La Chapanay: XVIII
XVIII
Apenas reflejaba el sol sus plateados rayos sobre la planicie de las Lagunas, cuando reparó Martina que una comitiva, compuesta de ocho hombres, avanzaba hacia ella.
Detúvose dicha comitiva a la entrada de las ruinas y el que la encabezaba tomó la palabra:
-Aquí venimos, mi amigo, sospechando que usted pueda necesitarnos para algo; toda la noche hemos sentido el relincho de un caballo que no es del lugar y hemos estado con cuidado por lo que pudiera sucederle al forastero alojado en estas ruinas. Porque ha de saber usted que aquí hay almas en pena...
-¿Y cuántas son esas ánimas? -preguntó Martina sin inmutarse.
-Dicen que dos: las de Juan Chapanay y Teodora Chapanay.
-Les agradezco el interés que se toman ustedes por el forastero; pero yo no les tengo miedo a esas ánimas porque son las de mis padres.
-¿Sus padres de usted?
-Sí; mis padres. Yo soy Martina Chapanay. Diciendo esto se quitó el sombrero, y dejó al descubierto sus trenzas lacias y renegridas.
Los laguneros quedaron estupefactos. Examinaron algunos instantes a esta inesperada visitante, cuya nombradía exagerada había llegado hasta ellos, y luego sin decir palabra, se fueron retirando. Con pena y vergüenza comprobó Martina que huían de ella, a causa de su mala fama.
-Algún día me conocerán y me estimarán -pensó. -Yo haré cuanto pueda para conseguirlo.
Pero los laguneros no tardaron en reaparecer en mayor número. Venían ahora en actitud hostil, haciendo ostentación de fuerza. El representante del poder público se hallaba entre ellos, y todos traían, a guisa de armas, azadas, horquillas y garrotes.
-Volvemos para hacerle saber a usted -dijo a la Chapanay el mismo que había llevado la palabra en la visita anterior- que debe abandonar inmediatamente este lugar y sus alrededores. Las gentes de aquí están alarmadas con su presencia, y no quieren tener entre ellas una ladrona.
Martina buscó el rincón donde había pasado la noche anterior, y se sentó tranquilamente en unos adobes.
-No tengo inconveniente -respondió- en satisfacer el pedido de mis paisanos; pero antes de hacer la voluntad de ellos, haré la mía. Los palos y los fierros que ustedes traen, no me intimidan, y si ustedes quieren hacer uso de ellos, antes que los dientes de esa horquilla o el filo de esa hacha den conmigo en el suelo, yo habré bandeado a tres o cuatro de estos valientes con los diez y seis confites de a una onza que contiene mi naranjero.
Apartó sus alforjas, acercó su facón y empuñó su trabuco. Luego añadió:
-Yo necesito rezar y humedecer con mi llanto este montón de tierra que mi desgraciada madre calentó con su cuerpo, y nada, ni nadie, me ha de mover de aquí, antes de que yo cumpla la intención que me ha traído. Al obscurecer me iré espontáneamente. En cuanto a la injuria que ustedes me hacen llamándome ladrona, se la perdono porque algún castigo merezco por haber dado motivo para que ustedes crean lo que afirman. De mis propósitos para el porvenir no les hablo, porque ustedes no me creerían. Prefiero, pues, irme; pero lo repito, ha de ser por mi voluntad y en el momento que yo elija.
La intervención armada, convencida sin duda por la elocuencia de los dobles argumentos de Martina, de palabra y de hecho no insistió y se fue como había venido. Entraba la noche cuando la Chapanay repugnada de su tierra natal, emprendió nuevamente la marcha al paso lento de su caballo. ¿Qué haría? ¿Adónde iría? Ella misma lo ignoraba. En su propia patria se sentía tan desamparada y tan sola como si estuviera en los desiertos africanos. Sin embargo era preciso sobreponerse a los contrastes. Se dijo que por algo vestía traje de hombre y que era aquel el momento de poner a prueba sus dotes varoniles de que hacía alarde. ¡Valor! Ya mostraría ella, más tarde, hasta donde alcanzaban sus buenas intenciones.
Dióse a recorrer los establecimientos de campo situados en los territorios fronterizos de las provincias de Cuyo, y bien pronto se acreditó como peón laborioso, enérgico y honrado. Pedía alojamiento a cambio de útiles servicios, y bien pronto se la buscó empeñosamente para confiarle arreos de hacienda y doma de potros, o para utilizarla como baqueano en el paso de los ríos y en el recorrido de travesías.
Un par de años más tarde, era conocida y apreciada hasta el río de los Sauces en la provincia de Córdoba. Con su propia mano había levantado, distribuyéndolas en una extensión de cuarenta leguas, cuatro ramadas que destinó a servir de refugio y amparo a los viajeros enfermos, cansados o extraviados en aquella región árida y desierta. Se sabe que los más terribles yermos se dilatan en ciertas zonas de la comarca andina. Las ramadas de la Chapanay abrigaban tinajas de agua fresca, y en ellas apagaban la sed y reponían sus fuerzas los viandantes.
No pararon en esto los beneficios que Martina distribuyó por inhospitalarios campos. Dotó de balsas rústicas ciertos pasos peligrosos de ríos traicioneros, y durante las crecientes ella misma trasladaba a los viajeros de una orilla a la otra. Se la vio con mucha frecuencia en el Zanjón, que baja del Norte, se une con el Bermejo y salva en su derrame la punta del Pie de Palo. Como que provienen de aluviones, las aguas de aquellos ríos ofrecen particular riesgo a los transeúntes, con sus crecidas bruscas y tormentosas.
Los señores Precilla, Juan Antonio Moreno, Martín y Domingo Barboza, Zacarías Yanzi y otros respetables vecinos de San Juan, que en sus viajes a la provincia de San Luis o el Litoral, habían oído hablar de la Chapanay, se relacionaron con ella, pensando que podía servirles, atenta la naturaleza de sus negocios rurales. Así fue en efecto. Desde entonces las bestias rezagadas y extraviadas de sus arreos, eran invariablemente devueltas a sus dueños por un emisario de la Chapanay: Ñor Félix. Y muchos otros servicios de inestimable precio para los frecuentadores de travesías de aquellos tiempos, les fueron prestados a los señores citados, según su propio testimonio.