La Hada Berliqueta
—Oye, Chilindrina: sabes que te quiero como si fueras hijo mio, porque eres despejado, y ya sabes leer, escribir, y sacar cuentas; pero me temo que por desgracia tu corazon vale algo ménos que tu ingenio. Y sin embargo, hijo mio, nunca he cesado de aconsejarte que fueras amable, prudente y bueno con todo el mundo. ¿No conoces que es mucho más lisonjero captarse el amor, que atraerse el odio? Pero en fin, voy á poner á prueba tu carácter, y si te encuentro digno de mi aprecio, te colmaré de beneficios, y te casaré con una muchacha que tiene veinte arquillas llenas de rubíes, el más pequeño como el puño. Toma esta varilla con la cual te concedo el don de la hechicería. Miéntras la tengas en la mano, el menor deseo que tus labios profieran será realizado á tus ojos. Quiero advertirte que si la empleas en hacer bien, se pondrá tu rostro sano y fresco como una rosa; pero si la empleas en daño del prójimo, tus mejillas se volverán más amarillas que una calabaza: no lo eches en olvido. Vete á rodar el mundo, y no esperes volver á mi presencia hasta que yo te llame; porque desde el dia de hoy esta casa, estos prados, estos bosques, yo misma, todo quedará invisible á tus ojos. Adios, Chilindrina: da un abrazo á tu madrina, y levanta velas.
Chilindrina cogió la varilla, y echó á andar meneando la cabeza con un humor de los diablos, porque el hada Berliqueta le obligaba á seguir la vida de aventurero. Apénas habia dado algunos pasos, cuando desaparecieron de su vista la casa y el Hada; y todo cuanto le rodeaba se trasformó en tales términos, que ya no sabía por dónde andaba ni dónde sentaba los piés. «¡Vaya un capricho el de mi señora madrina! decia caminando. ¿A qué viene ponerme á prueba? ¿No he sido siempre un guapo muchacho, despejado, y manso como un cordero? ¡Demasiado bueno! ¿Busco yo acaso cinco piés al gato, ni armo camorras con mis camaradas? Ellos sí que me buscan y me hacen rabiar.»
Así discurren, hijos mios, los muchachos rebeldes y cascarrabias: se les figura que todo el mundo se levanta contra ellos, cuando son ellos los que á todo el mundo molestan y martirizan.
Al anochecer llegó Chilindrina á una alquería, dentro de la cual oyó mucha bulla y ruido de gente que andaba acá y allá. Llegó tambien á sus narices cierto olorcillo á carne asada, que le recreó el olfato y le despertó el apetito.
—¡Ea! dijo para su capote, llamemos: á ver si me dan de cenar y cama.
Coge la aldaba, y tras, tras, tras.
Un viejo abre la puerta.
—¿Qué quieres, hijo mio?
—¿Qué quiero? ¡Vaya una pregunta! Me parece que á estas horas lo que debo querer es hospedaje.
—No puedo ofrecértelo, hijo mio; porque es el caso, que hoy celebramos las bodas de mi hija, y está la casa tan atestada de gente, que no sé dónde colocarla. A no dar esta casualidad, con mucho gusto te hubiera hospedado. Anda un poco mas, y no faltará quien te recoja. Buenas noches.
El labrador cerró la puerta, y Chilindrina se emberrenchinó tanto al ver que le negaban lo que con tan buenos modos habia pedido, que empezó á gritar:
—¡Anda enhoramala, vejete ladron! ¡Llévense tu boda los diablos del infierno!
Al momento sonó un rumor extraño debajo tierra. Salieron de su centro millares de demonios, que derribaron las puertas de la alquería, y cargaron con el novio, con la novia, con el padre, con la madre, con los hermanos, con las hermanas, con los primos, con los tios, con las tias, con los nietos, con los sobrinos, y con todos los convidados.
Chilindrina, asustado con la inesperada visita de aquella legion de demonios, puso piés en polvorosa, y ¡arre, que te pillan! no paró de correr hasta el rayar del alba, que llegó al portal de una casucha vieja. Esta casucha parecia deshabitada; no obstante, habia en ella una mesa, un asiento de madera y un espejo. Chilindrina se miró en el espejo, y notó que á ojos vistas iba perdiendo el color. Quedóse como alerrado; y acordándose entónces de las palabras de su madrina, se echó a llorar.
—¡Dios mio! decia para sí, soy un malvado: con mi imprudencia y con mi negro humor he causado la desgracia de toda una familia. Héme ahora en esta pícara casucha. ¿Qué hacemos? ¡Las tripas me estan dando un tole, tole, que ya, ya! ¡Oh! ¡quién estuviera ahora en un buen meson!» Tú que tal dijiste. De repente aparece un espacioso hogar con un gran fuego, y delante muchos asadores cargados de liebres, piernas de carnero, gallinas, capones, pavos, pollos y aves de toda clase; pero todo estaba sin asar y los asadores muy quietitos, esperando quién les pusiese en marcha.
—Soy un bestia, exclamó Chilindrina, en ir mendigando el sustento, cuando con mi varilla puedo proporcionarme tanta bendicion de Dios; pero no ha nacido el hijo de mi madre galopin de cocina para estar dando vueltas á los asadores. Si todo esto estuviese cocido ¡anda con Dios! me lo comeria con mucho gusto.
Al momento los asados, rubios como un oro, dieron de sí un olor muy suave. Chilindrina se atraco de lo lindo. Salió luego á pasear, dirigiéndose hácia unos sembrados que estaban á dos pasos de distancia, y muy cerca de una bonita casa. Por el camino encontró á una pobre muy desharrapada que le pidió limosna, y compadeciéndose de su miserable aspecto, exclamó:
—¡Lo que es el mundo! ¡Cuántos séres desgraciados! Allá una casa de campo magnífica, donde todo ostenta riqueza, y acá esta pobre mujer pidiendo limosna á los mismos umbrales de la opulencia. ¿Porqué no ha tener esta infeliz lo que para sus gustos poseen de sobra los dueños de aquella casa?
—¡Vírgen santa! exclamó la pobre mujer. ¿Qué es lo que tengo en mis bolsillos, que pesan tanto?
La mendiga metió la mano en sus bolsillos, y empezó á sacar barras de oro y plata, que deslumbraban la vista.
—Guarda todo esto, le dijo Chilindrina: todo es tuyo. ¡Vive dichosa!
La mujer se retiró, y Chilindrina continuó su paseo en direccion á los sembrados.
Un hombre exasperado, furioso, sale de la casa de campo, gritando:
—Me han robado. Acaban de robarme mis barras de oro.
—Nadie os las ha robado, exclamó Chilindrina. No han hecho más que pasar de un bolsillo á otro.
—¡Hola, bellaco! ¿con que tú sabes quién ha sido? Pues á pesar de tus mofletes frescos como una rosa, yo haré que te ahorquen.
Chilindrina, muy contento con saber que la buena accion que acababa de hacer habia tan pronto cambiado el color de sus facciones, hizo burla del enojo de aquel hombre, y le dijo riendo:
—¡Vaya! ¡vaya! A quien vas á ahorcar es á tu gato.
De repente apareció el gato de la casa dando cabriolas en una pequeña horca, con unas muecas y unos maullidos espantosos.
El buen hombre se fué corriendo hácia el gato, llamándole tiernamenie: ¡Michito mio! ¡michin!
Chilindrína llegó por último á los sembrados, en donde como cosa de una veintena de hombres estaban segando.
—¿Qué hora es? les preguntó Chilindrina.
—¡Diga V., renacuajo! contestó uno de los segadores. ¿Tenemos cara de reloj? ¡Qué miseria! No me llega á las rodillas. ¡Jesus! ¡qué color de acelga! ¡si parece una calabaza muerta!
—Mientes, villano, replicó Chilindrina: mi rostro es como una rosa.
—¡Anda, anda, como una rosa! y está más amarillo que estas espigas.
—¡Canalla soez! ¡Ojalá que vuestras espigas se vuelvan cardos! Es lo que vosotros mereceis ¡jumentos!
De repente el campo de trigo no ofreció á la vista más que cabezuelas de cardo, y los segadores, convertidos en asnos, empezaron á tirar coces y á rebuznar; pero como arremetiesen todos contra Chilindrina para sacudirle el polvo, el arrapiezo lió el petate, y no paró hasta llegar á una gran ciudad, en donde entró despues de puesto ya el sol. El endiablado muchacho estaba amarillo como la cera, y todo el mundo se apartaba de él como de un leproso.
—¡Qué bestias son esas gentes! exclamaba montado en cólera. No parece sino que en esta ciudad no hayan visto jamás á ningun extranjero. ¡Ojalá que todos estuviesen tan amarillos como yo, y entónces veríamos si les hacía gracia que se burlasen de ellos cara á cara!
No tuvo que decirlo dos veces. ¡Cuál fué su asombro al ver que á todos los que pasaban por la calle se les puso una cara de gualda como la suya! Y como sospechasen que aquella pesada burla era obra del endemoniado arrapiezo, que así le llamaban; cada hijo de vecino asió de una buena tranca, con la sana intencion de menearle el bulto.
—¡Paso! ¡paso! bribones, gritó Chilindrina corriendo como un gamo. Os juro ¡vive Dios! que he de abrasar la ciudad, y que he de convertiros á todos en....
No pudo concluir. Sintióse al punto agarrado por los cabellos y llevado en volandas, y la varilla misteriosa se le escapó de las manos.
—El bribon eres tú, galopin, le dijo el hada Berliqueta, que era quien le habia echado la zarpa. Chilidrina no osó decir esta boca mia.
El Hada le llevó á su casa, y le dijo:
—Ven acá, condenado. ¿Qué has hecho? ¿Piensas acaso que te concedí el don de la hechicería para moler y maltratar á todo el mundo? Afortunadamente pude remediar todos los males que causaste, y que no te cuidaste de reparar. Sin que pudieras verme, por todas partes he seguido tus pasos, y en todas partes he desbaratado tus dañadas intenciones. Porque un buen labrador con justos motivos se niega á recogerte, le envias al demonio á él y á toda su parentela. Pues bien, yo saqué á aquellas pobres gentes de las uñas de los diablos, y viven ahora en su casa muy tranquilos, ocupados en celebrar las interrumpidas bodas. La vieja mendiga no posee el oro que sin costarte nada le diste: ni lo habia ganado, ni lo habia merecido. No obstante, por aquella ligera muestra de buen corazon, tu rostro habia tomado el color de la rosa; mas lo perdió en el mismo instante en que te atreviste á insultar al dueño de la casa de campo, que con sobrada justicia se lamentaba del robo que acababan de hacerle. Luego martirizas á su gato querido, á un pobre animalito que ningun daño te habia hecho; destruyes la esperanza de la cosecha; causas la perdicion de unos pobres trabajadores, é intentas por último sembrar la destruccion en una ciudad entera. Señor mio, esto ya pasa de castaño oscuro. Eres un malvado, un azote de tus semejantes. No, no harás más daño á nadie, buena pieza; porque te condeno á estar mil años en lo más alto de este cañon de chimenea.
El hada Berliqueta colocó a Chilindrina encima del cañon de la chimenea. Perdido el uso dela palabra, quedó el bergante del muchacho convertido en un pelele, que incesantemente estaba meneaudo los piés y las manos.
De aquella suerte estuvo mil años, al cabo de los cuales se hizo pedazos, y murió.