La Celestina: Razones 13
Si Cervantes no hubiera existido, la Celestina ocuparía el primer lugar entre las obras de imaginación compuestas en España. El juez más abonado del siglo XVI, el primer maestro de la prosa castellana en tiempos de Carlos V, declaró con fallo inapelable que «ningún libro hay escrito en castellano adonde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante.»
El estilo y la lengua de la Celestina no son para tratados incidentalmente. Hoy la Estilística no es una dependencia de la Retórica, sino parte integrante y la más ardua y superior de la Filología. Para estudiar formalmente el estilo de un autor es preciso conocer a fondo el material lingüístico que emplea y haber agotado previamente todas las cuestiones de fonética, morfología y sintaxis que su obra sugiere. Nada de esto o casi nada se ha intentado respecto de la Celestina, cuya gramática y vocabulario exigen un libro especial. Sólo cuando la historia de nuestra lengua esté hecha por el único que puede y debe hacerla, por el que nos ha dado, con aplauso de propios y extraños, el primer manual de Gramática histórica, tendremos base firme para un estudio de tal naturaleza. Ni mi vocación ni mis particulares circunstancias me permiten emprenderlo, y así tendrá que ser vago y sucinto lo que en esta parte diga.
La prosa no tiene orígenes populares como la poesía, a lo menos en las literaturas derivadas. Nace a veces de la poesía épica, y es su transcripción degenerada (nuestros cantares de gesta convertidos en fragmentos de crónicas). Pero con más frecuencia se amolda a un tipo literario preexistente en la lengua madre o en alguna otra que sostenga sus primeros y vacilantes pasos. Así nació la prosa castellana, con un visible dualismo entre el elemento oriental, muy influyente al principio, casi nulo después, y el elemento latino-eclesiástico, educador común de todos los pueblos de Occidente. En la gran labor de traducciones y compilaciones que nos legó la corte literaria de Alfonso el Sabio, no importan menos los libros del saber de Astronomía, el Calila y Dina y los Engannos de mugeres, los libros de proverbios y consejos, traducidos del árabe, que las Partidas y las dos Estorias, cuyas principales fuentes son latinas, sin duda alguna. Y como las versiones solían hacerse muy literales, y el organismo gramatical del árabe y del latín difieren tanto, no es maravilla que el tránsito del uno al otro, que a veces puede estudiarse en una obra misma, resulte violento y desmañado. Con todo eso se percibe ya en esta variadísima literatura alfonsina cierto conato de unidad, la aspiración a un tipo de lengua culta y cortesana. No en vano se preciaba el mismo rey de «endereszar él por sí» el estilo de sus colaboradores.
Este tipo persistió en sus rasgos fundamentales durante los siglos XIII y XIV, no sin recibir también notable influjo de la lengua francesa, mediante la cual se nos comunicaron obras de tanta importancia como la Gran Conquista de Ultramar, el Tesoro de Brunetto Latini y la Crónica Troyana. En medio de este período de tanteo y aprendizaje, surge como por encanto la figura del primer prosista español digno de este nombre, del primero que estampó su individualidad en la prosa. No fue verdadero innovador don Juan Manuel: la lengua que habla es la de su tiempo, pero la habla mejor que nadie, con cierto gusto personal e inconfundible, con talento de narrador ameno y fácil, con elegante y cándida malicia. La construcción lenta y embarazosa de sus antecesores parece que se aligera en él y que va a romper las trabas conjuntivas. Faltó a don Juan Manuel la educación de humanista que tuvo su contemporáneo Boccaccio, y no pudo dar ambiente a su estilo ni amplitud a su dicción, ni mucho menos adivinar el ritmo del período prosaico, tal como le habían forjado los latinos y comenzaba a imitarse en Italia. Pero esta imitación tenía mucho de viciosa y pedantesca, y por haberse librado de ella don Juan Manuel conservan sus escritos una sabrosa llaneza y dulce naturalidad, que suelen echarse de menos en las redundantes cláusulas del novelista de Certaldo.
La orientación propiamente clásica tuvo un precursor en el canciller Ayala, no sólo en lo que toca a la materia y forma de la historia, sino en el estilo mismo, que denuncia a veces al asiduo lector de las Décadas de Tito Livio, aunque no pudiese disfrutarlas en su lengua original. Las traducciones hechas bajo los auspicios de aquel magnate abren una larguísima serie de ellas, que se dilata durante todo el siglo XV, derivadas unas del latín, otras del toscano y aun del catalán, útiles todas como instrumento de vulgarización, pero ninguna como ejemplar de estilo. Con ellas cambia la faz de nuestra prosa, invadida y perturbada por el hipérbaton latino, de que hacen grosero y servil calco los alumnos de la detestable escuela de don Enrique de Villena, al mismo paso que inundan sus escritos de pedantescos neologismos, so pretexto «de non fallar equivalentes vocablos en la romancial texedura, en el rudo y desierto romance, para exprimir los angélicos concebimientos virgilianos». Sigue tan extraviada dirección Juan de Mena, que considerado como prosista, es de lo peor de su tiempo, pero que por el prestigio de sus obras poéticas contribuyó a autorizar la obra de los latinizantes. Y no se puede negar que ésta trasciende más o menos a todos los escritores de entonces, pero con diferencias muy esenciales, nacidas del ingenio de cada cual y de las diversas materias en que ejercitaron su pluma. Don Alonso de Cartagena, que con el trato de los humanistas de Italia se había acercado más que ninguno de sus compatriotas a la recta comprensión del ideal clásico, muestra un latinismo inteligente y mitigado, sobre todo en sus versiones de Séneca, de quien supo decir con mucha lindeza que «puso tan menudas y juntas las reglas de la virtud, en estilo elocuente, como si bordara una ropa de argentería, bien obrada de ciencia, en el muy lindo paño de la elocuencia». Noblemente se inspiró en la literatura filosófica de la antigüedad el bachiller Alfonso de la Torre en su Visión Delectable, donde hay facundia y armonía y número más que en ninguna prosa de su tiempo. Juan de Lucena, en la Vita Beata, imitando, o más bien traduciendo a Bartolomé Fazio, pero con entera libertad de estilo, ensayó una nueva manera, muy viva, rápida y animada, desmenuzando la oración en frases concisas y agudas.
Pasada la crudeza del primer momento, no fue estéril, sino muy fecundo, el impulso latinista. La vía era larga y fragosa pero segura, y la torpeza de los operarios que comenzaron a abrirla no podía comprometer el éxito de la empresa. Si en los moralistas y didácticos, que suelen ser meros repetidores de lugares comunes, prevalecía la construcción afectada e hiperbática, en los historiadores, que trabajaban sobre materia viva y presente, la realidad actual penetraba dentro del molde antiguo y creaba páginas imperecederas, como algunas de la Crónica de Don Alvaro de Luna, y sobre todo las estupendas Semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán, llenas de pasión y de brío.
Pero toda nuestra prosa anterior al Arcipreste de Talavera, sean cuales fueren los orígenes y fuentes de cada libro, es prosa erudita. La lengua popular no había sido escrita hasta entonces más que en verso de gesta y en la epopeya cómica del Arcipreste de Hita. Era necesario trasfundir esta sangre fresca y juvenil en las venas de la prosa, para que adquiriese definitivamente carácter nacional y reflejase el tumulto de la vida. Tal fue la empresa del autor del Corbacho, y no insistiremos en ella, puesto que ya en páginas anteriores procuramos caracterizar su estilo, cuya influencia sobre el de Rojas es tan notoria. Pero como antecedente necesario de la evolución lingüística que Alfonso Martínez de Toledo realizó con instinto es imposible omitir aquella compilación que el Marqués de Santillana formó de los Refranes que dicen las viejas tras el fuego. Si ese libro no hubiese existido, acaso ni el Corbacho ni la Celestina tendrían el carácter paremiológico que de tan singular modo los avalora. Aquellas reliquias del saber vulgar, aquellos aforismos de ignorados y prácticos filósofos, que por raro capricho recogió el poeta más aristocrático y culto del siglo XV, el más desdeñoso con la poesía del pueblo, vinieron a incrustarse en las más egregias obras del ingenio castellano, desde la Comedia de Calisto hasta el Quijote y la Dorotea. Pero no se niegue al Marqués de Santillana la gloria de haberse fijado antes que nadie en estas silvestres florecillas, ni al Arcipreste talaverano la adivinación del valor artístico que podían tener entretejidas en la maraña gentil de su prosa.
Lo que había sido en la corte de don Juan II preparación y ensayo, llegó en tiempo de los Reyes Católicos a adquirir la clásica firmeza de un verdadero Renacimiento, preparado por la disciplina gramatical de los humanistas italianos y españoles y engrandecido por la maravillosa expansión de la vida nacional. No es definitiva casi nunca la lengua de los escritores de entonces, pero contiene en germen todas las buenas cualidades que han de llegar a su punto más alto en la edad que, por excelencia, llamamos de oro. Y lo que la falta acaso de perfección técnica lo compensa con cierta gracia primaveral, que no suele darse más que una vez en las literaturas. Rojas es el mayor escritor de su siglo, y la Celestina tiene algo de grandioso y aislado; pero al mismo período corresponden otros monumentos de nuestra prosa: los Claros Varones y las Letras de Hernando del Pulgar, la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, en que a veces la expresión sentimental raya muy alto, y el Amadís de Gaula, que para la posteridad sólo existe en la forma que le dió el regidor Montalvo.
No se escribía ya por mero instinto o por imitación ser vil como en épocas anteriores. La lengua castellana, al fenecer el siglo XV, contaba ya con un código gramatical que no poseía ninguna otra de las vulgares, incluso el italiano. Claro es que los escritores de genio se crean su propia gramática, y la Celestina estaba escrita muy probablemente antes de 1492, en que apareció el Arte de la lengua castellana del Maestro Nebrija; pero la enseñanza oral de aquel gran varón, a quien Rojas conocería de seguro en el estudio salmantino, había empezado en 1474, y su método filológico, aplicado al latín, al griego y al castellano, no podía ser indiferente a persona tan culta como nuestro poeta. En todo el libro se percibe el deliberado propósito de escribir bien y con la mayor corrección posible. Pero esta corrección no es la de los tiquismiquis retóricos que pueden aprenderse por receta, sino la corrección fuerte y viril de quien es dueño de su estilo, porque domina la materia en que le emplea, no deformándola arbitrariamente, sino ajustándole a ella como se ajusta el vestido a los contornos de una estatua. Porque el estilo de la Celestina con ser tan trabajado, no tiene trazas de afectación más que en los discursos y razonamientos; en el diálogo fluye natural y espontáneo, y aunque nos parezca un asombro que todos los personajes hablen tan bien, no por eso somos tentados a creer que pudiesen hablar de otro modo. No diremos que hablan como el autor, porque el autor es para nosotros un enigma. Hablan cada cual según su carácter, con la expresión exacta, precisa, impecable; pero todos propenden a la amplificación, que era el gusto de aquel tiempo y quizá el tono habitual de las conversaciones. El Renacimiento no fue un período de sobriedad académica, sino una fermentación tumultuosa, una fiesta pródiga y despilfarrada de la inteligencia y de los sentidos. Ninguno de los grandes escritores de aquella edad es sobrio ni podía serlo. Rojas lo parece por la prudente parsimonia con que enfrena y rige el corcel de su fantasía, por el tejido compacto de su dicción, por lo cortante de las réplicas y el hábil tiroteo de sentencias y donaires, por el uso continuo de frases cortas y desligadas que dan la ilusión del estilo conciso. Pero en realidad amplifica y repite a cada momento: toda idea recibe en él cuatro, cinco o más formas, que no siempre mejoran la primera. Esta superabundancia verbal se agrava considerablemente en la segunda forma de la tragicomedia, pero existía ya en la primitiva. Pondré un ejemplo tomado del aucto X: «Más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios, que quando han hecho curso en la perseueracion de su officio; mejor se doman los animales en su primera edad, que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena; mejor crecen las plantas que tiernas e nueuas se trasponen, que las que fructificando ya se mudan; muy mejor se despide el nueuo pecado, que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día.»
Los símiles son elegantes y apropiados, pero tanta repetición de una misma idea enerva el diálogo dramático. Juan de Valdés, que cifraba gran parte de su estilística en esta máxima: «que digais lo que querais con las menos palabras que pudieredes, de tal manera que splicando bien el conceto de vuestro ánimo y dando a entender lo que queréis dezir, de las palabras que pusieredes en una clausula o razon, no se pueda quitar ninguna sin ofender o a la sentencia della o al encarecimiento o a la elegancia»,conoció que éste era el punto vulnerable de la Celestina, «el amontonar de vocablos algunas veces fuera de propósito». El otro defecto que señala no es tan frecuente: «Pone algunos vocablos tan latinos que no se entienden en el castellano, y en partes adonde podría poner propios castellanos que los hay». Éstas eran las dos cosas que él hubiera querido corregir en la Celestina para dejarla perfecta, y uno de los interlocutores del diálogo aconsejaba que lo hiciese, idea que tuvo también Moratín, como queda dicho. Pero, con perdón de tan severos jueces, los latinismos no son tantos que empalaguen. Cualquier autor de aquel tiempo tiene más que Rojas. Los que éste usa están generalmente puestos en trozos y discursos de aparato, cuando los personajes quieren levantar el estilo, como el conjuro de Celestina y los últimos razonamientos de Melibea y de su padre. Entonces es cuando aparecen el pungido Calisto, la cliéntula, el incogitado dolor, la menstrua luna, copiada de Juan de Mena, la fortuna fluctuosa, el verbo incusar varias veces repetido, la castimonia de Penélope, las palabras fictas, la asueta casa y otras pedanterías, si bien las tres últimas no deben achacarse al autor, sino al que redactó las rúbricas o sumarlos que van al principio de cada aucto.
Otros leves defectos tiene también esta prosa, nacidos, no de incuria, sino de inexperiencia, y acaso de un error técnico. El oído del bachiller Rojas estaba tan avezado a la cadencia de los versos de arte mayor de su predilecto poeta Juan de Mena y al octonario doble de los romances viejos, que a cada paso reaparecen estas dos medidas en su prosa. De ambas daremos algunos ejemplos:
Pone su estudio - con odio cruel...
Pasos oigo; acá desciende - haz, Sempronio, que no lo oyes...
Tener con quien puedan - sus cuytas llorar...
Ensañada está mi madre - duda tengo en su consejo...
La dádiva pobre...
De aquel que con ella - la vida te ofrece...
E arrepentirse del don prometido...
Todo esto sin salir del acto primero. En cualquiera de los otros puede hacerse la misma experiencia. En cambio son rarísimos los endecasílabos, y éstos no a la manera italiana, sino con la acentuación que tienen los del Laberinto, que tanto han hecho cavilar a la crítica:
Todo se rige con un freno ygual,
Todo se prueva con igual espuela.
(Aucto XIV).
Estos versos ocasionales pueden ser involuntarios, porque no están libres de ellos los prosistas más atildados y académicos. Pero lo que seguramente es intencionado en Rojas, y lo afecta como gala, es el aconsonantar la prosa en algunos trozos:
Melibea.- «Por Dios, sin más dilatar, me digas quien es esse doliente, que de mal tan perplexo se siente, que - su passion e remedio - salen de una misma fuente».
- (Aucto IV)
Areusa.- «Assi que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos e joyas de boda, salen desnudas e denostadas... Obliganse a darles marido, quítanles el vestido».
- (Aucto IX)
La influencia de los refranes, y sobre todo la del Arcipreste de Talavera, que se perecía por la prosa rimada, explican la afición de Rojas a este ornamento, que en el primer ejemplo es de mal gusto y en el segundo se tolera y aun hace gracia por estar en un diálogo cómico.
A despecho de esos leves lunares, que sólo por curiosidad notamos, la Celestina, en su estilo y lenguaje, tiene un valor no relativo e histórico, sino clásico y permanente. Bastantes trozos de todos géneros hemos tenido ocasión de citar para que se forme idea de sus innumerables bellezas. Es el dechado eterno de la comedia española en prosa, y ni Lope de Rueda en el siglo XVI, ni el gran poeta que compuso la Dorotea en el XVII, ni Moratín en el XVIII, ni mucho menos los dramaturgos modernos (incluyendo al celebrado autor del Drama Nuevo), han llegado a mejorarle. Para todos guarda aún ejemplos y enseñanzas, que hoy más que nunca son necesarias si queremos impedir que bárbaras traducciones y adaptaciones perviertan el gusto de los autores originales y den al traste con nuestra prosa dramática, que, por raro privilegio, fue perfecta desde su cuna.
Si el autor de la Celestina pagó tributo alguna vez al gusto de su tiempo, enamorado todavía de lo crespo y ampuloso, esto es accidental y exterior en él: no imprime carácter. Él mismo se burla donosamente de tales retóricas a renglón seguido de incurrir en ellas. El buen sentido del criado corrige las extravagancias del amo.
Calisto.- «Ni comere hasta entonces, avnque primero sean los cauallos de Febo apascentados en aquellos verdes prados que suelen, quando han dado fin a su jornada.
Sempronio.- «Dexa, señor, essos rodeos, dexa essas poesias, que no es habla conveniente la que a todos no es comun, la que todos no participan, la que pocos entienden. Di «aunque se ponga el sol», e sabran todos lo que dizes; e come alguna conserva, con que tanto espacio de tiempo te sostengas».
- (Aucto VII)
Cuando se leen tales palabras, y se recuerdan otras del Diálogo de la lengua, se comprende que Juan de Valdés, a pesar de su ascetismo, fuese tan amigo de Celestina. Allí está adivinada y practicada en parte, aunque con una exuberancia que él condena, su propia teoría del estilo. «El que tengo me es natural, y sin afetazión ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que sinifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto mas llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna lengua stá bien el afetacion.» Afectación hay en los personajes de Rojas cuando declaman o moralizan como la hay en los episodios sentimentales del Quijote y en muchos alambicados conceptos de Shakespeare; pero en todo lo demás es sincero y verídico intérprete de la naturaleza y sabe encontrar muchas veces la expresión adecuada y única.
Parte interesante en el estudio de toda obra maestra es su bibliografía, porque nos da a conocer el grado de su difusión e influjo en el mundo. Pero la de la Celestina estan vasta y compleja, que por sí sola reclama un libro, como el que prepara el señor Foulché-Delbosc hace años. Entretanto, sólo muy, imperfectamente pueden suplir su falta el Catálogo de Salvá y el del malogrado Krapf, que es más completo y noticioso y comprende las traducciones extranjeras, omitidas por su predecesor. Aquí me limitaré a recordar algunos textos, que no sólo por su rareza sino por alguna curiosidad literaria o tipográfica son dignos de especial mención.
Hasta ochenta ediciones en lengua castellana ha catalogado el señor Krapf, a cuya lista habría que añadir algunas de que no tuvo noticia y cercenar otras que no existen o son muy dudosas, pero no creo que la cifra total pueda cambiar mucho. De estas ediciones, 62 corresponden al siglo XVI: número enorme y muy superior a las que tuvo el Quijote en la centuria de su aparición, pues sólo llegan a 27 las catalogadas por Rius.
Largamente hemos tratado, en el presente estudio, de las primitivas ediciones de 1499, 1501 y 1502, que son las que tienen verdadero interés para fijar las dos formas del texto. No hemos conseguido ver la de Zaragoza, 1507, de la cual se dice copia (y no dudamos que lo sea, aunque descuidada y modernizada en la ortografía) la reimpresión barcelonesa de Gorchs (1842). La más antigua de las que nuestra Biblioteca Nacional posee es la de Valencia, 1514, por Juan Jofre: ejemplar único, procedente de la librería de Salvá, y que reproduce, como es sabido, el colofón del hipotético volumen de Salamanca de 1500.
Grupo muy curioso forman las tres ediciones de Toledo, 1526; Medina del Campo, sin año, y Toledo, 1538, porque en ellas la Celestina tiene veintidós actos, según se anuncia desde la portada: «con el tratado de Centurio y Auto de Traso». Este auto, aunque no mal escrito, es cosa pegadiza e impertinente, en que para nada intervino Fernando de Rojas. El nombre de su verdadero autor se declara en el argumento de dicho auto, que en esas ediciones tiene el número XIX: «Entre Centurio e Traso, publicos rufianes, se concierta una leuada por satisfacer a Areusa e a Elicia, yendo Centurio a ver a su amiga Elicia. Traso pasa palabras con Tiburcia, su amiga, y entreviniendo Terencia, tia de Tiburcia, mala e sagaz muger, entrellos trayciones e falsedades de una parte e otra se inuentan, como parece en el proceso de este auto: El qual fue sacado de la comedia que ordenó Sanabria». No sabemos quién fuese este Sanabria, ni se ha descubierto hasta ahora su comedia, que a juzgar por este auto debía de ser una imitación bastante servil de la Celestina, escrita en prosa como su modelo.
Hasta 1531 no encontramos fuera de España ediciones de la Celestina, a no ser que fuese estampada en Venecia, como por todo género de indicios tipográficos parece, la que lleva el colofón de Sevilla, 1523, notable, entre otras cosas, por haberse suprimido, ignoramos con qué fin, la quinta octava de Alonso de Proaza que indica el modo de encontrar el nombre del autor. Las ediciones incuestionablemente venecianas, que fueron cuatro por lo menos, empiezan con la de 1531, en que hizo oficio de corrector el clérigo Francisco Delicado, famoso autor de La Lozana Andaluza. Él mismo nos declara su patria, aunque no su nombre, en el colofón, sobremanera curioso, de la citada Celestina: «El libro presente, agradable a todas las estrañas naciones, fue en esta ínclita ciudad de Venecia reimpreso por miscer Juan Batista Pedrezano, mercader de libros, que tiene por enseña la Tore (sic): iunto al puente de Rialto, donde está su tienda o botica de diversas obras y libros, a petición y ruego de muy muchos magnificos señores desta prudentissima señoria. Y de otros munchos forasteros, los quales como el su muy delicado y polido estilo les agrade y munchos mucho la tal comedia amen, maxime en la nuestra lengua Romance Castellana que ellos llaman española, que cassi pocos la ygnoran: y porque en latin ni en lengua Italiana no tiene ni puede tener aquel impresso sentido que le dio su sapientissimo autor; y tambien por gozar de su encubierta doctrina encerada (sic) debaxo de su grande y maruilloso ingenio; assi que auiendo le hecho coregir (sic) de munchas letras que trastrocadas estauan (ya de otros estampadores), lo acabó este año del Señor de 1531, a días 14 de Otobre. Reinando el inclito y serenissimo Principe miscer Andrea Griti Duque clarissimo. El corrector, que es de la Peña de Martos, solamente corrigio las letras que malestauan.» Parece que tomó por texto la edición de Sevilla, año 1502, cuyo colofón métrico conserva. No es cierto que introdujese variantes caprichosas ni en esta edición ni en la de 1534, «reimpresa por maestro Estephano da Sabio imprressor d'libros griegos, latinos y españoles muy corregidos». Lo que hizo en la segunda fué añadir, dando ya su nombre, unos rudimentos de ortología para uso de los italianos: «Introduccion que muestra el Delicado a pronunciar la lengua española.»
Las ediciones de Delicado son todavía de letra de Tortis, y llevan grabados en madera tan toscos y sin expresión como los españoles que les sirvieron de modelo. Las dos de Giolito de Ferraris (1553 y 1556) carecen de ellos y están impresas en lindo carácter cursivo, con la novedad de haber sacado al margen los nombres de los interlocutores y poner en versalitas algunos de los refranes. Cuidó de ambas ediciones, que en rigor son una misma, el español Alfonso de Ulloa, traductor ambidextro y fecundo editor de libros castellanos e italianos. Es singular que en el prologo hable únicamente de Juan de Mena y Rodrigo Cota y no mencione para nada a Rojas, a pesar de reimprimir el acróstico y las octavas de Proaza. Pondera demasiado su propio trabajo, que no pasó de enmendar algunas erratas. En el prólogo anuncia pomposamente una Gramática y un Vocabulario en Hespañol, y en Italiano, para más instruction de los que studian la lengua». Pero lo que llama gramática son las reglas de pronunciación de Delicado, a quien plagia sin nombrarle. Lo que sí le pertenece, y es trabajo curioso que da realce a esta edición, es «un vocabulario, o exposition Thoscana de muchos vocablos Castellanos contenidos casi todos en la Tragicomedia de Calisto y Melibea», de la cual dice que «es en nuestro idioma lo que las novellas de Juan Boccaccio en el Thoscano».
Así como el mercado de Venecia surtía a Italia de Celestinas, el de Amberes las difundía por el centro de Europa. Se conocen, por lo menos, ocho de aquella ciudad flamenca, siendo la más antigua la de 1539, que sigue el texto de las de Delicado. Las restantes, impresas en casa de Nucio o de Plantino, forman una familia distinta, que se prolonga hasta 1599 por lo menos, y que tuvo el mérito de conservar el texto integro cuando ya en España comenzaba a expurgarse. Son de elegante aspecto, pero tienen bastantes erratas.
Sevilla y Salamanca son las ciudades españolas donde más veces se imprimió la Celestina; once por lo menos en la primera, ocho en la segunda. Siguen Barcelona y Alcalá de Henares con cinco respectivamente, Valencia, Toledo y Zaragoza con cuatro, Burgos con tres, Medina del Campo con dos, Cuenca, Tarragona y Lisboa con una sola.
Todas, sin excepción, son raras y deben guardarse con aprecio. Las posteriores a 1563 se dicen «corregidas y emendadas de muchos errores», pero es muy poco lo que enmiendan, salvo la de Matías Gast (Salamanca, 1570), que parece hecha con algún cuidado.