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La Primera República/XIII

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XIII

«Don Estanislao es el hombre más generoso y bueno del mundo. En él no se admira tan sólo la virtud pasiva que consiste en no hacer el mal. En su corazón arde el sentimiento de caridad en su grado más efusivo. No acude a él ningún necesitado que no halle consuelo y socorro. Los perseguidos por la justicia que solicitan su compasión, le ven entrar en el Saladero llevándoles el sustento y la esperanza. En los casos difíciles habla con los jueces, revuelve toda la Curia, y no descansa hasta conseguir la libertad del preso. Si para los extraños es misericordioso, para los amigos no tiene límite su bondad. Practica el principio cristiano en toda su pureza, desentendiéndose en absoluto de la liturgia; por lo que resulta, según el criterio de los neos, un ángel impío, un santo anticlerical.

»Ahora te hablaré de su mujer, la pobre doña Josefa Madrignac, que murió en Abril, días antes del 23. Era una señora excelente, un modelo de esposas, modelo también de modestia y candor. Amaba tiernamente a su marido, sin que atenuara este cariño la diferencia de ideas religiosas. Su beatería y misticismo la inducían a procurar que su marido, elevado a la Presidencia de la República, dejase en paz a las personas y corporaciones religiosas. Pero Figueras se mostraba reacio. Cansada la angelical señora de sermonear al marido hereje, y no pudiendo, por su sordera, enterarse de las razones que este le daba, escribíale cartitas dulces, cariñosas, impregnadas de piedad, y cuidadosamente se las ponía en los bolsillos de la levita o en el forro del sombrero de copa... No dejaban de afectar al Presidente las esquelitas cuando daba con ellas. Ocurrió que en un Consejo de Ministros se acordó la exclaustración inmediata de algunas monjas, y este acuerdo fue apoyado por Figueras con toda su energía. A la semana siguiente tratose del mismo asunto en otro Consejo, y don Estanislao, variando de opinión, se mostraba condolido del daño que se iba a causar a las pobrecitas religiosas. Pi y Margall, que le había descubierto el juego, se sonrió diciéndole: Vamos, Estanislao, ya has recibido carta de la familia. ¿Me dejas registrarte el bolsillo de la levita? Negó Figueras, un tanto confuso. Aquella misma tarde, al retirarse del banco azul tomando su sombrero, cayó del forro de este una esquelita. Sonrisa general en todo el Ministerio.

»La muerte de la virtuosa y angelical doña Pepita, que así la llamaban familiarmente sus amigos, causó grande aflicción a Figueras, que estuvo largos días encerrado en su casa de la Calle de la Salud, cuyo rótulo fue sustituido por este otro, kilométrico: Calle del Primer Presidente de la República Española... Te contaré ahora cómo fue curado de su dolor el Jefe del Estado por la medicina del Tiempo, reparador solícito de las desdichas humanas. Añadiré, para tu total conocimiento del personaje, que además de bueno, misericordioso y caritativo en grado heroico, es Figueras un romántico hasta la médula de los huesos; romántico digo, como tú, y como tú gustoso de la variedad de los afectos que más halagan al hombre. Antes de su viudez se prendó de una bella señorita, y viudo ya y enlutado, el Presidente del Poder Ejecutivo rondaba la casa de la damisela, y acechaba en la esquina próxima para verla entrar o salir. Pasión ardiente prendió en aquel hermoso corazón que en todo ha de ser grande. Ni sus canas ni sus deberes políticos le contenían en el violento retorno a la edad juvenil. ¿Qué quieres que te diga, Tito? Yo admiro a Figueras tal como es, sin meterme a dilucidar si sus extravíos son aciertos, o sus errores cualidades excelsas. En él todo me parece bueno...

»Si ahora me preguntas qué influencia tuvieron estas que algunos llaman debilidades en la fuga del Presidente, te diré que lo ignoro. No tuve bastante intimidad con él para desentrañar el misterio psicológico de su deserción. Quizá sintió el hombre con extraordinario ardor el ansia de libertad; tal vez su alma vio en la libertad individual un bien altísimo y soberano, superior a cuantas satisfacciones podía darle la vida política en un país ingrato, voluble, predestinado a ser eterno juguete de la tiranía o de la demagogia».

Las últimas frases del cuento de Estévanez sugirieron en mí estas reflexiones amargas. Si mi amigo elogiaba el romanticismo de Figueras, y por ser este un grande hombre le absolvía de sus delirios, ¿por qué a mí, romántico también, aunque pequeño y de condición insignificante, quería curarme con medicamentos un tanto crueles? Si la libertad individual es el mayor tesoro de los humanos, ¿por qué había de ser concedido a los altos y negado a los humildes?

Debo declarar que el tratamiento de Estévanez no había sido ineficaz para mí, y que yo sentía muy atenuado mi frenético espiritualismo por la acción de la vida ramplona y pedestre. No obstante, cuando Estévanez me dejaba solo en mi casa, escapábame yo hacia el ideal preguntando a Ido si había estado a buscarme el guardia Serafín. Como la respuesta de mi patrón era siempre negativa, hube de añadir esta nota interesante: «Si viniese el guardia por la tarde, adviértale que me encontrará en la Tribuna de la Prensa del Congreso».

Desganado y sin ninguna ilusión periodística volví a las tardes de las Constituyentes, bajo la severa autoridad de mi amigo y médico. Testigo del inenarrable barullo que precedió a la designación de nuevo Ministerio, lo transmití todo a la prensa extranjera. Pero a vosotros, amados lectores, me guardaré muy bien de ofreceros los detalles de aquellas zaragatas, que habrían de marearos y confundiros. En una sesión que empezó a las ocho de la mañana, se leyó el Proyecto de Constitución Federal de la República Española.

Reunidos por la noche en el Senado los padres de la patria con el señor Pi y Margall, este se dio por vencido; sólo el Centro unido a la Derecha podía resolver la crisis. Al día siguiente, 18 de Julio, las Cortes designaron a Salmerón para formar Gobierno. El 19 leyó don Nicolás la lista de los nuevos Ministros: Soler y Pla, Estado; Moreno Rodríguez, Gracia y Justicia; Oreiro, Marina; Fernando González, Fomento; Palanca, Ultramar; Carvajal, Hacienda; González Iscar, Guerra; Maisonnave, Gobernación.

Apenas empezó Salmerón su discurso programa, yo, que fácilmente me distraía, miré a la puerta de la Tribuna, y vi en ella el rostro fláccido de mi guardia Serafín de San José. Como atraído por irresistible fuerza magnética salté de mi asiento, dejándome en el pupitre papel y lápices... No sé si agarré a Serafín por el brazo o por el pescuezo... Llevele al pasillo, y antes que yo le preguntara, su boca rasgada en sonrisa placentera me soltó estas palabras dulcísimas: «Señor don Tito, vengo a decirle que está usted servido.

-Explícate. Dime pronto...

-Ahora verá usted que Serafín es hombre agradecido. Por usted sacrifico yo todo lo que tengo, mi destino y hasta mi vida...

-Bueno, bueno; pero dime...

-He podido encontrar... ¡ay qué fatigas, qué ajetreo, qué ir y venir!... ¿He tardado, verdad?... ¿Pero qué importa la tardanza, si al fin este pobre guardia viene a usted con la satisfacción inmensísima de haber encontrado a la señorita Floriana?».

La voz de Serafín me pareció celestial. No sonaron mejor en mi oído los coros angélicos. Mi polizonte prosiguió así: «Créame; ha sido como sacarla de las entrañas de la tierra. Verá usted: estuvo tres semanas en las Comendadoras con unas damas maduras que no sé si son tías, madres o abuelas putativas. Para averiguar esto tuve que hacer el amor a la cocinera de las señoras de piso. Por ello supe que Florianita saldría pronto de Madrid. Yo soy muy lince; camelé a la prójima, y la puse tan tierna que al fin logré que llevara un recado a la señorita, de parte de don Tito Liviano. Pasaron tres, cuatro, seis días sin respuesta ni razón alguna. Desesperado estaba ya, cuando la cocinera me dijo que doña Floriana se había dignado concederme audiencia. Subí al convento y me aboqué con la señorita, cuya hermosura medio me cegaba como si estuviera mirando al propio sol. La divina mujer me acogió risueña, y sin más, me dijo: «Mañana a esta hora búsqueme usted en la calle de Rodas, número 13. Es una escuela donde están de obra. Allí hablaremos. Basta ya».

Al llegar a este punto estaba yo medio loco; las sienes me latían, mis orejas echaban lumbre, el corazón se me quería saltar del pecho. Cogí a Serafín por un brazo, y le dije: «Paréceme que se nos cae encima el techo del Congreso. Vámonos a la calle». Temía que nos escucharan, que me detuvieran, que los amigos de la Prensa se conjurasen contra mí... Bajamos rápidamente, y a media escalera tuve que volver a subir, porque se me había olvidado el sombrero en la percha del guardarropa... Al fin me vi en la calle, llevando a mi confidente cual si yo fuera el policía y él un criminal... Como fugitivos llegamos hasta la calle de la Greda. Allí me paré, y disparé contra Serafín esta pregunta, que fue como un tiro: «Imbécil, ¿cómo no has ido ya a la calle de Rodas?

-De allí vengo, señor... ¿Por quién me tomaba? ¿Cree que soy capaz de hacer las cosas a medias?... Pues por mor de usted y de su novia he tenido que faltar hoy al servicio.

-Bien, Serafín; me vuelves el alma al cuerpo... Eres un hombre, un grande hombre... Eres mi mejor amigo. En fin, habla. ¿La encontraste? ¿Qué te dijo?

-Apenas traspasé la puerta, me salió al encuentro en el local de la Escuela, vacío enteramente de chiquillos. La obra no ha terminado; pero los albañiles trabajan en el revoco del patio...

-¡Déjate de albañiles y de revocos, hombre! A ver, ¿qué te dijo?

-Repetiré sus acentos divinos. ¡Ay qué ángel! Oiga usted; lo recuerdo palabra por palabra: «Dígale al señor don Tito que mi gratitud será eterna por el favor que me ha hecho. He recibido el nombramiento de directora de un Colegio de niñas de reciente fundación. Estoy contentísima. Dígale también a ese señor tan bueno y amable que no puedo darle mis adioses porque salgo esta noche para tomar posesión de mi nueva plaza».

Quedé absorto, alelado, encantado... Quedeme también a media miel.

«¿Y nada más, Serafín?

-Sí señor, hay más. Este humilde criado de usted sabe rematar la suerte. Como no me satisfacía que me diese el recado por lo verbal, le supliqué que me pusiera, en cuatro letras escritas de su mano, todo eso de la gratitud y de lo contenta que está.

-¿Y escribió, Serafín, escribió?

-Corrió hacia adentro; trajo tintero, pluma y papel, y... tris tras... con linda mano y más linda escritura... En fin; sosiéguese, señor: aquí está el papelito».

Con mano trémula tomé lo que el mensajero del cielo me entregaba, y en medio de la calle, a la luz del sol, leí:

«No me engañó quien me dijo que es usted poderoso.

Por su mediación ha obtenido más de lo que pretendía esta humilde maestra.

Salgo esta noche para la nueva y feliz residencia a donde me lleva mi Destino.

Adiós, adiós, y que no sea para siempre.

Si es grande su poderío, no es menor la gratitud de -FLORIANA».

La tempestad de impaciencia que estalló en mi alma no me dio tiempo ni para besar la divina esquela, trazada con perfecta y elegantísima escritura. Arreando a Serafín subí a Cedaceros, para tomar la Carrera de San Jerónimo. Al atravesarla para entrar en la calle del Baño, un terror pánico me cortó el aliento. ¿Qué sería de mí si en aquella encrucijada se me aparecía Estévanez y me secuestraba...? Apreté a correr, diciendo para mi sayo: «Ahí te quedas, Nicolás amigo. Me escapo como Figueras... hacia el ideal».

Cuando íbamos por la calle del León dije a Serafín: «Adelántate, vete a mi casa, y dile a Ido o a su mujer que me pongan en la maleta que uso para los viajes cortos toda la ropa interior que quepa, y las botas nuevas... Yo no voy a casa por temor a que me entretengan o den parte a mi tirano... Vuela, Serafín. Te doy diez minutos para esta comisión. Te espero a la entrada de la calle de la Magdalena. Si tardas, me voy solo...». El tiempo que esperé se me hizo larguísimo. La impaciencia me devoraba. Viendo el declinar de la tarde, temía no llegar a tiempo. Esto sería horrible, esto sería peor que la muerte. Por fin apareció el guardia jadeante. En Antón Martín tomamos un coche. Calculé que si este nos llevaba a la calle de Rodas en diez o quince minutos, llegaríamos mucho antes de que Floriana partiera para la estación. Por el camino pregunté a Serafín: «¿Pero tú no sabes a qué estación va?». Respondió que la señorita no había hablado de estaciones.

«¿Y no viste allí baúles, sacos de viaje...?».

-No vi nada de eso, ni junto a la divinidad apareció persona humana».

Cuando el coche paró junto a la puerta de la escuela, sentí en todo mi ser un retroceso frío y súbito de aquel impulso temerario. Por un momento me asaltó la idea de retirarme. ¿No era descortés, no era impertinente que yo, sin ser invitado a ello, me presentase a Floriana poco antes de la hora precisa para emprender su viaje? La timidez y la delicadeza, que por algunos segundos paralizaron mi actividad, fueron pronto vencidas por la pasión. «Adelante -clamó esta dentro de mí-, adelante siempre». Ordené a Serafín que entrase antes que yo, como enviado extraordinario para prevenir mi visita, suplicando a la señora que antes de partir me concediese el honor de ofrecerle mis respetos... Viendo que mi embajador tardaba en volver más tiempo del que yo había calculado, bajé del coche y me metí en la casa. Recorrí el local de la escuela, donde no vi alma viviente ni oí ruido alguno. Acerqueme a una puertecilla del fondo, y tampoco vi nada. Ya la impaciencia y ansiedad derramaban fuego por mis venas, cuando apareció Serafín, trémulo y desencajado.

«Señor, señor -me dijo-. En esta casa hay duendes.

-¿La has visto?

-Sí, señor; está esperando a usted. Dice que pase al momento.

-¿Pero qué has dicho de duendes; estás tú loco?

-Después de hablar con la señorita Floriana, volvía yo hacia acá, cuando de una puerta lateral salieron llamas verdes y amarillas, con terrible olor de azufre... Vea, toque, señor. Me han chamuscado el pelo y la ropa... Y al tiempo que asoplaban las llamas, oí risas y cháchara de mujeres burlonas...

-Acabemos. Toma estas pesetas. Paga al cochero, tráeme mi maleta, y lárgate si quieres.

Segundos después, Serafín me entregaba la maleta diciéndome: «De veras, don Tito de mi alma, ¿no tiene usted miedo?

-¡Yo qué he de tener miedo! Tú lo tienes porque eres un simple, un pobre diablo que ignora los fenómenos de la vida suprasensible... ¿Has dicho que Floriana me espera?... ¿Dónde?

-Siga usted por ese pasillo adelante. Después tuerce a la derecha, y que Dios y la Santísima Virgen le acompañen.

-Abur, Serafín. Si no vuelvo, nos encontraremos y nos daremos un abrazo... en el valle de Josafat».

Me colé a toda prisa por el pasillo obscuro, sin que me cortaran el paso llamas azules ni verdes. Sentí un tufo como de quemazón de pez y piedra alumbre... Al extremo de aquel corredor torcido vi un cuadro de claridad que era el marco de una puerta. En el centro de esta, Floriana me aguardaba. Era como una estatua de imponderable belleza. Vestía traje blanco, de forma helénica netamente escultórica. Desde que la vi a larga distancia me descubrí, avancé despacio abrumado por la emoción, y cuando aún no había vencido la distancia que de la Diosa me separaba, su voz sonora y dulce me habló de esta manera: «Le esperaba, señor don Tito. Ya sabía yo que vendría usted. Por esperarle me he detenido unos minutos. Me han dicho que le tendré por compañero de viaje. Su compañía me será muy grata».

De tal modo me anonadaron las palabras de la divina Floriana, que no supe qué decirle ni qué hacer ante su augusta presencia. Creo, mas no lo aseguro, que hinqué una rodilla en tierra y le besé la mano. Traté de sacar de la mente a los labios la fraseología galante que yo manejé siempre con arte y desenvoltura; pero la usual galantería no me valió en aquel caso, y todo el vocabulario pasional y erótico que prevenido llevaba, se quedó en mi lengua avergonzado de sí mismo. Las únicas expresiones que pudo emitir mi boca fueron estas, tímidas y balbucientes: «Sólo aspiro a ser su siervo, su esclavo, Floriana... ¿Qué soy yo más que un insecto miserable, indigno de mirar a este sol de hermosura...?». Advertí que sonreía como denegando graciosamente lo que afirmé en desdoro mío y en alabanza de ella.

En esto, una mano muy bonita me quitó la maleta... y digo una mano, porque la mujer a quien aquella pertenecía yo no la vi. Floriana habló así: «Pase usted y sígame. Voy delante para guiarle en este camino, que es áspero, largo y difícil. Cuando se canse, me avisa y pararemos un ratito».


XIV

Guiado por la criatura bella, blanco vestida, entré, no en una estancia sino en una caverna. A los pocos pasos el suelo descendía con rápido declive, y entrábamos en una especie de catacumba de paredes y techo labrados en la dura arenisca de Madrid. El soterrado pasadizo no era recto; ondulaba a izquierda y derecha. El piso, empedrado con desiguales cantos y morrillos, no permitía un andar ligero. Delante de la Diosa vi las llamas de una docena de hachones; los portadores de ellos no se veían. Oía, sí, un parloteo festivo de mujeres. A ratos, hacia mí se volvía Floriana y me alentaba con una sonrisa y un gesto gracioso. Cuando yo tropezaba en los pedruscos, sosteníanme brazos de seres invisibles. Como una hora duró, según mi cálculo, el tránsito por aquella mina lóbrega y pendiente... Apagáronse los hachones.

Al término de la caminata fatigosa nos encontramos en un rellano bastante extenso. Elevé mis ojos hacia arriba, y no vi cielo, sino una inmensa bóveda pétrea. Miré hacia abajo, aproximándome a los bordes de aquella especie de terraza, y vi un abismo insondable. Quedé suspenso, mudo, absorto; pero