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La Miraflores/XI

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XI

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Paca se sentó, meditabunda, en el poyo de la ventana, y minutos después decíale Cayetano con acento apasionado:

-Qué ganitas que tengo yo de poder ver yo esos ojitos a toas las horas del día.

Paca sonrió dominando sus inquietudes y

-Vamos, hombre, que no serán tantísimas esas ganas que usté dice -le repuso.

-Pero ¿es que usté se cree que yo necesito estar aquí pa estar viéndola a usté a toitas las horas del día? Yo pa verla a usted eon tengo más que cerrar los ojos; como que la tengo a usté clavá en mitá der corazón, y tan clavaita la tengo a usté, que hoy cuando me dijeron que era preciso que fuera desenclavándola a usté, por poquito si la entrego de la pena.

-¿Y quién ha sío el que le ha dicho a usté que me desenclave?

-¿Quién había de ser sino Joseíto?

-¿Y usté qué fue lo que le contestó a Joseíto?

-¿Yo? Yo le contesté que pedirme a mi eso era como pedirme una estrella, y que a mí no me apartaba de esta ventana más que la voluntad de usté.

-Y si yo le dijera a usté que me desenclavara, ¿usté me desenclavaría?

Eso no puée jacerlo más que Dios -dijo con voz entristecida Cayetano-. Lo más que yo podría hacer sería dirme de aquí con usté clavaíta pa siempre en mitad del alma y en mitad del pensamiento.

-Pero vamos a ver, Cayetano. Usté cuando se arrimó por primera vez a mi ventana...

-No me diga usté naíti -exclamó el de Écija interrumpiéndola bruscamente-. Yo me arrimé aquí por servir a Joseíto, pero desde punto y hora en que pasé por primera vez por esta reja y la vi a usté, sentí como si de pronto se me metieran dentro del alma to un río de sol y to el azul que había en el cielo, y cuando al día siguiente hablé con usté en el huerto del Soniche, cuando la sentí a usté hablar, tanta música me metió usté en los oídos, tantos hechizos me llevé después de mirarla a usté de cerca, como retrataos en las niñas de mis ojos, que comprendí que ya pa mí no había naíta en el mundo sin usté, y que usté era pa mi el sol que me alumbraba, y el aire que respiro y el agua que bebo. Y como comprendí esto, pos dejé que se fuera el valor, y como sé esto, yo le digo a usté ahora, porque ha llegao el momento de decirlo, que yo necesito saber si son verdá u no son verdá las ilusiones que yo me he hecho, o si toíta esa buena voluntá que yo me he creído que usté me tiene no es más que una ilusión mía. Eso es lo que necesito yo saber: la verdá, manque la verdá me mate.

Paca estaba trémula, la voz dulce, querellosa y ardiente de Cayetano había hecho subir la sangre a sus mejillas; y relampaguearle los azules ojos, en cuya cristalina profundidad tremolaba el amor triunfante sus victoriosas banderas.

No obstante esto, se acordó Paca del conflicto que se avecinaba. Se acordó de las amenazas del Cardenales, de la ira loca que se apoderaría seguramente de Antonio a su llegada, pareciole ver al de Écija inerme a la tremenda acometida del Cartagenero o del Cardenales delante de su reja y, dominando su profunda emoción, exclamó con acento trémulo:

-Pero, entonces, ¿es que usté ha tomao por lo serio nuestros quereles, Cayetano?

A éste se le demudó el rostro de modo intensísimo, temblaron sus labios, sus ojos se posaron con angustiosa expresión en los de Paca, y

-Pero ¿es que esto no ha sío pa usté más que una broma? -le preguntó con voz tan angustiada, tan triste, tan llena de amargura y de llanto, que Paca se olvidó de todo: de Antonio, de Joseíto, del riesgo que amenazaba al de Écija; no pensó más que en lo que éste sufría en aquellos instantes, en que ella era la causa de su dolor, en que le estaba viendo parpadear con nervioso ahínco para cerrar el paso a las lágrimas, y al sentir cómo su ser todo respondía a aquel dolor con un dolor igual, exclamó con acento apasionado, con acento vehemente, con acento que no tenía nada que envidiar al más dulce de los arrullos:

-No, Cayetano, pa mí no ha sío nunca una broma. Usté no se engañó al pensar como ha pensao, ¡que yo también le quería!

Y el de Écija, no encontrando palabras con que expresar el gozo que inundara de pronto su alma toda, enmudeció, pero Paca pudo sentir cómo se le estremecían todas las fibras de su pecho al ver cómo una lágrima, una sola, oscilaba un punto entre las encorvadas pestañas del rival ya victorioso de Antonio el Cartaganero.