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La Chapanay: XXIII

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XXIII

XXIII


Llegó el año 1841 en que el tirano Juan Manuel de Rosas, afianzó su dominio en el territorio de la Confederación. Cada pueblo era un feudo, cada aldea un grupo de esclavos, cada mandón un Bajá, y la patria entera un panteón donde la libertad yacía sepultada. Sólo Corrientes, la heroica, luchaba impertérrita, congregando a sus hijos junto al asta en que flameaba la bandera bendita de San Martín y Belgrano. Las naciones de Europa, nos juzgaban por esta proclama estrafalaria que Rosas ostentaba:

Aquí está el grande americano Juan Manuel de Rosas Héroe del desierto Restaurador de las leyes Supremo Director de la Confederación Argentina y enemigo implacable de los inmundos salvajes unitarios contrarios de Dios y de los hombres vendidos al asqueroso oro extranjero.

Sorprendido el mundo de tan insolente y repulsivo amasijo de títulos y apóstrofes, no se detuvo siempre a averiguar qué significaba el absurdo fárrago. Y sin embargo, la sangre y los hechos de los proscriptos, los cruentos sacrificios de una generación entera que bregaba con todas las armas y en todos los campos por la redención de la patria, estaban acreditando que había aquí un pueblo oprimido y castigado, sobre cuyas ruinas se erguía, como sobre un pedestal, su bárbaro déspota; es decir, un gaucho de perversos instintos, cobarde y desleal, sin fe ni ley, e incapaz de todo lo que no fuera crueldad y bajezas, cuyo encumbramiento se debía, por una parte a la anarquía, y por otra a su taimada astucia para manejar las turbas. En vez de restaurar las leyes, Rosas las conculcó, las befó y las sustituyó por el imperio de la fuerza. Cerró las escuelas, y si permitió que permanecieran abiertos los templos, fue para que en los altares apareciera su propia imagen. Quiso marcar a la sociedad como si fuera un rebaño, y fijó violentamente sobre el pecho de los hombres y en la frente de las doncellas, un trapo color de sangre. Llamó salvajes unitarios a los mártires y a los apóstoles de la abnegación y del civismo, y no dejó noble sentimiento que no escarneciese ni libertad que no pisotease.

Habíase ya dado aquella famosa batalla de la Punta del Monte, digna de los mejores tiempos de la Grecia: el General Acha con cuatrocientos ciudadanos armados, había hecho pedazos en Angaco, y puesto en dispersión, un ejército de tres mil hombres al servicio del tirano. Pero los Leónidas y los Epaminondas no sobreviven a la victoria, más que el tiempo necesario para que se les cave el sepulcro. Acha no sobrevivió mucho a la suya, y cayó al fin, como un mártir, después de haber demostrado que tenía el alma de un héroe.

El Gobernador de San Juan, coronel D. Anacleto Burgoa, que en carácter de provisorio dejara el General La Madrid cuando pasó por esta capital en dirección a Mendoza, fue depuesto y corrido por un gaucho Atienzo, que aprovechándose de la falta de guarnición capaz de sostener el orden, se alzó y posesionó de la ciudad secundado por unos cuantos ociosos. Pero el omnímodo de esta tierra, D. Nazario Benavídez, quiso que el coronel Oyuela fuera Gobernador de la Provincia. Lo fue en apariencia. En realidad, sólo alcanzó a ser el dócil instrumento del omnímodo.

Para acreditar su adhesión a la Santa Causa de la Federación, durante la ausencia de Benavídez en Mendoza, dictó Oyuela un decreto declarando criminal a quien continuara asilando en su casa a algunos jefes u oficiales pertenecientes a la vanguardia del Ejército Libertador expedicionario al Sur, que por haber sido heridos en la Punta del Monte, o cualquier otra causa, hubieran quedado en la provincia.

En el art. 28 del decreto aquel, se declaraba que los remisos en el cumplimiento de tal disposición serían castigados con la pena de quinientos pesos de multa, o un año de prisión.

Martina Chapanay, que a la sazón tenía establecido en Caucete su servicio de balsas, fue llamada por orden del Gobernador, e impuesta de este decreto, a fin de que cooperase a su cumplimiento. Iba ya de regreso hacia el río, cuando la alcanzó un mensajero y en nombre del Prior del Convento de Santo Domingo, le suplicó que regresase a hablar con éste. El mensaje sorprendió a Martina, pero por venir de quien venía no quiso desatenderlo, y volvió a la ciudad. Daban las ánimas en el convento, cuando ella se presentaba ante los claustros.

Dormía plácidamente la Chapanay a la noche siguiente, junto al río, adonde había regresado de la ciudad, cuando los ladridos del Oso la despertaron. Se levantó y fue a ver lo que ocurría. Dos hombres a caballo estaban a pocos pasos de ella.

-Buenas noches -dijo uno de ellos apeándose del caballo, alargando su mano a la Chapanay, y aproximándose a un bien alimentado fuego que allí ardía. -Buenas noches, caballeros -contestó ella.

-Suponemos que Vd. será... -prosiguió aquél, dejando trunca su interrogación...

-Sí, soy yo. El señor prior les habrá prevenido que yo les dejaría un fogón como señal.

-Así es. Y por cierto que nos viene a las mil maravillas.

Martina echó mano a sus alforjas que se hallaban colgadas de un árbol, sacó de ellas una caldera, la llenó de agua y la colocó al fuego con el propósito de cebar mate -¿Conque ustedes son los salvajes unitarios que me ha recomendado el señor Prior?

-Sí señor -contestó uno de los jóvenes, honrando con el tratamiento el traje masculino que vestía la Chapanay.

-Nosotros mismos -agregó el otro-. Hasta ayer hemos permanecido ocultos en el convento, desde el día que entramos en la Capital heridos en la batalla de Angaco; pero el decreto del Gobernador nos ha colocado en el caso de aventurarnos a huir antes que continuar comprometiendo la tranquilidad de los santos varones, bajo cuyos reservados auspicios hemos podido curar nuestras heridas.

-Aun cuando en mi entrevista con el señor Prior, -repuso Martina-, me fueron declarados los nombres de ustedes, no los recuerdo.

-Yo soy el teniente coronel Jacobo Yaques, dijo el más bizarro.

-Yo soy Pablo Buter, sargento mayor, -añadió el otro.

-Los dos porteños, ¿no es verdad?

-Los dos, -contestó Yaques.

Así que el agua hubo hervido, Martina empezó a servirles mate a sus visitantes, mientras seguía conversando con ellos.

-No veo aquí la balsa que nos trasladará a la otra orilla, -dijo el teniente coronel, escrutando los bordes del río.

-Es que está aquí, -afirmó la Chapanay, señalando la fogata.

-¿En el fuego?

-Sí señor. El Gobernador me había llamado justamente para ordenarme que tuviera la balsa lista, por si era necesario perseguir a alguien que intentara salir de la capital sin permiso de la policía, pero unos soldados que recorrían esta tarde la costa del río, me la han destruido a hachazos. Yo la he echado al fuego para evitarme el trabajo de juntar leña. La autoridad no debe tener mucha confianza en mí para que la ayude en este caso. Y no se equivoca al sospechar esto. Yo no sé qué es eso de "federales" y de "unitarios", pero veo que todos son de mi misma tierra, y que los unos persiguen a los otros. Alguien ha de haber que ruegue por los que caigan en mayor desgracia y los ayude. Esto es lo que yo creo que me corresponde hacer a mí. Justamente hoy, al cerrar la noche, pasé al otro lado del río a cuatro hombres que fueron soldados del general Acha.

-¿Y de qué medio se valió usted? -preguntó Yaques.

-Del mismo medio que me voy a valer para pasarlos a ustedes. Me parece que ya es tiempo. Desensillen ustedes y suelten los caballos al campo. -¿Y cómo seguiremos luego nuestro viaje?

-De aquella parte del río tengo yo caballos gordos.

-¿Y nuestra ropa? ¿Y nuestras monturas?

-Todo eso lo llevaremos aquí.

Y la Chapanay presentó a los jóvenes una gran bolsa, dentro de la cual se pusieron, después de liadas, las monturas. A su indicación, los oficiales se habían despojado de sus vestidos. Y se tenían al lado del fuego apenas tapados con sus ponchos, sin hacer nuevas preguntas, temiendo que ellas fueran interpretadas como hijas de la desconfianza o el miedo.

Entretanto, Martina, vuelta de espaldas, se desvistió a su vez y se cubrió con un improvisado taparrabos de lona que sacó de su montura. Dejó en libertad a su caballo, introdujo en la bolsa su ropa y la de los jóvenes, y extrajo de entre sus aperos -que fueron también a la bolsa- dos amplios cuernos que le servían de chifles. Luego, dirigiéndose a sus interlocutores, les dijo:

-Estos chifles, me sirven como un elemento de transporte. En cuanto a esta bolsa, tiene para mí un valor inapreciable. Hace algunos años les salvé la vida a dos extranjeros a quienes unos bandoleros iban a asaltar en una encrucijada. Uno de ellos me obligó a que aceptase, como recuerdo, una hermosísima capa de goma, acaso la única que hubiera por entonces en el país, haciéndome notar que era impermeable. Como yo no le tengo miedo al agua, la he convertido en maleta para estos casos. Llamó a sus perros y montó al Niñito sobre el lomo del Oso, atándolo a él con un pañuelo.

-Ahora, -continuó- usted, señor teniente coronel, se colocará a la derecha, agarrándose con la mano izquierda de mi trenza, mientras que con la otra conservará usted, debajo del sobaco, uno de estos chifles que están vacíos y muy bien tapados. En cuanto a usted mi sargento mayor, hará lo mismo del otro lado. No tenga ningún temor por mi pelo que es de una resistencia extraordinaria, gracias a la parte de sangre india que llevo en las venas. La creciente del río es grande, y el tirón hasta la otra orilla es más que regular. No se sorprendan de verme como perdida en el agua, pues si llego a dejar la línea recta, será para cortar la corriente o dispararle a los remansos. Otra advertencia: cuiden de no soltar los chifles; éstos les servirán de flotadores.

Como se ve, la inculta Chapanay había adquirido, en lidia con el elemento que ahora iba a desafiar, embrionarias pero útiles nociones de hidrostática. Su arrojada empresa, a la que por otra parte, estaba acostumbrada, alcanzó pleno éxito. La barca humana se echó al agua llevando sobre sus espaldas y prendidos de sus trenzas a los dos oficiales. La bolsa con los efectos iba remolcada por sus dientes.

El Oso nadaba a retaguardia.

La Chapanay luchó hábilmente con las aguas, que desde su niñez le eran familiares, y nadando como un tiburón, llegó al borde opuesto.

Una vez en tierra, y vestidos todos de nuevo, oyóse a la distancia el ruido de un cencerro.

-Es el de la yegua madrina de mi tropilla, explicó Martina. La dejé ayer atada para que los caballos no se alejasen.

-¿Y esa confianza, -preguntó Yaques, -no le da a Vd. malos resultados?

-No; porque el gauchaje de este pago me conoce y me respeta. Además, quien halle mis caballos, ha de suponer que yo no estoy muy lejos...

Tomó los frenos, se dirigió a lo interior de un bosquecillo, y a poco volvió conduciendo tres buenos caballos. Conmovidos los jóvenes por la generosidad y el arrojo de aquella mujer que acababa de salvarlos de caer en poder de los secuaces del tirano, es decir, de ser condenados a muerte, quisieron demostrarle su agradecimiento y su admiración por las extraordinarias aptitudes de serenidad, de resistencia y de tino que acababa de demostrar en su servicio. Ambos le ofrecieron sus relojes de oro como obsequio.

-¡Ah, eso no! -contestó aquella. -La recompensa de mi servicio está en el placer mismo de haberlo hecho. Ya el señor Prior quiso darme una gratificación, y recibió esta misma contestación. Si algún día volviéramos a encontrarnos por el mundo, y ustedes necesitaran ocuparme como campeadora, tendrían que pagarme mi trabajo, pues de él vivo. Pero lo que llevo a cabo por satisfacción de mi conciencia no lo vendo. Ustedes ignoran, por otra parte, los contratiempos que los esperan en el viaje, y acaso esas alhajas pueden servirles más adelante, en el caso de urgentes necesidades. Ahora me dirán ustedes a qué punto piensan dirigir la marcha, porque no es aquí donde habremos de separarnos.

No sin escrúpulos, los jóvenes aceptaron el ofrecimiento que de acompañarlos hasta más adelante les hacía la Chapanay. Temían abusar de la buena voluntad de su bienhechora, substrayéndola por tanto tiempo de sus ocupaciones habituales y haciendo que se alejase tanto de su residencia; pero ella les demostró la posibilidad de extraviarse, y lo difícil de encontrar recursos de sostenimiento para ellos y sus cabalgaduras, si no eran guiados por alguien que conociera a fondo las serranías circundantes. Además, la brava mujer ponía una generosidad tan espontánea y evidente en su empeño de dejarlos completamente a salvo, que los fugitivos depusieron toda vacilación, y consintieron, cada vez más reconocidos, en seguir viaje bajo la protección de la Chapanay. -¿Adónde piensan ustedes dirigirse?

-A la provincia de San Luis, - dijo Buter.

-¿A cual departamento?

-Al de Renca, -agregó el mismo. -Allí cuento con la protección que habrá de dispensarme el cura del lugar. Es mi tío carnal y me distinguió desde niño. Es, además, federal a toda prueba, y no será difícil que sus feligreses, que no nos conocen, nos tomen también por buenos federales. Espiaremos la ocasión, y cuando ésta se presente, bajaremos al litoral y nos trasladaremos a Montevideo.

Los tres, emprendieron, pues, marcha hacia San Luis.