La Chapanay: XX

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XX

XX


Bastante camino llevaba adelantado ya la Chapanay en dirección a Jachal, cuando fue alcanzada por un paisano que, expresamente enviado por don José Antonio Moreno, recorría desde hacía tiempo las montañas para trasmitirle un mensaje de importancia. Este consistía en lo siguiente: se habían introducido en la provincia de San Juan dos famosos salteadores apodados "Los Redomones", que venían prófugos de la cárcel de Mendoza, y andaban merodeando entre los departamentos de Caucete y Angaco Norte. Se trataba de dos criminales peligrosos, según comunicaciones de la provincia vecina, que traían la intención de deshacerse de cualquier manera de Martina Chapanay, a quien acusaban de espía de la policía y consideraban como un grave estorbo para llevar a cabo su plan de fechorías. Se habían estrenado en la región, robándole al señor Moreno dos parejeros de gran precio.

Agradeció efusivamente Martina tan valioso aviso, y sin pérdida de tiempo cambió el rumbo de su marcha. Dejando para después su expedición a Jachal, contramarchó hacia el Sud y se dirigió a Punta del Monte.

Costeaba un soto espeso, cuando sintió, cercano, un ruido de maleza removida. Fijó su atención en el punto de donde aquél partía, y vio, entre el monte, la figura de un hombre que parecía querer ocultarse.

-¡No se asuste, señor! -le gritó- ¡no se asuste que ha dado con un cristiano!... ¡Acérquese con confianza!

El hombre se recobró un poco. La voz de la Chapanay lo alentó y desenredándose como pudo de las jarillas entre las que había buscado esconderse, se llegó al camino. El Oso lo miraba gruñendo, listo a saltar sobre él a la menor seña de su dueña. Esta calmó al animal con una palabra cariñosa.

-Buenas tardes -dijo el hombre con acento débil.

Tenía el brazo derecho mal envuelto en su poncho lleno de sangre.

-Buenas tardes -contestó la Chapanay. ¿Qué le ha pasado, señor?

Bajó del caballo y le sirvió medio jarro de vino que llevaba en uno de sus chifles. El hombre bebió y manifestó deseos de sentarse. Martina desprendió de su recado un cojinillo y ayudó al herido a acomodarse sobre él. Reanimado éste, y persuadido de que la persona que tan solícitamente procedía con él no pertenecía al gremio de los que habían estado a punto de quitarle la vida la noche anterior, refirió así su dramática aventura:

-Marchábamos anoche de regreso hacia la Costa Alta de La Rioja, de donde somos vecinos, yo y un joven socio con quien habíamos realizado en esta Provincia la venta de unos cuantos novillos, cuando fuimos asaltados a eso de las doce. Habíamos acampado y dormíamos en nuestras monturas. Sentí de pronto ruido y me desperté. Los salteadores se dejaban caer de sus caballos en aquel momento, a pocos pasos de nosotros. Sin tiempo para defenderme, me puse de pie de un salto y me escurrí por entre un grupo de árboles. Alcancé a oír un prolongado y angustioso gemido de mi compañero sorprendido y asesinado en pleno sueño, mientras yo paraba como podía, sea presentando el brazo, sea cubriéndome con las ramas, los hachazos y las puñaladas con que me perseguía uno de los asesinos. Se oyeron en aquel justo momento voces en la huella. Era que pasaba una tropa de hacienda y los peones que la arreaban venían conversando y cantando. Quise gritar pero no pude. Alcancé a ver a nuestros asesinos que montaban a caballo y se alejaban cautelosamente a campo traviesa. Una nube negra me cegó y caí sin sentido. No sé cuánto tiempo habrá durado mi desmayo. Cuando volví en mí, estaba nadando en la sangre que había perdido por las heridas del brazo, pero a pesar de mi tremenda debilidad, me puse a andar al azar en busca de agua por estos jarillales. Nuestros caballos habían sido alejados, sin duda por los bandidos, antes de atacarnos.

-Ya me figuro quienes son los ladrones -contestó la Chapanay que había escuchado con interés compasivo la relación del herido. -¡Ahora se las tendrán que ver conmigo! Pero para toparme con ellos necesito estar sola.

-¿Sola?

-Sí, sola. Sé como hay que darse vuelta en estos asuntos. ¿No ha oído hablar usted de Martina Chapanay?

-¿Es usted? ¡Bendito sea Dios, que manda en mi auxilio a la providencia de los caminantes!

Sí, bendito sea el Señor, que así me proporciona la ocasión de ser útil a un semejante. Pero, vamos, arriba... ¡Así, de pie!

Cinchó bien su caballo, ayudó al herido a trepar en las ancas, llamó a sus perros con un silbido y éstos avanzaron al trote largo por el camino, registrando los flancos.

-A las ocho de la noche -dijo Martina- estaremos en el Albardón. Allí tengo un buen amigo que no se hará violencia en recibirnos, a pesar de la hora; y aunque su herida de usted no me parece de peligro, conviene curarla cuanto antes. Además, debe usted reparar sus fuerzas, y lo que yo tengo en las alforjas no basta para ello. Por último, hay que organizar una comisión que salga en busca del cuerpo de su socio.

A la hora indicada, la Chapanay entraba en las solitarias avenidas del Albardón. Dejó allí, al cuidado de su amigo, al herido que llevaba, y encargó a aquél que mandase buscar el cuerpo del otro asaltado, que quedara en el campo. Descansó algunas horas, y cuando clareó el día, montó de nuevo a caballo y partió campo afuera, acompañada de sus perros.