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La Chapanay: XXI

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XXI

XXI

Tupidos bosques de algarrobos y chañares cubrían el terreno intermedio entre Caucete y el Albardón. Por lo enmarañado de sus arbustos y malezas, propicias a la ocultación, a la sorpresa y al asalto, aquella zona había sido siempre elegida por los bandoleros, como campo de operaciones, y en consecuencia, se la consideraba peligrosa. Martina Chapanay la había explorado prolijamente desde mucho antes y la conocía a palmos.

Hacia ella se dirigía ahora a buena marcha, escoltada por sus fieles canes, en busca de los asesinos que habían jurado exterminarla. El sol alumbraba ya el camino, y a su luz percibió Martina frescas pisadas de caballos que llevaban su misma dirección. Las observó con atención y vio que a la altura de un espeso monte de chañares salían del camino y se internaban en aquél. Resueltamente se internó ella también tras las huellas. Pero no tuvo que andar mucho. Al entrar en un claro del monte, se encontró frente a frente con dos hombres de aspecto patibulario que, advertidos de su aproximación, la esperaban desmontados, teniendo sus caballos de la brida. Aquellos dos rostros cobrizos, erizados de cerdosos pelos, tenían una expresión siniestra. Martina dirigió una rápida mirada a sus cabalgaduras y vio que llevaban la marca de don José Antonio Moreno. No había duda: se encontraba en presencia de "Los Redomones".

-¡Eh, amigo, párese! -dijo en tono amenazante uno de ellos.

La Chapanay detuvo su bestia y echó pie a tierra, cuadrándose a cuatro pasos de los bandidos.

-¡Ya estoy parada! -contestó- ¡Y ahora, a defenderse! Supe que ustedes me andaban buscando y aquí me tienen. ¡Yo soy Martina Chapanay!

El Oso, adiestrado por Martina para estos lances, por medio de largos y pacientes ejercicios, observaba todos los movimientos de su ama y se mantenía al lado de ella gruñendo y mostrando los dientes.

-¡Chúmbale, Oso! -gritó la Chapanay.

De un salto el animal se echó por detrás sobre uno de los salteadores y quedó suspendido de su nuca, con las triturantes mandíbulas cerradas como tenazas.

-¡Ahora sí! ¡Ahora somos uno para cada uno!

La Chapanay se había puesto en guardia y esperaba la acometida de su enemigo. Este cayó sobre ella daga en mano. El asalto fue rápido y terrible. Unos cuantos amagos, unos cuantos chasquidos de aceros entrechocados, unos cuantos saltos, y el hombre rodó por tierra con el vientre abierto. Martina había parado con el cabo de fierro de su rebenque, que llevaba en la mano izquierda, una puñalada del contrario, y paralizándole el cuchillo con un rápido y enérgico movimiento envolvente, con la mano derecha le sepultó el suyo en el estómago.

Entretanto, el otro gaucho se debatía por librarse de las mandíbulas del Oso. Los ojos se le saltaban de las órbitas, jadeaba angustiosamente, la lengua le salía fuera de la boca y los pómulos empezaban a amoratársele. -¡Fuera, Oso! ¡Fuera! -gritó la Chapanay.

Dócilmente, el animal soltó su presa y se quedó gruñendo ferozmente a su lado, listo para saltar otra vez sobre ella.

-Voy a perdonarte la vida, canalla, pero tendrás que responderme a todo lo que te pregunte.

El bandolero no pudo hablar; antes necesitaba respirar. Martina se apoderó de su puñal y recogió el del muerto. Luego, aprovechando la semiasfixia de aquél, le amarró con las riendas de su propio freno.

-Ahora vas a decirme dónde está el dinero de los viajeros que asaltaron ustedes anteanoche.

No repuesto aún del ahogo, y atormentado por las heridas que le habían abierto en la nuca los dientes del Oso, el interrogado respondió:

-Allí, detrás de aquel algarrobo, en unas alforjas.

-¿Cuánto es?

-Doscientos pesos en oro.

-¿Y el apero y demás prendas de los viajeros?

-No tuvimos tiempo de alzarlos, porque unos arrieros se hicieron sentir cuando casi estaban sobre nosotros.

-¿Y los caballos?

-Los encontramos atados a lazo allí cerca y los llevamos más lejos, por si los dormidos se despertaban y querían disparar.

-¿Cuántos días hace que robaron ustedes estos parejeros?

-Quince.

-¿Es aquí donde ustedes y los caballos han estado ocultos?

-Sí.

-¿Cómo te llamas?

-José.

-¿José de qué?

-Ruda. Pero nos conocen por los Redomones.

-¿Y cuál de ustedes dos asesinó a uno de los mozos salteados?

-Mi hermano.

-¡Mientes, bellaco! ¡Tú le echas la culpa al muerto, sin recordar que hay un testigo que te condena!

-¡Un testigo! -dijo el gaucho sorprendido. -¿Y dónde está?

La Chapanay, que ya había examinado el puñal, al quitárselo, le presentó la vaina ensangrentada.

-Así es, señor... Yo lo maté porque al acercarme a su cabecera, tropecé con las alforjas que le servían de almohada y el oro sonó...

Un rato después, Martina Chapanay emprendía la marcha hacia la ciudad de San Juan, llevando su prisionero y el botín reconquistado. Había ayudado a montar en uno de los parejeros robados al salteador, que tenía los brazos atados a la espalda, y le amarró las piernas bajo la panza de la bestia. Tomó de tiro al animal que conducía al preso y al otro parejero del señor Moreno, e hizo que los escoltaran el Oso y el Niñito. Así llegó a la plaza de San Juan al anochecer. Su entrada en la ciudad produjo sensación, y una multitud la siguió por las calles hasta el extremo de que la intervención de la policía fue necesaria para despejarle el camino. La fama de su nombre, unida a las circunstancias en que ahora se presentaba, debían, naturalmente, provocar en torno suyo la curiosidad, la admiración y la simpatía.

Se presentó a la policía, dio cuenta de lo que había hecho, entregó prisionero y botín, y pidió permiso para volverse a los campos. Pero el gobernador, que lo era entonces el coronel Martín Yanzón, la retuvo para hacer que informara verbalmente sobre las condiciones de seguridad de las campañas.

Por su parte, la policía cumplió con su deber. Devolvió a sus dueños lo rescatado por la Chapanay, y entregó a la justicia al "Redomón".

En cuanto a Martina Chapanay, fue honrada antes de su partida no sólo con un acto de particular deferencia del gobernador, sino con las manifestaciones que toda la ciudad le prodigó. El coronel Yanzón quiso hacerle un obsequio en dinero, pero aquélla lo rehusó.

-No, señor Gobernador, -le dijo. -Yo quiero vindicarme de mis primeros errores, y serle útil a la sociedad. Con eso basta; en eso está mi recompensa.

Como el gobernador insistiera en querer hacerle un regalo, ella contestó:

-Está bien. Aceptaré, por complacer a V. E., un poco de yerba, azúcar, papel y tabaco. Nada más. No merezco nada por haber cumplido con mi deber.

Se hizo lo que la Chapanay quería, y cuando partió, encontró atado a la cincha de su caballo un macho cargado de provisiones. Ella había adquirido por cuenta propia una cruz rústica. La llevó consigo, buscó el sitio de su combate con el bandolero, cuyo cuerpo había sido ya sepultado por la autoridad y la clavó sobre la tumba. Luego se puso de rodillas y oró largamente...

De las cabañas levantadas por la Chapanay para el servicio de los caminantes, prefería ella, para su residencia ordinaria, la que se hallaba situada en la costa de la Laguna de Vega. Allí había dado alojamiento a un matrimonio de ancianos, que desempeñaban las funciones de caseros durante sus viajes, y allí se dirigía ahora, con la mira de depositar la factura con que había sido obsequiada.

La Chapanay echaba de menos a Ñor Féliz; y si bien éste no le era indispensable para desempeñar sus empresas, le había tomado afición y le faltaba su compañía.

De la noche a la mañana, Martina resolvió irse a Córdoba, Ñor Féliz la atraía, decididamente.

Un buen día montó, pues, a caballo y se puso en viaje para Río Seco. Cuando llegó al pueblo, quiso ante todo ir a la iglesia, pero la encontró cerrada. Preguntó por el maestro de escuela, y supo que éste no se encontraba allí ya; el cura había cambiado de parroquia y el viejecito se había ido con él. Sorprendida por esta novedad inesperada, se dirigió a la casa de la madre de Ñor Féliz, y su sorpresa se convirtió en decepción y pena.

La mujer había muerto, y la familia se había dispersado, debiendo ser colocados los menores en diferentes casas por la autoridad.

¿Y Ñor Feliz?

¡Ay! Ñor Féliz había desaparecido en compañía de aquella muchacha rolliza que se detenía en la ventana del local que servía de escuela, a oírle dar sus lecciones... Un vuelco sintió Martina en el corazón cuando le dieron esta última noticia. ¡Y ella, que no había renunciado a la idea de casarse con el ingrato muchachón! ¡Ella, que sólo por verlo había venido atravesando yermos y serranías durante días y días! Se quedó suspensa y como atontada sobre las lomas del lugarejo. Por último, volvió grupas y comenzó a vagar sin rumbo por el campo, como pidiéndole consuelo a su salvaje soledad.