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La Celestina: Razones 05

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Queda una tercera hipótesis, la del señor Foulché-Delbosc, que fija en Toledo el escenario de la Celestina. Pero aquí nos encontramos también con la dificultad del río navegable. Nunca desde una azotea de Toledo han podido verse navíos, ni esto puede pasar como una licencia poética. La tentativa grandiosa, pero desgraciadamente efímera, de navegación del Tajo hasta su desembocadura en Lisboa, pertenece al reinado de Felipe II. Hubo, sin duda, proyectos anteriores, alguno del tiempo de los Reyes Católicos, pero no autorizaban a un escritor para dar por cumplido lo que no llegó a ser ni intentado siquiera.

Si se prescinde de los navíos, resulta que en Toledo concurren casi todos los pormenores topográficos citados por Rojas: las tenerías junto al río; los nombres de las parroquias de San Miguel y la Magdalena y de alguna calle como la del Arcediano, si es que realmente se la puede identificar como una antigua plaza del mismo nombre. De la calle del Vicario Gordo, mencionada también en la obra, nadie da razón hasta ahora. Pármeno refiere haber servido nueve años en el monasterio de Guadalupe, que pertenece a la diócesis de Toledo, aunque situado en Extremadura.

Pero es el caso que algunas de estas cosas no son peculiares de Toledo: tenerías junto al río había también en Salamanca (como hemos visto), e iglesias de San Miguel y de la Magdalena allí y en Sevilla, aunque creo, por las razones expuestas, que Rojas no pudo pensar más que en una ciudad castellana. ¿Y por qué en una ciudad determinada? ¿No pudo crear, como suelen hacer los novelistas, una ciudad ideal, con reminiscencias de las que más presentes tenía, es decir, Salamanca y Toledo? El haber puesto una circunstancia que es imposible en ambas mueve a creer que no quiso concretar demasiado el lugar de la acción, para lo cual tendría muy buenas razones; que no es el cuento de Calisto y Melibea de los que pueden achacarse a personas particulares, moradoras de cierto pueblo, sin que padezca no leve mengua su buena fama y la de su apellido.

Poco nos importa todo esto. La Celestina no es obra local, sino de interés permanente y humano. Los datos sencillísimos de su fábula: una pasión juvenil, una tercería amorosa, una doble catástrofe trágica, han podido reproducirse infinitas veces. En esta parte, Rojas no inventó ni quiso inventar nada, porque su arte, antítesis radical de los libros de caballerías, no estribaba en quiméricas combinaciones de temas incoherentes. Tomó del natural todos sus elementos y extrajo el jugo y la quintaesencia de la vida.

Pero aunque su obra sea directamente naturalista y deba tenerse por un original dechado de pasmosa verdad y observación encarnizada y fría, no puede desconocerse que la armazón o el esqueleto de la fábula, y aun la mayor parte de los personajes, y por de contado las sentencias y máximas que pronuncian, tienen abolengo próximo o remoto en la literatura clásica, y en sus imitadores de la Edad Media y del Renacimiento, y en algunas obras también de nuestra propia literatura. La investigación de las que en este sentido pueden llamarse fuentes de la Celestina daría materia para un libro entero, del cual ya existe un excelente capítulo, el relativo a los «antecedentes del tipo celestinesco en la literatura latina.» Aquí nos limitaremos a lo más esencial, insistiendo en lo menos sabido.

La influencia clásica fue reconocida, aunque en términos vagos, por Aribau. «Sin parecerse la Celestina a ninguna de las obras de la antigüedad, en toda ella trasciende un olor suavísimo de lectura y meditación sobre los mejores modelos.» No se parece, en efecto, a ninguna; pero tiene rasgos sueltos de muchas, y algo, capital a mi juicio, que procede de fuente conocida.

No doy grande importancia a los nombres históricos, geográficos y mitológicos; pedantería harto fácil y común a todos los autores de aquel tiempo, pero merecen más atención las citas positivas de varios clásicos que hay esparcidas por el libro y la traducción ocasional de alguna frase o sentencia. Desde las primeras líneas del prólogo nos encontramos con el filósofo Heráclito y la exposición bastante clara de un principio capital de su sistema físico: «Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dize aquel gran sabio Eráclito en este modo: Omnia secundum litem fiunt.»

Más adelante nos da noticias del pez echeneis, que parecen tomadas de Aristóteles, Plinio y Lucano, pero que realmente lo han sido del Comendador Hernán Núñez en su glosa a Juan de Mena: «Aristóteles y Plinio cuentan maravillas de un pequeño pece llamado Echeneis... Especialmente tiene una, que si llega a una nao o carraca, la detiene que no puede menear, aunque vaya muy rezio por las aguas; de lo cual haze Lucano mención diciendo:


Non puppim retinens, Euro tendente rudentes,
In mediis Echeneis aquis...

No falta allí el pece dicho Echeneis, que detiene las fustas cuando el viento Euro estiende las cuerdas en medio de la mar.»

Del texto de la Tragicomedia sólo recordaré unos cuantos lugares, dejando lo demás para quien emprenda el comentario perpetuo que tal obra merece. La madre Celestina, en el aucto IV, cita con precisión un verso de Horacio, sin nombrarle: «¿No has leydo que dizen: verná el dia que en el espejo no te conozcas?» El lírico latino había escrito (Od. IV, carm. X, v. 6):

Dices, heu! quoties te in speculo videris alterum...


Sempronio nos advierte (aucto VIII) que «las yras de los amigos suelen ser reintegracion de amor». Es sentencia muy sabida de Terencio en la Andria (v. 556): Amantium, irae, amoris integratio est. Pármeno, tan leído como su compañero, traduce, embebiéndolos en el diálogo, cuatro versos de prólogo de las sátiras de Persio (8-11):


Quis expeclivit psittaco suum,
Picasque docuit verba nostra conari?
Magister artis ingenique largitor
Venter, negatas artifex sequi voces.


«La necessidad e pobreza; la hambre, que no ay mejor maestra en el mundo, no ay mejor despertadora e abivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picaças e papagayos ymiten nuestra propia habla con sus harpadas lenguas, nuestro órgano e boz, sino esta?» (Aucto IX).

En boca de Pleberio (aucto XX) encontramos el degeneres animos timor arguit, de Virgilio (Aen., VI, 13): «a los flacos coraçones el dolor los arguye». Y en su lamentación repite el Cantabit vacuus coram, latrone viator, de Juvenal (Sat. X, 22): «como caminante pobre que sin temor de los crueles salteadores va cantando en alta boz».

Estos y otros pasajes, que sin esfuerzo notará cualquier humanista, pertenecen a lo más sabido y vulgar de las lenguas clásicas, y por lo mismo parecen indicar reminiscencias escolares muy frescas. Horacio, Virgilio, Terencio, Juvenal y Persio, eran de los autores que se leían más en las aulas. Acaso las frecuentaba todavía el autor o había salido de ellas poco antes.

Pero entremos en otro género de imitaciones más dignas de consideración. El primer esbozo del carácter de la tercera de ilícitos amoríos (con puntas y collares de hechicera) puede encontrarse en la vieja Dipsas, que figura en una de las elegías de los Amores del lascivo poeta de Sulmona (Lib. I, eleg. VIII):


Est quaedam; (quicumque volet cognoscere lenam,
Audiat) est quaedam, nomino Dipsas, anus...


Dipsas tiene rasgos comunes con Celestina. El primero es la intemperancia báquica (Lacrimosaque vino lumina), de la cual procede su nombre (ex re nomen habet), y por la cual el poeta, en sus maldiciones, la desea perpetua sed:


D tibi dent nullosque lares, inopemque senectam;
Et longas hyenes, perpetuamque sitim.

(V. 1.13-114.)


Otro, y más característico, es la pericia en las artes mágicas, el poder de la hechicería, que no se limita aquí a la preparación de filtros amorosos ni al conocimiento de las virtudes arcanas de ciertas yerbas, sino que domeña la naturaleza con infernal señorío, torciendo el curso de las aguas, disponiendo a su arbitrio de la tempestad y de la calma, enrojeciendo la faz de la Luna y haciendo que derramen sangre las estrellas. No falta, por supuesto, el vuelo nocturno y la evocación de los muertos:


Evocat antiquis proavos atavisque sepulcris;
Et solidam longo carmine findit humum.

(V. 17 y 18.)


Por robusta que fuese la credulidad de los contemporáneos de Fernando de Rojas, no era fácil que a una bruja castellana pudieran atribuirse tales portentos. Sólo de la necromancia ha quedado algún rastro en la relación que Celestina hace de las diabólicas artes de la madre de Pármeno. En todo esto puede verse también el recuerdo de las Canidias y Saganas de Horacio y del libro de Apuleyo, que está expresamente citado en la Tragicomedia (aucto VIII): «En tal hora comiesses el diacitron, como «Apuleyo el veneno que le convirtió en asno.»

Pero no son la embriaguez ni la hechicería las notas capitales de la Celestina española; en lo que emula y supera a la Dipsas ovidiana es en el oficio que ambas ejercen de concertadoras de ilícitos tratos, y en la pérfida astucia de sus blandas palabras y viles consejos:


Haec sibi proposuit thalamos temerare púdicos;
Nec tamen eloquio lingua nocente caret.

(V. 19-20.)


De esta elocuencia da muestra Dipsas queriendo sobornar a la amada del poeta en un razonamiento que recuerda mucho los coloquios de Celestina con Areusa y aun con la misma Melibea:


Scis, hera, te, mea lux, juveni placuisse beato;
Haesit, et in vultu constitit usque tuo...


Ludite formosae: casta est, quam nemo rogavit,
Aut, si rusticitas non vetat, ipso rogat.


Labitur occulte, fallitque volubilis aetas;
Ut celer admissis labitur amnis aquis.


(V. 23-24; 43-44; 49-50.)


Tal es el tipo de la Lena romana, ligeramente bosquejado por Ovidio y Propercio.

En el teatro clásico tiene otros precedentes de más consideración la fábula española. No los disimula Alonso de Proaza en sus octavas encomiásticas:


 No debuxó la cómica mano
 De Nevio ni Plauto, varones prudentes,
 Tan bien los engaños de falsos siruientes
 Y las mugeres en metro romano.
 Cratino y Menandro y Magnes anciano
 Esta materia supieron apenas
 Pintar en estilo primero de Atenas
 Como este poeta en su castellano.


Claro es que Magnes y Cratino, poetas de la antigua comedia ateniense, eran meros nombres para Rojas y su panegirista. Poco menos debía de pasarles con Menandro, cuyos fragmentos no fueron impresos hasta 1553, y de quien sólo en años muy recientes nos han revelado los papiros egipcios algunas comedias más o menos incompletas. Pero Menandro, a quien toda la antigüedad consideró como el más exquisito poeta de la comedia nueva, vivía indirectamente en sus imitadores latinos, especialmente en Terencio. Tanto él como Plauto eran familiares al bachiller Rojas, según puede colegirse por varios indicios. Ya Aribau se fijó en los nombres de algunos personajes, que evidentemente están tomados de las comedias latinas, donde desempeñan papeles análogos. Pármeno (que se interpreta manens et aditans domino) aparece en el Eunuco, en los Adelfos y en la Hecyra. En esta misma comedia y en la Andria interviene Sosia, todavía más conocido por la parte chistosísima que desempeña en el Anfitrión de Plauto. El nombre de Crito se repite tres veces en el teatro de Terencio (Andria, Heautontimorumenos y Phormio). Traso es el soldado fanfarrón rival del joven Fedria en el Eunuco, y probablemente la idea de llamar Centurio a un rufián ha sido sugerida por la misma comedia (v. 775), en que se pregunta por un centurión llamado Sanga: «Vbi centurio est Sanga, manipulus furum?» La madre de Melibea (acto IV) dice que va a visitar a la mujer de Cremes. Tres viejos de Terencio (Andria, Heautontimorumenos, Phormio) y un adolescente (Eunuchus) tienen el nombre de Chremes. Otros nombres de la Tragicomedia parecen forjados a similitud de éstos.

Si en la imposición de los nombres lleva Terencio la ventaja, en otras cosas de la Celestina se revela más el estudio de Plauto. A él hay que referir probablemente el título definitivo de la obra que primeramente había llamado su autor comedia. La voz tragicomedia (más bien tragicocomedia) es una invención jocosa del poeta latino en el prólogo de su Anfitrión. Mercurio, que le pronuncia, dice a los espectadores:

«Voy a exponeros el argumento de esta tragedia. ¿Por qué arrugáis la frente? ¿Porque os dije que iba a ser tragedia? Soy un dios, y puedo, si queréis, transformarla en comedia, sin cambiar ninguno de los versos. ¿Queréis que lo haga así o no? Pero, necio de mí, que siendo un dios no puedo menos de saber lo que pensáis sobre esta materia! Haré, pues, que sea una obra mixta, a la cual llamaré tragico-comedia, porque no me parece bien calificar siempre de comedia aquella en que intervienen reyes y dioses, ni de tragedia a la que admite personajes de siervos. Será, pues, como os he dicho, una tragicocomedia.»


 Post, argumentum huius eloquar tragoediae.
 Quid contraxistis frontem? quia tragoediam
 Dixi futuram hanc? Deus sum; commutavero
 Eamdem hanc, si voltis; faciam ex tragoedia
 Comoedia ut sit, omnibus eisdem versibus.
 Virum sit, an non, voltis? Sed ego stultior
 Quasi nesciam, vos velle, qui divus siem.
 Teneo quid animi vostri super hac re siet.
 Faciam ut commixta sit tragicocomoedia,
 Nam me perpetuo facere ut sit comoedia,
 Reges quo veniant et dî, non par arbitror.
 Quid igitur? quoniam heic servos quoque parteis habet
 Faciam, sit, proinde ut dixi, tragicocomoedia.

 
(V. 51-63)


Sin duda que este pasaje no puede tomarse en serio como determinación de un nuevo género poético, porque Plauto se chancea con el público, pero también es cierto que ninguna obra de su teatro se asemeja al Anfitrión, que no es parodia trágica ni tampoco verdadera comedia. El infortunio conyugal del jefe tebano, víctima de un poder tan absurdo como incontrastable, no produce risa sino indignación en el lector o espectador moderno, y acaso también en el antiguo, ni hay en los caracteres de Anfitrión y Alcumena nada que no sea decoroso y digno de personas trágicas. Lo cómico se refugia en figuras secundarias. Y como en los diez y nueve siglos que transcurrieron entre Plauto y el bachiller Fernando de Rojas, una sola obra que sepamos volvió a llamarse tragicomedia, nos inclinamos a admitir la derivación Plautina. Pero conviene notar que el poeta romano justifica la novedad del título con la mezcla de personajes trágicos y cómicos, y el autor castellano con la mezcla de placer y dolor, lo cual es mucho más racional y filosófico: «Otros han litigado sobre el nombre, diziendo que no se avia de llamar comedia, pues acabava en tristeza, sino que se llamase tragedia. El primer autor quiso darle denominación del principio, que fue plazer, e llamóla comedia. Yo, viendo estas discordias entre estos extremos, partí agora por medio la porfia, e llaméla tragicomedia.»

El nombre quedó en la literatura española del siglo XVI, y fue aplicado a obras de muy vario argumento. Gil Vicente, que en tantas cosas fue tributario de la Celestina, llamó tragicomedias a una sección entera de sus obras, en que se mezclan piezas alegóricas, como el Triumpho do inverno y la Serra da Estrella, con dramas caballerescos, como Don Duardos y Amadís de Gaula. Tragicomedia alegórica del Paraíso y del Infierno se rotula la excelente refundición castellana de una de las Barcas del mismo Gil Vicente, impresa en Burgos en 1539. Una de las piezas de la Turiana, atribuidas a Juan de Timoneda, lleva el título de Tragicomedia Filomena. En la numerosa serie de las Celestinas, sólo una, la de Sancho Muñón, conserva el dictado de Tragicomedia de Lisandro y Roselia.

Ninguna de las comedias de Plauto y Terencio presenta una acción análoga a la de la Celestina, pero hay en casi todas rasgos de parentesco y semejanza que las hacen hasta cierto punto de la misma familia dramática. Rojas se asimiló muchos de los elementos de la comedia latina. La continua intervención de los siervos en las intrigas amorosas de sus amos hacen al Líbano de la Asinaria, al Toxilo y al Sagaristión de El Persa, al redomado Pseudolo que da título a una comedia, al Epidico protagonista de otra, al Crisalo de Las dos Báquides, precursores remotos de Sempronio y Pármeno. Lo mismo puede decirse del Davo de la Andria, del Siro del Heautontimorumenos, del Geta del Formion, del Pármeno del Eunuco, que ni siquiera ha tenido que cambiar de nombre.

Abundan también en el teatro latino los rufianes propiamente dichos (lenones), que trafican con la venta de mujeres, como el Capadocio del Curculio, el Labrax del Rudens el Dordalo de El Persa, el Sannion de los Adelfos y otros varios, casi todos escarnecidos y burlados en su torpe lucro por las estratagemas de los siervos. Cuando desapareció la esclavitud en la forma en que la conocieron los pueblos clásicos, tuvieron que resultar exóticas en cualquier teatro moderno las intrigas a que dan lugar los raptos de doncellas, su exposición en público mercado Y los reconocimientos o anagnorises que las hacen pasar súbitamente de la condición servil a la ingenua. Nuestro autor se abstuvo cuerdamente de imitarlas, al revés de lo que hicieron los poetas cómicos de Italia en el siglo XVI con monotonía servil y fatigosa.

Pero había otra figura cómica en el teatro latino, que podía trasplantarse a la escena moderna: el soldado fanfarrón, el miles gloriosus, bravo en palabras y corto en hechos, que al pasar a las imitaciones adquiere algunos de los caracteres del leno. No es ya mercader de esclavas, pero vive cínicamente con el tráfico vil de sus protegidas. Tal es el rufián Centurio, llamado así irónicamente, no por ser capitán de cien hombres, sino por rufián de cien mujeres. El abolengo de estos milites, que en los siglos XVI y XVII inundan nuestra escena y la italiana, se remonta a aquellos otros figurones que en el repertorio de Plauto llevan los retumbantes nombres de Therapontigono (en el Curculio), de Pyrgopolinices (en el Miles gloriosus), de Strasophanes (en el Truculentus). Todos ellos tienen por nota característica la fanfarronada: todos se jactan sin cesar de sus imaginarias proezas; todo el mundo se burla de ellos y de sus ridículos amoríos; son víctimas de los parásitos y de las rameras y a todos cuadra la descripción que Palestrio hace de su amo:


 .................. gloriosus, impudens,
 Stercoreus, plenus perjurii, atque actulterii:
 Ait sese ultro omnes mulieres sectarier.
 Is deridiculu'st, quaqua incedit omnibus.
 

(M. G., Acto II, scena I, v. 11-14).


Apenas hay comedia latina sin meretrices, porque los hábitos de la antigua escena rara vez toleraban intrigas amorosas con mujeres de condición libre, sino con esclavas y libertas. Pero entre estas cortesanas hay muchos grados. Las de Terencio suelen ser enamoradas sentimentales, que desmienten con la delicadeza de sus afectos el oprobio unido a su nombre y oficio. La honestidad de su lenguaje es tal, que los más severos educadores cristianos no han tenido reparo en poner el volumen de las comedias terencianas, con muy ligera expurgación, en manos de sus alumnos. Las heroínas de Plauto, por el contrario, suelen pertenecer al mismo mundo que Elicia y Areusa, y aun peor. Rasgos hay de ternura, por ejemplo, en la escena de la separación de Argiripo y Filenia en la Asinaria (acto III, scena III), pero ¿a quién no repugnan las bajas complacencias de Filena con el padre y el hijo simultáneamente?

Las comedias de Plauto donde más de propósito se pintan costumbres meretricias son las Bacchides, la Cistellaria y el Truculentus. En todo esto no se ve ninguna imitación indirecta. Más importante es la galería de las lenas, no sólo porque desempeñan el mismo oficio que Celestina, sino porque se muestran como ella razonadoras y sentenciosas, y dan verdaderas lecciones de perversidad a sus educandas. Así Cleereta en la Asinaria, Scafa en la Mostellaria, y más especialmente otra lena anónima que adoctrina en la Cistellaria a Silenia y a Gimnasia (acto I, scena I). Añádase el rasgo común de la embriaguez consuetudinaria y parlante. «Multiloqua et multibiba» es la «anus» de la Cistellaria. «Multibiba» y «merobiba» son epítetos que se aplican a la del Curculio,


Quasi tu lagenam dicas, ubi vinum, solet Chium esse.


(Acto I, scena I, v. 78-79).


Las palabras con que celebra el vino tienen el mismo entusiasmo ditirámbico que las de Celestina en el aucto IX de la Tragicomedia:


 Salve anime mi,
 Liberi lepos: ut veteris vetusti cupida sum!
 Nam omnium unguentum, odor prae tuo, nautea'est.
 Tu mihi stacte, tu cinnamomum, tu rosa,
 Tu crocinum et casia es, tu bdellium: nam ubi
 Tu profusus, ibi ego me pervelim sepultam...

 
(Acto I, scena II, v. 3-8).


Rojas, que tan versado se muestra en las letras latinas, ¿tendría algún conocimiento de las griegas? No sería inverosímil el caso, ya que en su tiempo las enseñaban en Salamanca, Nebrija y Arias Barbosa, pero no tengo ningún motivo para afirmarlo. Lo que me parece seguro es que conoció, a lo menos en la versión latina de Marcos Musuro, que estaba impresa antes de 1494, el poema de Museo sobre los amores de Hero y Leandro, de donde manifiestamente está imitada la catástrofe de Melibea. Sólo aquél texto clásico pudo sugerirle la idea, tan poco española, del suicidio, porque es idéntica la situación de ambas heroínas e idéntico también el modo que eligen de darse muerte, precipitándose ambas de una torre:


 ....................Apud fundamentum vero turris
 Dilaniatum scopulis ut vidit mortuum maritum,
 Artificiosam disrumpens circa pectore tunicam
 Violenter praeceps ab excelsa cecidit turri.
 At Hero periit super mortuo marito,
 Se -invicem, vero fruiti- sunt etiam in ultima pernicie.


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