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La Primera República/XIV

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XIV

Guiado por la criatura bella, blanco vestida, entré, no en una estancia sino en una caverna. A los pocos pasos el suelo descendía con rápido declive, y entrábamos en una especie de catacumba de paredes y techo labrados en la dura arenisca de Madrid. El soterrado pasadizo no era recto; ondulaba a izquierda y derecha. El piso, empedrado con desiguales cantos y morrillos, no permitía un andar ligero. Delante de la Diosa vi las llamas de una docena de hachones; los portadores de ellos no se veían. Oía, sí, un parloteo festivo de mujeres. A ratos, hacia mí se volvía Floriana y me alentaba con una sonrisa y un gesto gracioso. Cuando yo tropezaba en los pedruscos, sosteníanme brazos de seres invisibles. Como una hora duró, según mi cálculo, el tránsito por aquella mina lóbrega y pendiente... Apagáronse los hachones.

Al término de la caminata fatigosa nos encontramos en un rellano bastante extenso. Elevé mis ojos hacia arriba, y no vi cielo, sino una inmensa bóveda pétrea. Miré hacia abajo, aproximándome a los bordes de aquella especie de terraza, y vi un abismo insondable. Quedé suspenso, mudo, absorto; pero lo que colmó mi estupefacción fue que allí no había sol, ni luna, ni estrellas, y sin embargo había claridad, una luz tenue, dulce, desconocida para mí.

Sentose Floriana en el suelo, que era de finísimo guijo, señalándome un puesto a su lado. Las vaporosas mujeres, ninfas, espíritus o lo que fuesen, que formaban el cortejo de la Diosa, nos sirvieron en platos de cristal una delicada merienda, de cuya suavidad, gusto y dulzura no puedo dar idea. Componían la parte sólida de aquella comidita unos bizcochos blandos y gruesos, no diré borrachos sino ligeramente embriagados con un néctar delicioso. Apenas los metía yo en mi boca, se deshacían, y al ser tragados diríase que comunicaban súbitamente a todo el ser un calor tenue, vigorizando la vida nerviosa y muscular. No sé cuántos bizcochos me comí; me sabían a gloria; no me cansaba de alabar tan sabrosa y sutil repostería. Agua cristalina y fresca nos dieron luego las ninfas, que al aproximarse a servirnos perdían en parte su invisibilidad. Yo no cesaba de mirarlas cuando de la penumbra iban saliendo hacia la claridad, y en una de las que más se nos aproximaron, reconocí el rostro picaresco de Graziella.

«Andando, andando -dijo Floriana poniéndose en pie con agilidad aérea. Y yo, que en aquel antro sublime y ante el misterio de aquellas divinas hembras no sabía decir más que palabras de una inocencia paradisíaca, concluí de este modo el concepto de Floriana: Andando, sí, que es tarde». Volviose a mí la Diosa, y entre risas delicadas me dijo: «Borre usted de su mente, señor don Tito, las palabras tarde y temprano; que aquí no existe esa forma de apreciar el tiempo. En estos valles no hay día ni noche; no amanece ni anochece. Si lleva usted reloj, no se cuide de darle cuerda, que mejor está descansando, con todas sus ruedecillas dormidas».

Emprendimos la marcha por un sendero estrecho, entre pedruscos conglomerados. Precediéndome a mí iba Floriana, acompañada de cuatro o cinco mujeres cuyas formas indecisas excitaban mi curiosidad. Delante de ella y detrás de mí iban las demás del cortejo, apreciables tan sólo al oído por un murmullo alegre, como conversación de avecillas picoteras. Sosteniendo mi marcha al compás de la comitiva, mis ojos ávidos no hacían más que observar el inmenso antro por donde caminábamos. Floriana lo llamó valle, y estructura de tal en parte tenía. Formaban la cavidad dos grandes escarpas montuosas, en las que pude apreciar una altura aproximada de doscientos o trescientos metros. Del fondo, donde los costados del valle tenían su cimiento, venía un rumor como de aguas precipitadas de peña en peña. Las que llamo escarpas afectaban en algunos trozos formas de colinas o laderas tendidas suavemente, en otros eran vertientes riscosas o paredones cortados casi a pico. Por el lado izquierdo del valle se escurría tortuoso el angosto sendero por donde íbamos.

Fáltame describir lo más extraño de aquel paisaje por mí nunca visto ni soñado. Las cimas de las dos grandes escarpas eran apoyo de la colosal bóveda o techumbre que unía una parte con otra. Traté de apreciar la distancia entre la clave máxima y el fondo del valle; pero mi mente, confusa ante tan grandioso espectáculo, no pudo determinar tal altura, que a veces me parecía inconmensurable, a veces comprendida en las dimensiones que resultarían de colocar dos o tres Giraldas, una sobre otra.

Ahora relataré lo que produjo en mí más que asombro terror. En el punto donde se confundía la cima de las vertientes con el arranque de las bóvedas creí distinguir agujeros, covachas, y apenas me hice cargo de esto, vi que de las oquedades salían cuerpos movibles, animales felinos del mismo color de aquel terrazgo amarillento. Se me erizó el cabello al oír espantosos rugidos... No podía dudarlo: de los peñascales areniscos salían tigres, panteras y otras alimañas rampantes, cuyo aspecto y bramidos pondrían pavor en los pechos más animosos...

Al ver esto, noté que se alejaba rápidamente el rumor de las ninfas que iban delante. Comprendí que corrían. Corrió también Floriana. Las ninfas que iban detrás de mí se precipitaron monte arriba lanzando silbidos penetrantes. De otro lado venían sonidos roncos como de trompas de caza. El terror me paralizó, y no sabía por dónde tirar en busca de un sitio seguro... Sentí pasos, y me dije: «¿ Vendrá alguien a socorrerme?». Mis ojos no se apartaban del lugar por donde aquellos pasos sonaban. No eran pisadas de hombres, sino de gigantes... ¡Ay, ay; tampoco eran de gigantes, sino de...!

Imaginad, amigos del alma, cuál sería mi espanto al ver venir hacia mí un toro... ¡ay, madre mía!... un toro tan grande que a mi parecer era mayor que los más corpulentos elefantes, colorado retinto, por su porte y lámina de genuina casta española, con una cornamenta que a Dios llamaba de tú... Al suelo caí exánime, diciéndome: «Esta fiera me engancha en un tris, me voltea y me manda volando hasta el mismísimo techo». El animal acercose a mí despacio... Vi llegada mi última hora... me olfateó, echando sobre mí un resoplido de huracán, y siguió adelante.

No tuve tiempo de alegrarme, porque apenas pasó el primer toro vi venir otros dos, luego cinco, ocho... ¡Dios mío!... una inmensa piara inacabable: todos del mismo color y estampa: parecían hermanos. A medida que iban pasando sin hacerme caso, cual si vieran en mí un gusanillo despreciable, mi miedo declinaba, y se me alivió por completo cuando advertí que las ninfas, espíritus, ángeles, demonios o lo que fueran, volvían corriendo con grande algazara de silbidos y alilíes. Esto me confortó el ánimo. Ya respiraba. Señal inequívoca de que se me había despejado la cabeza fue que vi a los toros en su tamaño y proporción naturales.

Aún no había pasado el imponente rebaño taurino, cuando me llamaron mis compañeros de viaje con voces cariñosas. Acudí al reclamo por sendero distinto del que llevaban los cornúpetas, pues aún no las tenía yo todas conmigo. Por zanjas y barrancas llegué a un terreno casi llano, con verdor de pradera, y allí me salió al encuentro Floriana burlándome delicadamente por el mieditis que pasé. «Estos fieros animales -me dijo- son mansos como corderos para mí y para cuantos van conmigo. No tema usted nada». Al decir esto la Diosa, los toros, en número tal que no podía ser contado, prorrumpieron unánimes en mugidos espantosos. No creo que orejas humanas hayan oído nunca un coro semejante. Pensé que no sonarán con más estruendo las trompetas del Juicio Final. Mil truenos corriendo a lo largo del valle no imitarían la repercusión prolongada de aquel mugir estentóreo. Cuando vino el silencio, se oyeron lejanos los bramidos de las panteras y demás alimañas feroces, que amedrentadas se recogían en sus altas guaridas.

Estupendas cosas había yo visto en aquel mundo dantesco; pero aún me esperaban nuevos motivos de asombro. Floriana, que de un cercano matorral había cogido una varita y jugaba con ella blandiéndola en el aire, me dijo: «Ahora, señor don Tito, podremos seguir nuestro viaje con más comodidad. En este paso no faltan peligros; pero ya ve usted que los he sorteado con mis bravos y generosos animales». Acarició el testuz de un gallardísimo toro que a su lado estaba, y apoyando sus manos en el morrillo, de un brinco quedó montada a flor de mujer sobre el lomo del vigoroso bruto. Viéndome indeciso, hablome así: «No tenga usted miedo. Escoja el que más le guste y monte sin cuidado». Así lo hice, a horcajadas. No sé quién me dio una varita... Todo el mujerío grácil y susurrante siguió el ejemplo de la Diosa, entre risotadas alegres y una ligera porfía retozona, disputándose los toros en que habían de cabalgar.

Púsose en marcha la extraña procesión, semejante, según mi criterio artístico, a los bajo-relieves que son memoria y emblema de la civilización asiria. Al moderado andar de los toros avanzamos valle abajo, y este, pasadas dos o tres grandes curvas, nos presentó aspectos más risueños. En algunas colinas vi manchas de vegetación montuna y baja. La luz siempre era la misma, y la temperatura inalterable, dulcemente cálida... Si como dijo Floriana, no había noche ni día en aquella parte del mundo, los cuerpos sustituían aquellas relaciones del tiempo con la necesidad alterna del velar y del dormir... Cuando en toda la comitiva se manifestó la querencia del sueño, hicimos alto, nos apeamos, y la Diosa nos encaminó a una grande y limpia caverna, donde permanecimos entregados al descanso... ¿Cuántas horas?... No seré yo quien os lo diga.

Lo que sí os diré, lectores amadísimos, es que los toros quedaron pastando en las verdosas márgenes del cercano arroyo; que el suelo de la caverna era una finísima alfombra musgosa y blanda; que las bullangueras ninfas, a ratos visibles, a ratos no, nos sirvieron bizcochones más suculentos que los de la merienda: creyérase que eran de una pasta parecida al chocolate, mezclada con lo que llaman ambrosía o manjar de los dioses...

Algún resquemor me causó que la Diosa, al retirarse con las que llamaré sus damas a un extremo de la caverna, no solicitara mi compañía, ni tan siquiera me diese las buenas noches, o lo que se usara donde la palabra noche no tenía sentido... En el opuesto lado de la cueva-dormitorio, donde me rodearon las sílfides inquietas, a mi oído llegaba su confusa charla jovial, que se iba desvaneciendo en el sueño. No acababa yo de explicarme por qué no había entre ellas alguna que se vistiera de su carne mortal, y a mí se arrimara blandamente para estimularme a más dulce reposo. Pensando que aquel mundo en que había caído era un tantico monótono y sosaina, me dormí profundamente... Y heme aquí soñando con lo que había dejado en el otro mundo. Así lo llamo por no saber si el otro era aquel en que me encontraba, o si me habían traído efectivamente al que allá llamábamos el otro. ¡Sueño de sueños!

Pues señor, me vi en el Congreso (Tribuna de la Prensa) oyendo un discursazo de Salmerón, magnífico, elocuente. Cuando terminó, todos decían: «Ya hay Gobierno en la República española». Aquello se me representaba como un teatro de niños con figurillas diminutas que se movían con alambres... Luego soñé que pedía la palabra Ríos Rosas. Prodújose un tumulto porque alguien pretendió que no se dejara hablar al orador monárquico... Yo salí a la calle, y en la esquina de Floridablanca, unos silbantes pegaban un pasquín que decía: ¿Quién es Ríos Rosas? Yo les dije: «Imbéciles; es el león de la elocuencia. Dios os libre de caer en sus garras...».

Volví a verme en la Tribuna, y escuché la fiera voz del león, que así clamaba: «El tercer Pretendiente al trono de España será confundido y aniquilado como su tío, como su abuelo. Esta Nación desgraciada puede sufrir hasta la anarquía por un período de tiempo; lo que no sufrirá jamás es el despotismo de don Carlos ni de sus descendientes; lo que no sufrirá jamás es la Inquisición. Jamás, jamás consentiremos a don Carlos ni a los satélites de la antigua tiranía. Todo menos eso. (Aplausos delirantes.)... Para llegar a ser Gobierno de la Nación -decía dirigiendo sus palabras al banco azul- aquí tenéis una mayoría, no muy numerosa, no os importe el número; aquí hay cohesión, convicciones, patriotismo... Con esta mayoría podéis salvar la República, restablecer el orden, restituir a la sociedad sus condiciones de asiento y de vida. Así seréis Gobierno de la Nación, energía prepotente que combata, que aterre y mate las fuerzas rivales».

Cambiados rápidamente los espejismos de mi sueño, me vi en la esquina de la calle de las Huertas, donde unos chicos pegaban un cartel que decía: Salmerón es el Presidente de los monárquicos... Quise ir a mi casa, y de pronto me encontré en la tienda de María de la Cabeza, a quien vi muy acaramelada con su esposo Serafín de San José, y cuando ambos me saludaban apretándome tiernamente la mano, el atronador mugido de los toros me despertó.


XV

Un ratito estuvo mi pensamiento meciéndose en el balancín de esta duda: ¿La realidad era lo de allá o lo de acá? ¿Eran este y el otro mundo igualmente falaces o igualmente verdaderos? Sin llegar a dilucidarlo, me vi conducido al punto en que me esperaba mi cabalgadura. En ella monté, y la caravana siguió su camino. Grandemente me desconsoló el ver que la Diosa iba muy delantera, dejando entre su persona y la mía buena parte de su séquito. Junto a mí marchaban las sílfides más juguetonas y parlanchinas.

Entre ellas vi a Graziella, manifestándose claramente en su encarnadura mortal. Debajo de una falda vaporosa vestía pantalones, y a horcajadas montaba en un toro voluntarioso y saltón, al cual gobernaba y regía con