La Chapanay: XXII

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La Chapanay de Pedro Echagüe
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Se encontró, a la mañana siguiente, en tierras de exuberante vegetación que no conocía, y se puso a recorrerlas, seducida por el espectáculo de aquellas selvas y de aquellas frondas, que tanto contrastaban con los áridos desiertos cuyanos, y que la distraían de su tristeza.

El Oso y el Niñito la acompañaban. Se habían internado en el bosque delante de ella, siguiendo una estrecha senda, y retozaban entre el pasto ladrando y persiguiéndose. Atraída por la frescura del follaje, Martina penetró en la selva detrás de sus perros, y avanzaba lentamente por entre arbustos y enredaderas silvestres, cuando su caballo enderezó las orejas y empezó a bufar. Ni el rebenque ni las espuelas consiguieron hacerlo avanzar, y pugnaba, al contrario, por retroceder y disparar. Algo habría sentido el animal, que lo asustada así. En efecto, de pronto el Oso y el Niñito aparecieron perseguidos por un corpulento león, cuyos ataques esquivaban con carreras y gambetas, sin dejar de ladrarle. La fiera se detuvo al ver a la Chapanay y a su caballo, bajó la cabeza hasta tocar el suelo, y lanzó a los aires un terrible bramido que atronó la espesura. El miedo del caballo le imposibilitaba a Martina toda acción montada. Por otra parte, faltaba allí espacio para hacer evolucionar al animal. Las boleadoras y el lazo no tenían aplicación entre los árboles. Y entretanto, el león avanzaba...

La valerosa mujer tomó rápida y resueltamente su partido. Echó pie a tierra, ató su caballo a un tronco, se envolvió el brazo izquierdo con un grueso poncho que traía arrollado en las ancas y desnudó el facón. En el trabuco no había que pensar: las corvetas de su cabalgadura asustada lo habían hecho caer unas cincuenta varas más lejos, entre los yuyos.

A seis pasos de distancia de Martina estaba el león, decidido a atacarla descuidando a los perros. Tomó una actitud rampante y le clavó sus dos ojos inyectados de fuego. Aquélla, reconcentró en los suyos toda la fuerza de su atención, espiando los movimientos de la fiera, y esperó el ataque a pie firme. Viendo a su ama en peligro, el Oso recobró coraje y se aproximó ladrando con furia. Cuando el león se abalanzó sobre su presa, ésta tuvo tiempo para gritar:

-¡Chúmbale, Oso!

Luego dio un salto de costado para evitar el primer zarpazo, y cuando la fiera se volvió hacia ella, le presentó como un escudo el brazo forrado con el poncho. Una formidable dentellada atravesó poncho y antebrazo, y las garras del león hubieran completado la obra, pues a su bárbaro empuje cayó de espaldas Martina, si el Oso, obedeciendo a su ama, no se hubiera prendido de la cola de la fiera tirándola hacia atrás. Se volvía ésta para dar cuenta del perro, cuando la Chapanay, incorporándose con la agilidad que prestan los grandes peligros, le metió el puñal en el costillar hasta la empuñadura. Otra y otra puñalada más, y la fiera, dando un nuevo bramido, rodó por el suelo estirándose con temblores de agonía.

La vencedora quedaba extenuada de dolor y de cansancio. Su brazo herido, hacíala sentir rudos sufrimientos y se reclinó sobre el pasto para reponerse, mientras los perros olfateaban la sangre todavía caliente del león. La Chapanay se levantó, se acercó a su caballo que tascaba el freno, tomó sus chifles y, con el agua que guardaba en ellos, apagó su sed y lavó las hondas cisuras con que los colmillos de la fiera la dejaban marcada para toda la vida. En seguida se vendó el brazo como pudo.

Hubiera deseado llevarse la piel de su víctima; pero no podía desollarla con una sola mano. Contentóse, pues, con cortarle la cabeza y amarrarla a los tientos de su montura. Buscó por último las orillas del bosque, en donde en caso de otro evento pudiese al menos saltar a caballo en pelo; encendió fuego con gran dificultad y se echó a dormir rodeada de sus tres animales.

A la mañana siguiente lavó de nuevo su herida y se puso en viaje a su choza de San Juan, adonde llegó sin contratiempo.

Mal curadas sus heridas no cicatrizaron bien y fueron para ella, en adelante, causa de dolores periódicos, que no pocas veces la obligaron a meterse en cama. Pero no por eso se preservó de las lluvias y las intemperies, cada vez que necesitó desafiarlas en su áspera y accidentada vida.

¿Y Ñor Féliz? Martina se propuso olvidarlo; y cuando lo trajo a memoria, fue para deplorar no haber podido administrarle antes de su fuga, una de aquellas tundas que en otros tiempos solía propinarle. Felizmente para él, nunca se le ocurrió al jastial aparecer por los campos de San Juan.