los esfuerzos de los Titanes; como truenos infernales, percíbense á la vez soterráneos alaridos y la fulgurante respiración de fragua ciclópea.


Semeja entonces el hórrido volcán, pira de huesos, de carros y armaduras, alzada por el spulturero sobre cerros boca abajo, trozos de la escala por la que los hijos de Lucifer subían á los cielos.