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La Chapanay: XVII

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XVII

XVII


Ciertas dulzuras, como ciertos dolores, no pueden definirse; embargan nuestra alma inundándola de una emoción serena y honda que no se irradia hacia la vida externa, sino con débiles destellos. A este género pertenecía la que experimentaba ahora Martina Chapanay, al sentirse libre de nuevo en el vasto campo, cuyas penetrantes emanaciones aspiraba deleitosamente. La margarita silvestre que salpicaba las arenosas pampas y el espinoso cardo que se multiplicaba en ellas como en una tierra fértil, le evocaban sencillas pero imborrables impresiones de la niñez. Con aquellas margaritas y aquellos cardos, había jugado ella en su infancia, aspirando este mismo aire cargado de aromas agrestes...

Hallaríase ya la viajera como a un cuarto de legua de la parte más poblada de la Laguna del Rosario, cuando se encontró con un individuo de la comarca que pasaba en su jumento.

-¿Se halla muy lejos todavía el rancho que fue de Juan Chapanay? -le preguntó.

El hombre respondió sonriendo:

-Del rancho de Chapanay no quedan más que las tapias. Son aquellas que se ven allá, a la izquierda, y que parecen un montón amarillento a la orilla de la laguna.

Agradeció Martina el informe, y continuó su camino. El corazón le palpitaba con violencia mientras avanzaba reconociendo sitios, plantas y accidentes del terreno que le fueron en otro tiempo familiares. Lo que antes fuera el corral y el patio de su casa, estaba convertido en un terraplén alfombrado de maleza. Un gran silencio reinaba en derredor, y apenas si una cigarra empezó a chirriar entre las ruinas, cuando la mujer se aproximó. Penetró ésta en los cuadrados de paredes sin techo que fueron antaño habitaciones. En un pedazo de corredor, apenas apuntalado por el único poste que los vecinos necesitados de leña habían respetado, reconoció, recordándolo como entre sueños, el ángulo que su madre prefería. En el lugar en que antes se hallaba un cuadro de la Virgen María, hacia el cual aquélla le mandaba levantar los ojos todas las tardes, cuando se apagaba el crespúsculo, sólo halló el muro inclinado y próximo a desplomarse, destruído por la intemperie.

De lo hondo de su pecho se desprendió un suspiro ahogado. Se puso de rodillas y rezó devotamente sin dejar de llorar. Luego desensilló su caballo, le dio de beber, y lo aseguró debajo de unos retamos rodeados de abundante pasto. Volvió a los escombros, y entre ellos se sentó. Su imaginación se dio entonces al recuerdo y al ensueño, y toda una crisis moral debió operarse en su espíritu aquella noche que ella pasó entera en la soledad, entregada a la meditación, y rodeada de fantasmas familiares. Las lechuzas vinieron más de una vez a graznar sobre su cabeza, irritadas de ver ocupada su guarida. El canto lejano de los gallos le trajo reminiscencias de veladas infantiles.

Y el día la sorprendió rezando.