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La Ilíada (Luis Segalá y Estalella)/Canto XI

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Ilíada (1908)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de John Flaxman, Alfred John Church
Canto XI
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
La Discordia se presenta, por mandato de Júpiter, en las naves griegas


CANTO XI
PRINCIPALÍA DE AGAMENÓN


1 La Aurora se levantaba del lecho, dejando al bello Titón, para llevar la luz á los dioses y á los hombres, cuando, enviada por Júpiter, se presentó en las veleras naves aqueas la cruel Discordia con la señal del combate en la mano. Subió la diosa á la ingente nave negra de Ulises, que estaba en medio de todas, para que le oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Ayax Telamonio y de Aquiles; los cuales habían puesto sus bajeles en los extremos, porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Desde allí daba aquélla grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía mucha fortaleza en el corazón de todos, á fin de que pelearan y combatieran sin descanso. Y pronto les fué más agradable batallar que volver á la patria tierra en las cóncavas naves.

15 El Atrida alzó la voz mandando que los argivos se apercibiesen, y él mismo vistió la armadura de luciente bronce. Púsose en torno de las piernas hermosas grebas sujetas con broches de plata, y cubrió su pecho con la coraza que Ciniras le diera como presente de hospitalidad. Porque hasta Chipre había llegado la noticia de que los aqueos se embarcaban para Troya, y Ciniras, deseoso de complacer al rey, le dió esta coraza que tenía diez filetes de pavonado acero, doce de oro y veinte de estaño, y tres cerúleos dragones erguidos hacia el cuello y semejantes al iris que el Saturnio fija en las nubes como señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó del hombro la espada, en la que relucían áureos clavos, con su vaina de plata sujeta por tirantes de oro. Embrazó después el labrado escudo, fuerte y hermoso, de la altura de un hombre, que presentaba diez círculos de bronce en el contorno, tenía veinte bollos de blanco estaño y en el centro uno de negruzco acero, y lo coronaba la Gorgona, de ojos horrendos y torva vista, con el Terror y la Fuga á los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma enroscábase cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que nacían de un solo cuello. Cubrió en seguida su cabeza con un casco de doble cimera, cuatro abolladuras y penacho de crines de caballo, que al ondear en lo alto causaba pavor; y asió dos fornidas lanzas de aguzada broncínea punta, cuyo brillo llegaba hasta el cielo. Y Minerva y Juno tronaron en las alturas para honrar al rey de Micenas, rica en oro.

47 Cada cual mandó entonces á su auriga que tuviera dispuestos el carro y los corceles junto al foso; salieron todos á pie y armados, y levantóse inmenso vocerío antes que la aurora despuntara. Delante del foso ordenáronse los infantes, y á éstos siguieron de cerca los que combatían en carros. Y el Saturnio promovió entre ellos funesto tumulto y dejó caer desde el éter sanguinoso rocío porque había de precipitar al Orco á muchas y valerosas almas.

56 Los teucros pusiéronse también en orden de batalla en una eminencia de la llanura, alrededor del gran Héctor, del eximio Polidamante, de Eneas, honrado como un dios por el pueblo troyano, y de los tres Antenóridas: Pólibo, el divino Agenor y el joven Acamante, que parecía un inmortal. Héctor, armado de un escudo liso, llegó con los primeros combatientes. Cual astro funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se oculta detrás de las pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros, ya se mostraba entre los últimos, siempre dando órdenes y brillando como el relámpago del padre Jove, que lleva la égida.

67 Como los segadores caminan en direcciones opuestas por los surcos de un campo de trigo ó de cebada de un hombre opulento, y los manojos de espigas caen espesos; de la misma manera, teucros y aqueos se acometían y mataban, sin pensar en la perniciosa fuga. Igual andaba la pelea, y como lobos se embestían. Gozábase en verlos la luctuosa Discordia, única deidad que se hallaba entre los combatientes; pues los demás dioses permanecían quietos en sus palacios construídos en los valles del Olimpo y acusaban al Saturnio, el dios de las sombrías nubes, porque quería conceder la victoria á los teucros. Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, á los que mataban y á los que la muerte recibían.

84 Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual á unos y á otros y los hombres caían. Cuando llegó la hora en que el leñador prepara el almuerzo en la espesura del monte, porque tiene los brazos cansados de cortar grandes árboles y su corazón apetece la agradable comida, los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura, rompieron las falanges teucras. Agamenón, que fué el primero en arrojarse á ellas, mató á Bianor, pastor de hombres, y á su compañero Oileo, hábil jinete. Éste se había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida le hundió en la frente la aguzada pica, que atravesó el casco—á pesar de ser de duro bronce—y el hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra aquél arremetía: Después de quitarles á entrambos la coraza, Agamenón, rey de hombres, dejólos allí, con el pecho al aire, y fué á dar muerte á Iso y á Ántifo, hijos bastardo y legítimo, respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba y el ilustre Ántifo combatía. En otro tiempo Aquiles, habiéndolos sorprendido en un bosque del Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el poderoso Agamenón Atrida le envasó á Iso la lanza en el pecho, sobre la tetilla, y á Ántifo le hirió con la espada en la oreja y le derribó del carro. Y al ir presuroso á quitarles las magníficas armaduras, los reconoció; pues los había visto en las veleras naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se los llevó del Ida. Bien así como un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida de la terrible fiera; tampoco los teucros pudieron librar á aquéllos de la muerte, porque á su vez huían ante los argivos.

122 Alcanzó luego el rey Agamenón á Pisandro y al intrépido Hipóloco, hijos del aguerrido Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos de Alejandro, se oponía á que Helena fuese devuelta al rubio Menelao): ambos iban en un carro, y desde su sitio procuraban guiar los veloces corceles, pues habían dejado caer las lustrosas riendas y estaban aturdidos. Cuando el Atrida arremetió contra ellos, cual si fuese un león, arrodilláronse en el carro y así le suplicaron:

131 «Haznos prisioneros, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene en su casa Antímaco: bronce, oro, hierro labrado; con ellas nuestro padre te pagaría inmenso rescate, si supiera que estamos vivos en las naves aqueas.»

136 Con tan dulces palabras y llorando, hablaban al rey; pero fué amarga la respuesta que escucharon:

138 «Pues si sois hijos del aguerrido Antímaco, que aconsejaba en la junta de los troyanos matar á Menelao y no dejarle volver á los aqueos, cuando vino á título de embajador con el deiforme Ulises, ahora pagaréis la insolente injuria que nos infirió vuestro padre.»

143 Dijo, y derribó del carro á Pisandro: dióle una lanzada en el pecho y le tumbó de espaldas. De un salto apeóse Hipóloco, y ya en tierra, Agamenón le cercenó con la espada los brazos y la cabeza, que tiró, haciéndola rodar como un mortero, por entre las filas. El Atrida dejó á éstos, y seguido de otros aqueos, de hermosas grebas, fuése derecho al sitio donde más falanges, mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes mataban á los infantes, que se veían obligados á huir; los que combatían desde el carro hacían perecer con el bronce á los enemigos que así peleaban, y á todos los envolvía la polvareda que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos. Y el rey Agamenón iba siempre adelante, matando teucros y animando á los argivos. Como al estallar voraz incendio en un boscaje, el viento hace oscilar las llamas y lo propaga por todas partes, y los arbustos ceden á la violencia del fuego y caen con sus mismas raíces; de igual manera caían las cabezas de los teucros puestos en fuga por Agamenón Atrida, y muchos caballos de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo los carros vacíos y echaban de menos á los eximios conductores; pero éstos, tendidos en tierra, eran ya más gratos á los buitres que á sus propias esposas.

163 Á Héctor, Júpiter le sustrajo de los tiros, el polvo, la matanza, la sangre y el tumulto; y el Atrida iba adelante, exhortando vehementemente á los dánaos. Los teucros corrían por la llanura, deseosos de refugiarse en la ciudad, y ya habían dejado á su espalda el sepulcro del antiguo Ilo Dardánida y el cabrahigo; y el Atrida les seguía el alcance, vociferando, con las invictas manos llenas de polvo y sangre. Los que primero llegaron á las puertas Esceas y á la encina, detuviéronse para aguardar á sus compañeros, los cuales huían por la llanura como vacas aterrorizadas por un león que, presentándose en la obscuridad de la noche, da cruel muerte á una de ellas, rompiendo su cerviz con los fuertes dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del mismo modo el rey Agamenón Atrida perseguía á los teucros, matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados. El Atrida, manejando la lanza con gran furia, hizo caer á muchos, ya de pechos, ya de espaldas, de sus respectivos carros. Mas cuando le faltaba poco para llegar al alto muro de la ciudad, el padre de los hombres y de los dioses bajó del cielo con el relámpago en la mano, se sentó en una de las cumbres, y llamó á Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de mensajera:

186 «¡Anda, ve, rápida Iris! Dile á Héctor estas palabras: Mientras vea que Agamenón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza filas de hombres, retírese y ordene al pueblo que combata con los enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza ó de flecha, suba al carro, les daré fuerzas para matar enemigos hasta que llegue á las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.»

195 Dijo, y la veloz Iris, de pies ligeros como el viento, no dejó de obedecerle. Descendió de los montes ideos á la sagrada Ilión, y hallando al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, de pie en el sólido carro, se detuvo á su lado, y le habló de esta manera:

200 «¡Héctor, hijo de Príamo, que en prudencia igualas á Júpiter! El padre Jove me manda para que te diga lo siguiente: Mientras veas que Agamenón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza sus filas, retírate de la lucha y ordena al pueblo que combata con los enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza ó de flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta que llegues á las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada noche.»

210 Cuando Iris, la de los pies ligeros, hubo dicho esto, se fué. Héctor saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y blandiendo afiladas picas, recorrió el ejército, animóle á luchar y promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara á los aqueos para embestirlos; los argivos cerraron las filas de las falanges; reanudóse el combate, y Agamenón acometió el primero, porque deseaba adelantarse á todos en la batalla.

218 Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fué el primer troyano ó aliado ilustre que á Agamenón se opuso.

221 Fué Ifidamante Antenórida, valiente y alto de cuerpo, que se había criado en la fértil Tracia, madre de ovejas. Era todavía niño cuando su abuelo materno Ciseo, padre de Teano, la de hermosas mejillas, le acogió en su casa; y así que hubo llegado á la gloriosa edad juvenil, le conservó á su lado, dándole á su hija en matrimonio. Apenas casado, Ifidamante tuvo que dejar el tálamo para ir á guerrear contra los aqueos: llegó por mar hasta Percote, dejó allí las doce corvas naves que mandaba y se encaminó por tierra á Ilión. Tal era quien salió al encuentro de Agamenón Atrida. Cuando los dos héroes se hallaron frente á frente, acometiéronse, y el Atrida erró el tiro, porque la lanza se le desvió; Ifidamante dió con la pica un bote en la cintura de Agamenón, más abajo de la coraza, y aunque empujó el astil con toda la fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado tahalí, pues la punta al chocar con la lámina de plata se torció como plomo. Entonces el poderoso Agamenón asió de la pica, y tirando de ella con la furia de un león, la arrancó de las manos de Ifidamante, á quien hirió en el cuello con la espada, dejándole sin vigor los miembros. De este modo cayó el desventurado para dormir el sueño de bronce, mientras auxiliaba á los troyanos, lejos de su joven y legítima esposa, cuya gratitud no llegó á conocer después que tanto le diera: habíale regalado cien bueyes y prometido mil cabras y mil ovejas de las innumerables que sus pastores apacentaban. El Atrida Agamenón le quitó la magnífica armadura y se la llevó, abriéndose paso por entre los aqueos.

248 Advirtiólo Coón, varón preclaro é hijo primogénito de Antenor, y densa nube de pesar cubrió sus ojos por la muerte del hermano. Púsose al lado de Agamenón sin que éste lo notara, dióle una lanzada en medio del brazo, en el codo, y se lo atravesó con la punta de la reluciente pica. Estremecióse el rey de hombres Agamenón, mas no por esto dejó de luchar ni de combatir; sino que arremetió con la impetuosa lanza á Coón, el cual se apresuraba á retirar, asiéndole por el pie, el cadáver de Ifidamante, su hermano de padre, y á voces pedía auxilio á los más valientes. Mientras arrastraba el cadáver á través de la turba, cubriéndole con el abollonado escudo, Agamenón le envasó la broncínea lanza; dejó sin vigor sus miembros, y le cortó la cabeza sobre el mismo Ifidamante. Y ambos hijos de Antenor, cumpliéndose su destino, acabaron la vida á manos del Atrida y descendieron á la morada de Plutón.

264 Entróse luego Agamenón por las filas de otros guerreros, y combatió con la lanza, la espada y grandes piedras mientras la sangre caliente brotaba de la herida; mas así que ésta se secó y la sangre dejó de correr, agudos dolores debilitaron sus fuerzas. Como los dolores agudos y acerbos que á la parturiente envían las Ilitias, hijas de Júpiter, las cuales presiden los alumbramientos y disponen de los terribles dolores del parto; tales eran los agudos dolores que debilitaron las fuerzas del Atrida. De un salto subió al carro; con el corazón afligido mandó al auriga que le llevase á las cóncavas naves, y gritando fuerte dijo á los dánaos:

276 «¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Apartad vosotros de las naves, que atraviesan el ponto, el funesto combate; pues á mí el próvido Júpiter no me permite combatir todo el día con los teucros.»

280 Así dijo. El auriga picó con el látigo á los caballos de hermosas crines, dirigiéndolos á las cóncavas naves; ellos volaron gozosos, con el pecho cubierto de espuma, y envueltos en una nube de polvo sacaron del campo de la batalla al fatigado rey.

284 Héctor, al notar que Agamenón se ausentaba, con penetrantes gritos animó á los troyanos y á los licios:

286 «¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor. El guerrero más valiente se ha ido, y Jove Saturnio me concede una gran victoria. Pero dirigid los solípedos caballos hacia los fuertes dánaos y la gloria que alcanzaréis será mayor.»

291 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Como un cazador azuza á los perros de blancos dientes contra un montaraz jabalí ó contra un león; así Héctor Priámida, igual á Marte, funesto á los mortales, incitaba á los magnánimos teucros contra los aqueos. Muy alentado, abrióse paso por los combatientes delanteros, y cayó en la batalla como tempestad que viene de lo alto y alborota el violáceo ponto.

299 ¿Cuál fué el primero, cuál el último de los que entonces mató Héctor Priámida cuando Júpiter le dió gloria?

301 Aseo, el primero, y después Autónoo, Opites, Dólope Clítida, Ofeltio, Agelao, Esimno, Oro y el bravo Hipónoo. Á tales caudillos dánaos dió muerte, y además á muchos hombres del pueblo. Como el Céfiro agita y se lleva en furioso torbellino las nubes que el veloz Noto reuniera, y gruesas olas se levantan y la espuma llega á lo alto por el soplo del errabundo viento; de esta manera caían ante Héctor muchas cabezas de hombres plebeyos.

310 Entonces gran estrago é irreparables males se hubieran producido, y los aqueos, dándose á la fuga, no habrían parado hasta las naves, si Ulises no hubiese exhortado á Diomedes Tidida:

313 «¡Tidida! ¿Por qué no mostramos nuestro impetuoso valor? Ea, ven aquí, amigo; ponte á mi lado. Vergonzoso fuera que Héctor, de tremolante casco, se apoderase de las naves.»

316 Respondióle el fuerte Diomedes: «Yo me quedaré y resistiré, aunque será poco el provecho que obtendremos; pues Júpiter, que amontona las nubes, quiere conceder la victoria á los teucros y no á nosotros.»

320 Dijo, y derribó del carro á Timbreo, envasándole la pica en la tetilla izquierda; mientras Ulises hería al escudero del mismo rey, á Molión, igual á un dios. Dejáronlos tan pronto como los pusieron fuera de combate, y penetrando por la turba causaron confusión y terror, como dos embravecidos jabalíes que acometen á perros de caza. Así, habiendo vuelto á combatir, mataban á los teucros; en tanto los aqueos, que huían de Héctor, pudieron respirar placenteramente.

328 Dieron también alcance á dos hombres que eran los más valientes de su pueblo y venían en un mismo carro, á los hijos de Mérope percosio: éste conocía como nadie el arte adivinatoria, y no quería que sus hijos fuesen á la homicida guerra; pero ellos no le obedecieron, impelidos por el hado que á la negra muerte los arrastraba. Diomedes Tidida, famoso por su lanza, les quitó la vida y les despojó de las magníficas armaduras. Ulises mató á Hipódamo y á Hipéroco.

336 Entonces el Saturnio, que desde el Ida contemplaba la batalla, igualó el combate en que teucros y aqueos se mataban. El hijo de Tideo dió una lanzada en la cadera al héroe Agástrofo Peónida, que por no tener cerca los corceles no pudo huir, y esta fué la causa de su desgracia: el escudero tenía el carro algo distante, y él se revolvía furioso entre los combatientes delanteros, hasta que perdió la vida. Atisbó Héctor á Ulises y á Diomedes, los arremetió gritando, y pronto siguieron tras él las falanges troyanas. Al verle, estremecióse el valeroso Diomedes, y dijo á Ulises, que estaba á su lado:

347 «Contra nosotros viene esa calamidad, el impetuoso Héctor. Ea, aguardémosle á pie firme y cerremos con él.»

349 Dijo; y apuntando á la cabeza de Héctor, blandió y arrojó la ingente lanza, que fué á dar en la cima del yelmo; pero el bronce rechazó al bronce, y la punta no llegó al hermoso cutis por impedírselo el casco de tres dobleces y agujeros á guisa de ojos, regalo de Febo Apolo. Héctor retrocedió un buen trecho, y penetrando por la turba, cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y obscura noche cubrió sus ojos. Mientras el Tidida atravesaba las primeras filas para recoger la lanza que en el suelo se clavara, Héctor tornó en su sentido, subió de un salto al carro, y dirigiéndolo por en medio de la multitud, evitó la negra muerte. Y el fuerte Diomedes, que lanza en mano le perseguía, exclamó:

362 «¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición, pero te salvó Febo Apolo, á quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oir el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré á los demás que se me pongan al alcance.»

367 Dijo; y empezó á despojar el cadáver del Peónida, famoso por su lanza. Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que se apoyaba en una columna del sepulcro del antiguo rey Ilo Dardánida, armó la ballesta y la asestó al hijo de Tideo, pastor de hombres. Y mientras éste quitaba al cadáver del valeroso Agástrofo la labrada coraza, el versátil escudo de debajo de la espalda, y el pesado casco, aquél disparó y el tiro no fué errado: la flecha atravesóle al héroe el empeine del pie derecho y se clavó en tierra. Alejandro salió de su escondite, y con grande y regocijada risa se gloriaba diciendo:

380 «Herido estás; no se perdió el tiro. Ojalá que, acertándote en un ijar, te hubiese quitado la vida. Así los teucros tendrían un respiro en sus males, pues te temen como al león las baladoras cabras.»

384 Sin turbarse le respondió el fuerte Diomedes: «¡Flechero, insolente, únicamente experto en manejar el arco, mirón de doncellas! Si frente á frente midieras conmigo las armas, no te valdría la ballesta ni las abundantes flechas. Ahora te alabas sin motivo, pues sólo me rasguñaste el empeine del pie. Tanto me cuido de la herida como si una mujer ó un insipiente niño me la hubiese causado, que poco duele la flecha de un hombre vil y cobarde. De otra clase es el agudo dardo que yo arrojo: por poco que penetre deja exánime al que lo recibe, y la mujer del muerto desgarra sus mejillas, sus hijos quedan huérfanos, y el cadáver se pudre enrojeciendo con su sangre la tierra y teniendo á su alrededor más aves de rapiña que mujeres.»

396 Así dijo. Ulises, famoso por su lanza, acudió y se le puso delante. Diomedes se sentó, arrancó del pie la aguda flecha y un dolor terrible recorrió su cuerpo. Entonces subió al carro y con el corazón afligido mandó al auriga que le llevase á las cóncavas naves.

401 Ulises, famoso por su lanza, se quedó solo; ningún aqueo permaneció á su lado, porque el terror los poseía á todos. Y gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

404 «¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir, temiendo á la muchedumbre, y peor aún que me cojan, quedándome solo, pues á los demás dánaos el Saturnio los puso en fuga. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? Sé que los cobardes huyen del combate, y quien se descuella en la batalla debe mantenerse firme, ya sea herido, ya á otro hiera.»

411 Mientras revolvía tales pensamientos en su mente y en su corazón, llegaron las huestes de los escudados teucros, y rodeándole, su propio mal entre ellos encerraron. Como los perros y los florecientes mozos cercan y embisten á un jabalí que sale de la espesa selva aguzando en sus corvas mandíbulas los blancos colmillos, y aunque la fiera cruja los dientes y aparezca terrible resisten firmemente; así los teucros acometían entonces por todos lados á Ulises, caro á Júpiter. Mas él dió un salto y clavó la aguda pica en un hombro del eximio Deyopites; mató luego á Toón y Eunomo; alanceó en el ombligo por debajo del cóncavo escudo á Quersidamante que se apeaba del carro y cayó en el polvo y cogió el suelo con las manos; y dejándolos á todos, envasó la lanza á Cárope Hipásida, hermano carnal del noble Soco. Éste, que parecía un dios, vino á defenderle, y deteniéndose cerca de Ulises, hablóle de este modo:

430 «¡Célebre Ulises, varón incansable en urdir engaños y en trabajar! Hoy ó podrás gloriarte de haber muerto y despojado de las armas á ambos Hipásidas, ó perderás la vida, herido por mi lanza.»

434 Cuando esto hubo dicho, le dió un bote en el liso escudo: la fornida lanza atravesó la luciente rodela, clavóse en la labrada coraza y levantó la piel del costado; pero Palas Minerva no permitió que llegara á las entrañas del héroe. Comprendió Ulises que por el sitio la herida no era mortal, y retrocediendo dijo á Soco estas palabras:

441 «¡Ah infortunado! Grande es la desgracia que sobre ti ha caído. Lograste que cesara de luchar con los teucros, pero yo te digo que la perdición y la negra muerte te alcanzarán hoy, y vencido por mi lanza me darás gloria, y á Plutón, el de los famosos corceles, el alma.»

446 Dijo; y como Soco se volviera para huir, clavóle la lanza en el dorso, entre los hombros, y le atravesó el pecho. El guerrero cayó con estrépito, y el divino Ulises se jactó de su obra:

450 «¡Oh Soco, hijo del aguerrido Hipaso, domador de caballos! Te sorprendió la muerte antes de que pudieses evitarla. ¡Ah mísero! Á ti, una vez muerto, ni el padre ni la veneranda madre te cerrarán los ojos, sino que te desgarrarán las carnívoras aves cubriéndote con sus tupidas alas; mientras que á mí, cuando me muera, los divinos aqueos me harán honras fúnebres.»

456 Dichas estas palabras, arrancó de su cuerpo y del abollonado escudo la ingente lanza que Soco le arrojara; brotó la sangre y afligióse el héroe. Los magnánimos teucros, al ver la sangre, se exhortaron mutuamente entre la turba y embistieron todos á Ulises; y éste retrocedió, llamando á voces á sus compañeros. Tres veces gritó cuanto un varón puede hacerlo á voz en cuello; tres veces Menelao, caro á Marte, le oyó, y al punto dijo á Ayax, que estaba á su lado:

465 «¡Ayax Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! Oigo la voz del paciente Ulises como si los teucros, habiéndole aislado en la terrible lucha, lo estuviesen acosando. Acudámosle, abriéndonos calle por la turba, pues lo mejor es llevarle socorro. Temo que á pesar de su valentía le suceda alguna desgracia solo entre los teucros, y que después los dánaos lo echen muy de menos.»

472 Así diciendo, partió y siguióle Ayax, varón igual á un dios. Pronto dieron con Ulises, caro á Jove, á quien los teucros acometían por todos lados como los rojizos chacales circundan en el monte á un cornígero ciervo herido por la flecha que un hombre le tirara con el arco—salvóse el ciervo, merced á sus pies, y huyó en tanto que la sangre estuvo caliente y las rodillas ágiles; postrólo luego la veloz saeta, y cuando carnívoros chacales lo despedazaban en la espesura de un monte, trajo el azar un voraz león que, dispersando á los chacales devoró á aquel;—así entonces muchos y robustos teucros arremetían al aguerrido y sagaz Ulises; y el héroe, blandiendo la pica, apartaba de sí la cruel muerte. Pero llegó Ayax con su escudo como una torre, se puso al lado de Ulises y los teucros se espantaron y huyeron á la desbandada. El belígero Menelao, asiendo por la mano al héroe, sacóle de la turba mientras el escudero acercaba el carro.

489 Ayax, acometiendo á los teucros, mató á Doriclo, hijo bastardo de Príamo, é hirió á Pándoco, Lisandro, Píraso y Pilartes. Como el hinchado torrente que acreció la lluvia de Júpiter baja por los montes á la llanura, arrastra muchos pinos y encinas secas, y arroja al mar gran cantidad de cieno; así el ilustre Ayax desordenaba y perseguía por el campo á los enemigos y destrozaba corceles y guerreros. Héctor no lo había advertido, porque peleaba en la izquierda de la batalla, cerca de la orilla del Escamandro: allí las cabezas caían en mayor número, y un inmenso vocerío se dejaba oir alrededor del gran Néstor y del bizarro Idomeneo. Entre todos revolvíase Héctor, que, haciendo arduas proezas con su lanza y su habilidad ecuestre, destruía las falanges de jóvenes guerreros. Y los aqueos no retrocedieran aún, si Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, no hubiese puesto fuera de combate á Macaón, mientras descollaba en la pelea, hiriéndole en la espalda derecha con trifurcada saeta. Los aqueos, aunque respiraban valor, temieron que la lucha se inclinase, y aquél fuera muerto. Y al punto habló Idomeneo al divino Néstor:

511 «¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Ea, sube al carro, póngase Macaón junto á ti, y dirige presto á las naves los solípedos corceles. Pues un médico vale por muchos hombres, por su pericia en arrancar flechas y aplicar drogas calmantes.»

516 Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no dejó de obedecerle. Subió al carro, y tan pronto como Macaón, hijo del eximio médico Esculapio, le hubo seguido, picó con el látigo á los caballos y éstos volaron de su grado hacia las cóncavas naves, pues les gustaba volver á ellas.

521 Cebrión, que acompañaba á Héctor en el carro, notó que los teucros eran derrotados, y dijo al hermano:

523 «¡Héctor! Mientras nosotros combatimos con los dánaos en un extremo de la batalla horrísona, los demás teucros son desbaratados y se agitan en confuso tropel hombres y caballos. Ayax Telamonio es quien los desordena; bien le conozco por el ancho escudo que cubre sus espaldas. Enderecemos á aquel sitio los corceles del carro, que allí es más empeñada la pelea, mayor la matanza de peones y de los que combaten en carros, é inmensa la gritería que se levanta.»

531 Habiendo hablado así, azotó con el sonoro látigo á los caballos de hermosas crines. Sintieron éstos el golpe y arrastraron velozmente por entre teucros y dánaos el ligero carro, pisando cadáveres y escudos; el eje tenía la parte inferior cubierta de sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos de los corceles y las llantas de las ruedas despedían. Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo de hombres, promovía gran tumulto entre los dánaos, no dejaba la lanza quieta, recorría las filas
Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo de hombres, promovía gran tumulto entre los dánaos
(Canto XI, versos 537 á 539.)
de aquéllos y peleaba con la lanza, la espada y grandes piedras; solamente evitaba el encuentro con Ayax Telamonio, porque Jove se irritaba contra él siempre que combatía con un guerrero más valiente.

544 El padre Júpiter, que tiene su trono en las alturas, infundió temor en Ayax y éste se quedó atónito, se echó á la espalda el escudo formado por siete boyunos cueros, paseó su mirada por la turba, como una fiera, y retrocedió volviéndose con frecuencia y andando á paso lento. Como los canes y pastores ahuyentan del boíl á un tostado león, y vigilando toda la noche, no le dejan llegar á los pingües bueyes; y el león, ávido de carne, acomete furioso y nada consigue, porque caen sobre él multitud de venablos arrojados por robustas manos y encendidas teas que le dan miedo, y cuando empieza á clarear el día, se marcha la fiera con ánimo afligido; así Ayax se alejaba entonces de los teucros, contrariado y con el corazón entristecido, porque temía mucho por las naves aqueas. De la suerte que un tardo asno se acerca á un campo, y venciendo la resistencia de los niños que rompen en sus espaldas muchas varas, penetra en él y destroza las crecidas mieses; los muchachos lo apalean; pero, como su fuerza es poca, sólo consiguen echarlo con trabajo, después que se ha hartado de comer; de la misma manera los animosos troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras perseguían al gran Ayax, hijo de Telamón, y le golpeaban el escudo con las lanzas. Ayax unas veces mostraba su impetuoso valor, y revolviendo detenía las falanges de los teucros, domadores de caballos; otras, tornaba á huir; y moviéndose con furia entre los teucros y los aqueos, conseguía que los enemigos no se encaminasen á las naves. Las lanzas que manos audaces despedían, se clavaban en el gran escudo ó caían en el suelo delante del héroe, codiciosas de su carne.

575 Cuando Eurípilo, preclaro hijo de Evemón, vió que Ayax estaba tan abrumado por los tiros, se colocó á su lado, arrojó la reluciente lanza y se la clavó en el hígado, debajo del diafragma, á Apisaón Fausíada, pastor de hombres, dejándole sin vigor las rodillas. Corrió en seguida hacia él y se puso á quitarle la armadura. Pero advirtiólo Alejandro, y disparando la ballesta contra Eurípilo logró herirle en el muslo derecho: la caña de la saeta se rompió, quedó colgando y apesgaba el muslo del guerrero. Éste retrocedió al grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y dando grandes voces, decía á los dánaos:

587 «¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Deteneos, volved la cara al enemigo, y librad de la muerte á Ayax que está abrumado por los tiros y no creo que escape con vida del horrísono combate. Rodead al gran Ayax, hijo de Telamón.»

592 Tales fueron las palabras de Eurípilo al sentirse herido, y ellos se colocaron junto al mismo con los escudos sobre los hombros y las picas levantadas. Ayax, apenas se juntó con sus compañeros, detúvose y volvió la cara á los teucros. Y siguieron combatiendo con el ardor de encendido fuego.

597 En tanto, las yeguas de Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate á Néstor y á Macaón, pastor de pueblos. Reconoció al último el divino Aquiles, el de los pies ligeros, que desde lo alto de la ingente nave contemplaba la gran derrota y deplorable fuga, y en seguida llamó, desde allí mismo, á Patroclo, su compañero: oyóle éste, y, parecido á Marte, salió de la tienda. Tal fué el origen de su desgracia. El esforzado hijo de Menetio habló el primero, diciendo:

606 «¿Por qué me llamas, Aquiles? ¿Necesitas de mí?» Respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

608 «¡Noble hijo de Menetio, carísimo á mi corazón! Ahora espero que los aquivos vendrán á suplicarme y se postrarán á mis plantas, porque no es llevadera la necesidad en que se hallan. Pero ve Patroclo, caro á Júpiter, y pregunta á Néstor quién es el herido que saca del combate. Por la espalda tiene gran parecido con Macaón, hijo de Esculapio, pero no le vi el rostro; pues las yeguas, deseosas de llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por mi lado.»

616 Dijo. Patroclo obedeció al amado compañero y se fué corriendo á las tiendas y naves aqueas.

618 Cuando aquéllos hubieron llegado á la tienda del Nelida, descendieron del carro al almo suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció los corceles. Néstor y Macaón dejaron secar el sudor que mojaba sus lorigas, poniéndose al soplo del viento en la orilla del mar; y penetrando luego en la tienda, se sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede, la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano se había llevado de Ténedos cuando Aquiles entró á saco esta ciudad: los aqueos se la adjudicaron á Néstor, que á todos superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa magnífica, de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con cebolla, manjar propio para la bebida, miel reciente y sacra harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos clavos que el anciano se llevara de su palacio y tenía cuatro asas—cada una entre dos palomas de oro—y dos sustentáculos. Á otro anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rallo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y les invitó á beber así que tuvo compuesta la mixtura. Ambos bebieron, y apagada la abrasadora sed, se entregaban al deleite de la conversación cuando Patroclo, varón igual á un dios, apareció en la puerta. Vióle el anciano; y levantándose del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara; pero Patroclo se excusó diciendo:

648 «No puedo sentarme, anciano alumno de Júpiter; no lograrás convencerme. Respetable y temible es quien me envía á preguntar á cuál guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy viendo á Macaón, pastor de hombres. Voy á llevar, como mensajero, la noticia á Aquiles. Bien sabes tú, anciano alumno de Júpiter, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía hasta á un inocente.»

655 Respondióle Néstor, caballero gerenio: «¿Cómo es que Aquiles se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fué herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; á Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate á este otro, herido también por una saeta que el arco despidiera. Pero Aquiles, á pesar de su valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando en la contienda surgida entre los eleos y los pilios por el robo de bueyes, maté á Itimoneo, hijo valiente de Hipéroco, que vivía en la Élide, y tomé represalias. Itimoneo defendía sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros, herido por el dardo que le arrojara mi mano, y los demás campesinos huyeron espantados. En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas, otras tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de ellas con sus potros. Aquella misma noche lo llevamos á Pilos, ciudad de Neleo, y éste se alegró en su corazón de que me correspondiera una gran parte, á pesar de ser yo tan joven cuando fuí al combate. Al alborear, los heraldos pregonaron con voz sonora que se presentaran todos aquellos á quienes se les debía algo en la divina Élide, y los caudillos pilios repartieron el botín. Con muchos de nosotros estaban en deuda los epeos, pues como en Pilos éramos pocos, nos ofendían; y en años anteriores había venido el fornido Hércules, que nos maltrató y dió muerte á los principales ciudadanos. De los doce hijos de Neleo, tan sólo yo quedé con vida; todos los demás perecieron. Engreídos los epeos, de broncíneas lorigas, por tales hechos, nos insultaban y urdían contra nosotros inicuas acciones.—El anciano Neleo tomó entonces un rebaño de bueyes y otro de trescientas cabras con sus pastores, por la gran deuda que tenía que cobrar en la divina Élide: había enviado cuatro corceles, vencedores en anteriores juegos, uncidos á un carro, para aspirar al premio de la carrera, el cual consistía en un trípode. Y Augías, rey de hombres, se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fué triste por lo ocurrido. Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió muchas cosas y dió lo restante al pueblo, encargando que se distribuyera y que nadie se viese privado de su respectiva porción. Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios á los dioses.—Tres días después se presentaron muchos epeos con carros tirados por solípedos caballos y toda la hueste reunida; y entre sus guerreros figuraban ambos Molíones, que entonces eran niños y no habían mostrado aún su impetuoso valor. Hay una ciudad llamada Trioesa, en la cima de un monte contiguo al Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos: los epeos quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así que hubieron atravesado la llanura, Minerva descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna mensajera, para que tomáramos las armas, y no halló en Pilos un pueblo indolente, pues todos sentíamos vivos deseos de combatir. Á mí, Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió los caballos, no teniéndome por suficientemente instruído en las cosas de la guerra. Y con todo eso, sobresalí, siendo infante, entre los nuestros, que combatían en carros; pues fué Minerva la que me llevó al combate. Hay un río nombrado Minieo, que desemboca en el mar cerca de Arena: allí los caudillos de los pilios aguardamos que apareciera la divinal Aurora, y en tanto afluyeron los infantes. Reunidos todos y vestida la armadura, marchamos, llegando al mediodía á la sagrada corriente del Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios al prepotente Júpiter, inmolamos un toro al Alfeo, otro á Neptuno y una gregal vaca á Minerva, la de los brillantes ojos; cenamos sin romper las filas, y dormimos, con la armadura puesta, á orillas del río. Los magnánimos epeos estrechaban el cerco de la ciudad, deseosos de destruirla; pero antes de lograrlo se les presentó una gran acción de guerra. Cuando el resplandeciente sol apareció en lo alto, trabamos la batalla, después de orar á Júpiter y á Minerva. Y en la lucha de los pilios con los epeos, fuí el primero que mató á un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era este guerrero yerno de Augías, por estar casado con la rubia Agamede, la hija mayor, que conocía cuantas drogas produce la vasta tierra. Y acercándome á él, le envasé la broncínea lanza, le derribé en el polvo, salté á su carro y me coloqué entre los combatientes delanteros. Los magnánimos epeos huyeron en desorden, aterrorizados de ver en el suelo al hombre que mandaba á los que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme á ellos cual obscuro torbellino; tomé cincuenta carros, venciendo con mi lanza y haciendo morder la tierra á los dos guerreros que en cada uno venían; y hubiera matado á entrambos Molíones Actóridas, si su padre, el poderoso Neptuno, que conmueve la tierra, no los hubiese salvado, envolviéndolos en espesa niebla y sacándolos del combate. Entonces Júpiter concedió á los pilios una gran victoria. Perseguimos á los eleos por la espaciosa llanura, matando hombres y recogiendo magníficas armas, hasta que nuestros corceles nos llevaron á Buprasio, la roca Olenia y Alisio, al sitio llamado la colina, donde Minerva hizo que el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre que maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos corceles á Pilos, todos daban gracias á Júpiter entre los dioses y á Néstor entre los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si todo no ha sido un sueño.—Pero del valor de Aquiles sólo se aprovechará él mismo, y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo! Menetio te hizo un encargo el día en que te envió desde Ptía á Agamenón; estábamos en el palacio con el divino Ulises y oímos cuanto aquél te dijo. Nosotros, que entonces reclutábamos tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado al palacio de Peleo, que abundaba de gente, donde encontramos al héroe Menetio, á ti y á Aquiles. Peleo, el anciano jinete, quemaba dentro del patio pingües muslos de buey en honor de Júpiter, que se complace en lanzar rayos; y con una copa de oro vertía el negro vino en la ardiente llama, mientras vosotros preparabais la carne de los bueyes. Nos detuvimos en el vestíbulo; Aquiles se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo, nos hizo sentar y nos ofreció presentes de hospitalidad, como se acostumbra hacer con los forasteros. Satisficimos de bebida y de comida al apetito, y empecé á exhortaros para que os vinierais con nosotros; ambos lo anhelabais y vuestros padres os daban muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba á su hijo Aquiles que descollara siempre y sobresaliera entre los demás, y á su vez Menetio, hijo de Áctor, te aconsejaba así: ¡Hijo mío! Aquiles te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad, aquél es mucho más fuerte, pero hazle prudentes advertencias, amonéstale é instrúyele y te obedecerá para su propio bien. Así te aconsejaba el anciano, y tú lo olvidas. Pero aún podrías recordárselo al aguerrido Aquiles y quizás lograras persuadirle. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverías su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se abstiene de combatir por algún vaticinio que su madre enterada por Jove le ha revelado, que á lo menos te envíe á ti con los demás mirmidones, por si llegas á ser la aurora de salvación de los dánaos, y te permita llevar en el combate su magnífica armadura para que los teucros te confundan con él y cesen de pelear, los belicosos aqueos que tan abatidos están se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Vosotros que no os halláis extenuados de fatiga, rechazaríais fácilmente de las naves y tiendas hacia la ciudad á esos hombres que de pelear están cansados.»

804 Dijo, y conmovióle el corazón. Patroclo fuése corriendo por entre las naves para volver á la tienda de Aquiles Eácida. Mas cuando llegó á los bajeles del divino Ulises—allí se celebraban las juntas y se administraba justicia ante los altares erigidos á los dioses—regresaba del combate, cojeando, el noble Eurípilo Evemónida, que había recibido un flechazo en el muslo: abundante sudor corría por su cabeza y sus hombros, y la negra sangre brotaba de la grave herida, pero su inteligencia permanecía firme. Vióle el esforzado hijo de Menetio, se compadeció de él, y suspirando dijo estas aladas palabras:

816 «¡Ah infelices caudillos y príncipes de los dánaos! ¡Así debíais en Troya, lejos de los amigos y de la patria, saciar con vuestra blanca grasa á los ágiles perros! Pero dime, héroe Eurípilo, alumno de Júpiter: ¿Podrán los aqueos sostener el ataque del ingente Héctor, ó perecerán vencidos por su lanza?»

822 Respondióle Eurípilo herido: «¡Patroclo, de jovial linaje! Ya no hay defensa para los aqueos que corren á refugiarse en las negras naves. Cuantos fueron hasta aquí los más valientes, yacen en sus bajeles, heridos unos de cerca y otros de lejos por los teucros, cuya fuerza va en aumento. Pero, ¡sálvame! Llévame á la negra nave, arráncame la flecha del muslo, lava con agua tibia la negra sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas calmantes y salutíferas que, según dicen, te dió á conocer Aquiles, instruído por Quirón, el más justo de los Centauros. Pues de los dos médicos, Podalirio y Macaón, el uno creo que está herido en su tienda, y á su vez necesita de un buen médico, y el otro sostiene vivo combate en la llanura troyana.»

837 Contestó el esforzado hijo de Menetio: «¿Cómo acabará esto? ¿Qué haremos, héroe Eurípilo? Iba á decir al aguerrido Aquiles lo que Néstor gerenio, protector de los aqueos, me encargó; pero no te dejaré así, abrumado por el dolor.»

842 Dijo; y cogiendo al pastor de hombres por el pecho, llevólo á la tienda. El escudero, al verlos venir, extendió en el suelo pieles de buey. Patroclo recostó en ellas á Eurípilo y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba flecha; y después de lavar con agua tibia la negra sangre, espolvoreó la herida con una raíz amarga y calmante que previamente había desmenuzado con la mano. La raíz calmó el dolor, secóse la herida y la sangre dejó de correr.