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La Regenta/Capítulo XXVII

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Capítulo XXVII

-¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez... ¿Te parece que subamos?...

-Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.

-¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el reloj de la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga...

-Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye. ¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás las campanadas... tristes y apagadas por la distancia...

-La verdad es que la noche está hermosa...

-Parece de Agosto.

-Cuando contemplo el cielo,


de innumerables luces rodeado
y miro hacia el suelo...


perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos...

-¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso. La Noche Serena ya lo creo. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña y empezaba a leer versos, mi autor predilecto era ese.

El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por el pensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió la cabeza, se puso en pie y dijo:

-Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la hora...

-Con mil amores, mia sposa cara.

La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería de perales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscuro camino.

-Mayo se despide con una espléndida noche -dijo Ana, apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.

-Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en pasando la Pumarada de Chusquin.

-Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de ir al mar.

-Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con todos sus accesorios?

-Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.

Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:


Lasciami, lasciami
oh lasciami partir...


Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

-¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid... Pero oye... mira que idea... hermosa idea... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a Gayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda... oyendo... oyendo... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora? Música nada más que música... El panorama hermoso... la brisa... el follaje... la luna... pues esto con acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! Oh, los versos... los versos a veces no dicen tanto como el pentagrama. Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.

-Chica, eres una erudita.

Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.

El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.

-Pues es verdad que se oye -dijo Quintanar.

Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:

-¿Vamos a cenar?

-¡A cenar! -gritó Ana.

Y soltando el brazo de don Víctor corrió, levantando un poco la falda de la matinée que vestía, hasta perderse en la obscuridad de la bóveda. Quintanar la siguió dando voces:

-Espera, espera... loca, que puedes tropezar.

Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de la escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de la puerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derecho hacia la luna, con una flor entre los dedos.

-Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...

-¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «La Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».

Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose a sí mismo en voz alta:

-¡Hija mía! Es otra... Ese Benítez me la ha salvado... Es otra... ¡Hija de mi alma!

Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.

-La casa es alegre hasta de noche -dijo ella.

Y añadió:

-Toma, móndame esa manzana...

-«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya...

Y se atragantó con la risa.

-¿Qué tienes, hombre?

-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico... Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.

-Como tú y yo.

-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, coge un cuchillo.

-Para matar a Beltrand...

-No, para mondar la manzana...

-Eso ya es inverosímil.

-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:

(Cantando y puesto en pie)

Cielos! monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour!...
¡de Pompadour!...


Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido. «La verdad era que Quintanar parecía otro».

Petra sirvió el té.

-¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta? -preguntó el amo.

-Sí, señor, hace una hora...

-¿Ha traído los cartuchos?

-Sí, señor.

-¿Y el alpiste?

-Sí, señor.

-Pues dile que mañana muy temprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señor Crespo. Deja... voy yo mismo a enterarle... Escribiré dos letras; ¿no te parece, Ana? ese Anselmo es tan bruto...

Salió el amo del comedor.

Petra dijo, mientras levantaba el mantel:

-Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir mañana al ser de día a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere que lleve algún recado... a la señora Marquesa... o...

-Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa del gabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.

-Descuide usted.

Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado.

-No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo que dice Benítez.

-Sí, ya sé; calla y duerme.

Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad el antiguo sustituto de Somoza. Benítez, el joven de pocas palabras y muchos estudios, observador y taciturno, había permitido a su enferma, a la Regenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía, a ciertas horas en que la aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbame usted a mí, por ejemplo, de vez en cuando, diciéndome lo que sabe que importa para mi pleito. Pero si se siente mal de esas aprensiones dichosas no me dé pormenores, bastan generalidades...».

Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada más que buenas noticias. Ya no hay aprensiones: ya no veo hormigas en el aire, ni burbujas, ni nada de eso; hablo de ello sin miedo de que vuelvan las visiones: me siento capaz de leer a Maudsley y a Luys, con todas sus figuras de sesos y demás interioridades, sin asco ni miedo. Hablo de mi temor a la locura con Quintanar como de la manía de un extraño. Estoy segura de mi salud. Gracias, amigo mío; a usted se la debo. Si no me prohibiera usted filosofar, aquí le explicaría por qué estoy segura de que debo al plan de vida que me impuso la felicidad inefable de esta salud serena, de este placer refinado de vivir con sangre pura y corriente en medio de la atmósfera saludable... pero nada de retórica; recuerdo cuánto le disgustan las frases... En fin, estoy como un reloj, que es la expresión que usted prefiere. El régimen respetado con religiosa escrupulosidad. El miedo guarda la viña, seré esclava de la higiene. Todo menos volver a las andadas. Continúo mi diario, en el cual no me permito el lujo de perderme en psicologías ya que usted lo prohíbe también. Todos los días escribo algo, pero poco. Ya ve que en todo le obedezco. Adiós. No retarde su visita. Quintanar le saluda... roncando. Ronca, es un hecho. En aquel tiempo la Regenta hubiera mirado esto como una desgracia suya, que le mandaba exprofeso el destino para ponerla a prueba. ¡Un marido que ronca! Horror... basta. Veo que tuerce usted el gesto. Perdón. No más cháchara. A Frígilis que venga con usted o antes. Diga lo que quiera mi esposo, si Crespo no viene a prepararme la caña y a convencer a las truchas de que se dejen pescar no haremos nada. Adiós otra vez. La esclava de su régimen, q. b. s. m.,

Anita Ozores de Quintanar».

Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra que había empezado a escribir por la mañana.

Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.

Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a que contestaba y que tenía delante de los ojos.

«...No se queje de que soy demasiado breve en mis explicaciones. Ya le tengo dicho, amigo mío, que Benítez me prohíbe, y creo que con razón, analizar mucho, estudiar todos los pormenores de mi pensamiento. No ya el hacerlo, sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da la aprensión de volver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro... No hablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibido me lo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir a usted. ¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea a quien sea, y sobre todo de asuntos serios.

»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé. Fermín, no lo sé.

»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda, manda. Benítez es enérgico, habla poco pero bien; ha prometido curarme si se le obedece, abandonarme si se le engaña o se desprecian sus mandatos. Estoy decidida a obedecer. Usted me lo ha dicho siempre: lo primero es que tengamos salud.

»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva.

»¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo, repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y del médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? Aquí no veo más que a mi marido; y Benítez me acaba de salvar la vida, tal vez la razón... Ya sé que a usted no le gusta que yo hable de mis miedos de volverme loca... pero es verdad, los tuve y le hablo de ellos, para que me ayude a agradecer al médico (de quien tanto hablo) mi salvación intelectual. ¿Para qué me hubiera querido mi hermano mayor del alma, sin el alma, o con el alma obscurecida por la locura?...

»¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada. A su tiempo volverá todo. Menos el visitar a doña Petronila. No me pregunte usted por qué, pero estoy resuelta a no volver a casa de esa señora. Y... nada más. No puedo ser más larga. Me está prohibido (¡otra vez!). Acabo de cenar. Su más fiel amiga y penitente agradecida.

Ana Ozores».

«P. D. -¿Qué se conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo da la salud. Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesa de mi buen humor, a juzgar por el tono con que lo dice. Perdón por todas las faltas».

Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a escribirlas encima de lo tachado.

Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, encogió los hombros y dijo a media voz:

-No tiene por qué ofenderse.

Se acostó en el lecho blanco y alegre que estaba junto al de Quintanar.

El viejo madrugaba más que Ana, y salía a la huerta a esperarla. A las ocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático la serre.

-¡Si esto fuera nuestro!... -pensaba a veces Quintanar contemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.

La Regenta no pensaba en los títulos de propiedad del Vivero; gozaba de la naturaleza, de la salud y del relativo lujo que habían acumulado los Vegallana en su famosa quinta, sin fijarse en nada más que gozar. Vivía allí como en un baño, en cuya eficacia creía.

Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierras de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y por su orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, en cuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios.

Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a su gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, se acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias. Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasaba algunas páginas, a saltos...

Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño de artista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa y rapidísima:

«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Benítez lo consiente».

Memorias de Juan García, podría decir algún chusco... Pero como esto no ha de leerlo nadie más que yo... ¿Qué es ridículo? ¡Qué ha de ser! Más ridículo sería abstenerme de escribir (ya que es ejercicio que me agrada y no me hace daño, tomado con medida), sólo porque si lo supiera el mundo me llamaría cursilona, literata... o romántica, como dice Visita. A Dios gracias, estos miedos al qué dirán ya han pasado. La salud me ha hecho más independiente. Sobre todo ¿qué han de decir si nadie ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuando escribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigo misma, secreto absoluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar con Dios, con los pájaros, con la sangre sana y fresca que siento correr dentro de mí. Empecemos por un himno. Hagamos versos en prosa. «¡Salud, salve! A ti debo las ideas nuevas, este vigor del alma, este olvido de larvas y aprensiones... y el equilibrio del ánimo, que me trajo la calma apetecida...». Suspendo el himno porque Quintanar jura que se muere de hambre y me llama desde abajo, desde el comedor, con una aceituna en la boca... ¡Ya bajo, ya bajo!... ¡Allá voy!..

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El Vivero, Mayo 1...

Llueve, son las cinco de la tarde y ha llovido todo el día. In illo tempore, me tendría yo por desgraciada sin más que esto. Pensaría en la pequeñez -y la humedad- de las cosas humanas, en el gran aburrimiento universal, etc., etc... Y ahora encuentro natural y hasta muy divertido que llueva. ¿Qué es el agua que cae sobre esas colinas, esos prados y esos bosques? El tocado de la naturaleza. Mañana el sol sacará lustre a toda esa verdura mojada. Y además, aquí en el campo, la lluvia es una música. Mientras Quintanar duerme la siesta (costumbre nueva) y ronca (achaque antiguo y digno de respeto) yo abro la ventana y oigo

 el rumor de la lluvia   
sobre las hojas
y el ruido de las alas
de las palomas


que se esponjan sobre los tejadillos de su palomar cuadrado, entrando y saliendo por las ventanas angostas. Ese palomar tiene algo de serrallo o de casa de vecindad, según se mire. La vida común con sus horas de hastío, de descuido, de pereza pública se refleja en las posturas de esas palomas, en sus pasos cortos, en el sacudir de las alas. Hay parejas que se juntan por costumbre, por deber, pero se aburren como si cada cual estuviese en el desierto. De repente el macho, supongo que será el macho, tiene una idea, un remordimiento, improvisa una pasión que está muy lejos de sentir, y besa a la hembra, y hace la rueda y canta el rucutucua y se eriza de plumas... Ella, sorprendida, sin sacudir la pereza corresponde con tibias caricias, y a poco, ambos fatigados, soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles, inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a su quietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de la mutua displicencia. ¡Racionales palomas! -Quintanar ronca; yo escribo... Pie atrás. Esto no iba bien. Había algo de ironía; la ironía siempre tiene algo de bilis... Los amargos abren el apetito... pero más vale tenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.

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Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaría hoy un gesto de impaciencia. La ventana está cerrada, los regueros del agua resbalando por el cristal me borran el paisaje. Víctor ha salido con Frígilis (segunda visita del buen Crespo, el único grande hombre que conozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón de Pepa -el casero de los marqueses- recorren, como cobijados en una tienda de campaña, el bosque de encinas que mi marido llama siempre seculares. Van a comprobar no sé qué experimento de química, invención de Frígilis, según él. Dios les haga felices y les conserve los pies secos. Hoy me siento inclinada a la historia, a los recuerdos. No los temo. Poco más de cinco semanas han pasado y ya me parece de la historia antigua todo aquello.

¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modo extraño (aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ella misma.) ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, en medio de una procesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los pies abrasados por dolores que me avergonzaban, inmóvil en una butaca! Llamé a Somoza que se excusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso, frío; pero comprendí que me observaba con atención cuando yo no le miraba. Debía de creer que yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todo aquello lo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad con que decidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mis pensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablar parece también un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vida interior como quien revela síntomas de una enfermedad. Conocía yo cuando le hablaba de estas cosas, que él, a pesar de su rostro impasible, me estaba aprendiendo de memoria... El mal subió de los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recordar la Casta diva... con un dedo».

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Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas. En ellas había escrito la historia de los días que siguieron al de la procesión, famosa en los anales de Vetusta. Sí, se había creído prostituida; aquella publicidad devota le parecía una especie de sacrificio babilónico, algo como entregarse en el templo de Belo para la vigilia misteriosa. Además sentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser literata, una cosa ridícula, que acababa por parecérselo a ella misma. No osaba pisar la calle. En todos los transeúntes adivinaba burlas; cualquier murmuración iba con ella, en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura. «Había sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija la atormentaba. Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar el dolor de sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza; aquellos pies que habían sido del público, desnudos una tarde entera.

Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral, su mal era mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa, se derretía dentro de su alma. En cuanto a Santa Teresa había concluido por no poder leerla; prefería esto al tormento del análisis irreverente a que ella, Ana, se entregaba sin querer al verse cara a cara con las ideas y las frases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa que la había arrojado otra vez a las plantas de aquel hombre ya no existía. Los triunfos habían desvanecido acaso a don Fermín. De todas suertes, Ana ya no le tenía lástima; le veía triunfante abusar tal vez de la victoria, humillar al enemigo...; ahora veía ella claro; por lo menos no veía tan turbio como antes. Ella había sido tal vez un instrumento en manos de su hermano mayor. Cierto que de Pas no había vuelto a manifestar con movimientos patéticos que le descubrieran, ni celos, ni amor, ni cosa parecida; Ana le observaba con miradas de inquisidor, de las que algo le remordía la conciencia, y sin embargo no pudo notar síntomas de pasión mundana. ¿Veía ella mal? ¿Disimulaba él bien? ¿O era que no había nada? Ello fue que la devoción antigua no volvió, que la fe se desmoronaba, que las antiguas teorías que sin darse entonces cuenta de ellas había oído a su padre, Ana las sentía dentro de sí.

Un panteísmo vago, poético, bonachón y romántico, o mejor, un deísmo campestre, a lo Rousseau, sentimental y optimista a la larga, aunque tristón y un poco fosco; esto, todo esto mezclado era lo que encontraba ahora Ana dentro de sí y lo que se empeñaba en que fuera todavía pura religión cristiana. No quería ella ni apostatar, ni filosofar siquiera; también esto le parecía ridículo, pero sin querer las ideas, las protestas, las censuras venían en tropel a su mente y a su corazón. Esto era nuevo tormento. A pesar de todo seguía confesando a menudo con don Fermín. Le guardaba ahora una fidelidad consuetudinaria; temía los remordimientos si faltaba a lo que creía deber a aquel hombre. Temía sobre todo que si rompía sus relaciones devotas con él, volviese una reacción de lástima, arrepentimiento y piedad imaginaria que la arrastrase a otra locura como la del viernes Santo. Tantas ideas y sentimientos encontrados, la vida retirada, y la conciencia de que en ella algo padecía y se rebelaba y amenazaba estallar, fueron concausas que trajeron las crisis nerviosas que estaba curando Benítez lo mejor que podía.

Con toda el alma había creído Ana que iba a volverse loca. A una exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultades morales se separaban, que dentro de ella ya no había nadie que fuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo, el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».

Por muchos días lo olvidó todo para no pensar más que en su salud; la horrorizaba la idea de la locura y el miedo del dolor desconocido, extraño, del cerebro descompuesto. Llamó a Benítez con toda el alma, y principio de la cura fue este mismo afán y el obedecer ciegamente las prescripciones del médico.

Si algo dijo este de alimentos, ejercicio y hasta baños, lo más y lo principal lo encomendó al cambio de vida, a la distracción, al aire libre, a la alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al campo, al campo! fue el grito de salvación, y Ana y Quintanar (que buen susto había llevado también), gritaron sin cesar desde la mañana a la noche: ¡Al campo, al campo!

Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no tenían en la provincia de Vetusta una quinta de recreo. Don Víctor continuaba siendo propietario en Aragón.

Ana en un arranque de valor, de un valor mucho más heroico de lo que podía suponer su marido, se atrevió a decir:

-Quintanar, ¿qué te parece esta idea...? irnos a pasar unos meses, hasta que vuelva el invierno...

-¿A dónde?

-A tu tierra, a la Almunia de don Godino.

Don Víctor dio un salto.

-¡Hija, por Dios!... ya soy viejo para un traqueteo tan grande de mis pobres huesos... ¡La Almunia!... ¡con mil amores... en otro tiempo, pero ahora! Yo amo la patria, es claro, soy aragonés de corazón, y digo lo que el poeta, que es muy feliz el que no ha visto

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más río que el de su patria;


pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache:


Porque es la patria al que dichoso fuere
donde se nace no, donde se quiere.


¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar... Y además separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡imposible!

No se pensó más en ello. Ana en el fondo del alma, se alegró de lo muy vetustense que era aquel aragonés.

Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyó haber cumplido con su deber en este punto.

Pero ¿a dónde irían a pasar aquellos meses de campo que Benítez exigía como condición indispensable para la salud de Ana?

Un día se hablaba de esto en casa de Vegallana. Estaban presentes a más de Quintanar y los Marqueses, Álvaro y Paco.

-El médico -decía el ex-regente- exige que la aldea a donde vayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.

-Veamos -dijo de Marqués.

-Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas... ¡qué sé yo!

Don Álvaro tuvo una inspiración en aquel momento. Se acercó al oído de Paco y dijo:

-¡El Vivero!

Paco adivinó y admiró. «¡Sólo el genio tenía aquellas revelaciones!».

Sin pensar en que secundaba planes mefistofélicos, dijo en voz baja:

-Papá, no conozco más quinta que reúna las condiciones de Benítez que una... que está a nuestra disposición...

Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron los Marqueses y su hijo:

-¡El Vivero!

-¡Bravo, bravo, eureka! -repetía el Marqués-. Paco tiene razón, ¡al Vivero! se van ustedes al Vivero.

Y la Marquesa:

-¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes de irnos a baños...

Don Víctor protestó.

-¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes?

-Nosotros no vamos este año.

-O iremos mucho más tarde.

-Y cuando vayamos cabremos todos.

-Allí hemos dormido, cada cual con entera independencia, más de veinte personas -advirtió Álvaro.

-Es claro; aquello es un convento.

-No se hable más, no se hable más.

-¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi delicadeza?

A pesar de la delicadeza de don Víctor, quedó decretado que su mujer y él y los criados que quisieran llevar, irían a pasar aquellos meses que pedía Benítez en el Vivero, donde serían dueños absolutos... Nada, nada, los Marqueses no admitieron objeciones.

-«¿No eran parientes?».

-«Cierto que sí» -tuvo que responder, muy orgulloso, Quintanar.

Ana al saber la noticia, comprendió que aquello era todo lo contrario de irse a la Almunia de don Godino. Pero no quiso pensar en los peligros que la estancia en el Vivero podía tener. Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin embargo, sin investigar las causas de ello, sintió durante todo aquel día una alegría de niña satisfecha en sus gustos más vivos, y aún más intenso fue su placer al despertar a la mañana siguiente con este pensamiento: «Voy al Vivero a hacer vida de aldeana, a correr, respirar, engordar... alegrar la vida... allí el sol, el agua corriente, el follaje... la salud...» y como un acompañamiento musical que encantaba toda aquella perspectiva, Ana sentía una indecisa esperanza que era como un sabor con perfumes... una esperanza... no quería pensar de qué... Pero ello era que el mundo parecía alegrarse, que la idea del Vivero la fortificaba como un placer positivo, de los que se gozan cuando duran las ilusiones. «Aquel Benítez la estaba rejuveneciendo».

Después de las hojas del libro de memorias que se referían, a su modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero en un día de Abril que parecía de Junio, alegre, ardiente, despejado.

Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo, sino en los recuerdos. Decía:

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«El Romero y el Clavel torcieron de repente; el landó se dobló sin ruido, nos sacudió un poco, dejamos la carretera de Santianes y las ruedas rebotaron sobre la grava nueva de la carretera estrecha del Vivero; los sauces, como una lluvia de yerba suspendida en el aire, nos hacían cosquillas con las puntas de sus ramas, flotando sobre la frente como cabello movido por el viento. Se abrió la gran puerta de la cerca vieja, y los caballos arrancaron chispas del piso empedrado de la quintana vieja, despertando con el ruido resonancias en el silencio del palación cerrado y vacío. Por mi gusto nos hubiéramos quedado a vivir en aquella casa inmensa, con dos torres de piedra parda y soportales con columnas... pero el coche siguió al trote; el Marqués tiene la vanidad de hacer que la entrada al Vivero habitable sea por aquí, por delante de la antigua mansión señorial... Las ruedas vuelven a callar, como enfundadas, Romero y Clavel machacan sin estrépito con los cascos briosos la arena tersa, blanca y blanda de la avenida ancha y flanqueada de pretil de mármol con macetas y rosetones de verdura exótica.

La casa nueva nos sonríe enfrente y delante de la coquetona marquesina de la entrada nos detenemos; silencio general... un momento. Habla el sol... nosotros gozamos; la limpieza, la corrección, la elegancia parecen allí obra de la naturaleza, y el follaje, el esplendor de su verdura, los susurros del aire discreto, la hermosura de la perspectiva, los vuelos graciosos de miles de pájaros, parecen importación del lujo; riqueza y naturaleza se juntan allí; el sol, cortesano del confort, alumbra más... ¡Cosa extraña! Yo no había visto el Vivero hasta ahora, lo que se llama ver, hasta ahora nunca había comprendido esta armonía íntima del lujo y del campo. Está bien así. Debe haber rincones en la tierra en que no haya nada feo, ni pobre ni triste.

Paco y la Marquesa, que han venido a darnos posesión del Vivero, comen con nosotros y de tarde, al caer el sol, se vuelven a Vetusta.

Ya estamos solos. Examino toda la casa. En el piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín, rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores, plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros. Lo que me agrada más es el capricho del Marqués en el piso principal; una galería con cierre de cristales rodea todo el edificio. He dado dos vueltas a todo el corredor como si nunca hubiera visto el Vivero. ¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor, más elegante, más poético? Quintanar está encantado, y se me figura que tiene un poco de envidia.

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Vida excelente. La primavera entró en mi alma. Madrugo. El baño me fortifica y me alegra el espíritu. Tendida en la pila, con la mano en el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, y la fantasía como en sopor se detiene en imágenes plásticas tranquilas y suaves. Después tiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa al calor de mi cuerpo, contenta de la vida que siento circular por mis venas. La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideas sutiles, alambicadas... Pienso poco, vagamente, y los pormenores de los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor de mi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar al sol.

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Y sin embargo hay horas en que las vibraciones de las cosas me hablan de una música recóndita de ideas sentimientos. ¿Qué es esta esperanza de un bien incierto? A veces se me antoja todo el Vivero escenario de una comedia o de una novela... Entonces me parece más solitario el bosque, más solitario el palacio. Esta soledad parece meditabunda. Está todo en silencio reflexivo, recordando los ruidos de la alegría y del placer que latieron aquí, o preparándose a retumbar con la algazara de fiestas venideras... Insisto en ello, hay aquí algo de escenario antes de la comedia. Los vetustenses que tienen la dicha de ser convidados a las excursiones del Vivero son los personajes de las escenas que aquí se representan... Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito, Álvaro... y tantos otros han hablado aquí, han cantado, corrido, jugado, bailado... reído sobre todo... Y algo olfateo de la alegría pasada o algo presiento de la alegría futura. Sí, Quintanar dice bien, esto es el paraíso, ¿qué nos falta a nosotros en él? Según Quintanar, nada más que música... Oh, pues por música que no quede. Corro al salón a tocar la donna é movile, con el dedo índice, mi único dedo músico. ¡Qué cursi es esto según Obdulia!... ¡Una dama que no sabe tocar el piano más que con un dedo!

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Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómo me cuida! ¡qué agasajos, qué mimos! Parece otro. Piensa más en mí que en la marquetería. ¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay alma que no tenga su poesía en el fondo. Su alegría es demasiado bulliciosa, pero es sincera. Yo no podría vivir aquí sin él. Imagínole ausente, me veo aquí sola y tengo miedo y siento la soledad... Luego no me estorba, luego su compañía me agrada.

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Petra, la misma Petra, me gusta aquí en el campo. Se viste como las aldeanas del país, canta con ellas en la quintana, se mete en la danza y toca la trompa con maestría. Ayer, al morir el día, junto a la Puerta Vieja tocaba, con la lengüeta de hierro vibrando entre sus labios, los aires del país monótonos y de dulce tristeza. Pepe, el casero, cantaba cantares andaluces convertidos en vetustenses... y Petra tañía la trompa quejumbrosa, y yo sentía lágrimas dulces dentro del pecho... y la vaga esperanza volvía a iluminar mi espíritu. Cuanto más triste la lengüeta de la trompa, más esperanza, más alegría dentro de mí. Todo esto es salud, nada más que salud.

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He traído al Vivero algunos libros de mi padre. Hacía muchos años que no los había abierto. Quintanar los tenía en los cajones más altos de sus estantes.

¡Qué impresiones! He encontrado entre las hojas de una Mitología ilustrada, pedacitos de yerba de Loreto... eran polvo; papeles escritos en que reconocí mis garabatos de niña... y un marinero dibujado por mi pluma que, según la leyenda que tiene al pie, era Germán.

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Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto! Los dioses, los héroes, la vida al aire libre, el arte por religión, un cielo lleno de pasiones humanas, el contento de este mundo... el olvido de las tristezas hondas, del porvenir incierto... un pueblo joven, sano en suma... Quisiera saber dibujar para dar formas a estas imágenes de la Mitología que me asedian».

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Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió sus impresiones de aquellos días. Don Víctor vino a interrumpirla para anunciarle que ya había instalado su tienda de campaña a la orilla del río, en el paraje más ameno y fresco, junto a una mancha de sombra en el agua, donde infaliblemente habría truchas.

Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muy alabado. Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta en compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia...

Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India, o bien navegando en el barco prodigioso de cuyo mástil floreciente pendían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltar de repente a la prosaica orilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente que gritaba:

-¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!

No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Parece otro!» se decía ella. «¡Parece otra!» pensaba él.

El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano es una Andalucía en primavera. Ana todas las mañanas, por la fresca recorría la huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezas acompañada de don Víctor, Pepe el casero y Petra; llenaban grandes cestas, forradas con hojas de higuera, de aquellos corales húmedos y relucientes; y la Regenta sentía singular voluptuosidad sana y risueña al pasar la finísima mano blanca por las cerezas apiñadas sobre la verdura de las hojas anchas y bordadas. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa del Marqués y a veces a las de sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:

-¿Para quién es esto?

-Para don Álvaro -contestó Petra.

-Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda -añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en lontananza.

Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.

Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.

Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sin vergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!».

La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos los señores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a la parroquia rural de San Pedro de Santianes; Pepe el casero era aquel año factor de la fiesta de la parroquia, y pensaba echar la casa por la ventana, «para no dejar mal al señor Marqués».

Anita, en la postdata de su última carta decía al confesor: «El Marqués me ha dicho que piensa invitar a usted a la romería de San Pedro. Somos nosotros los factores... Supongo que no faltará usted. Sería un solemne desaire».

«No, no faltaré, pensaba don Fermín dando vueltas en la cama. Ojalá tuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlo todo... pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesión que me vence siempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy seguro de que al fin he de tomar el camino del Vivero, más vale ahorrarme el tormento de la batalla y declararme vencido. Iré».

Y no pudo dormir una hora seguida en toda la noche. Pero esto era achaque antiguo ya. Desde que Anita «había vuelto a engañarle» don Fermín no gozaba hora de sosiego.

Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en su coche, lo cual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que De Pas fingía no sentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona a alquilar una berlina. Mandó que le esperase fuera del Espolón a las diez en punto. Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humor de mil diablos.

«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas de impaciencia. Por fin llegó el coche destartalado, sucio, a paso de tortuga.

-¡Al Vivero, a escape! -gritó don Fermín dejándose caer como un plomo sobre el asiento duro que crujió.

Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al aire, el caballo extenuado saltó sobre la carretera dos o tres minutos, y como si aquello fuese una falta de formalidad indigna de sus años, que eran muchos, volvió al paso perezoso sin protesta de nadie.

El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otro coche de la misma casa por lo menos, pocas semanas antes iba él llorando de alegría, llena el alma de esperanzas, de proyectos que le hacían cosquillas en los sentidos y en lo más profundo de las entrañas. Y ahora un presentimiento le decía que todo había acabado, que Ana ya no era suya, que iba a perderla, y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que si estaba allí Mesía, como era casi seguro, todas las ventajas eran del petimetre. Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago. Tenía algo su traje del que luce Mefistófeles en el Fausto en el acto de la serenata. Había deliberado mucho tiempo a solas: ¿qué ropa llevaría? Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo. El sombrero de teja larga era odioso; demasiado corto era cursi, ridículo, parecía cosa de don Custodio; muy cerrado, antiguo, muy abierto, indigno de un Vicario general. ¿Iría de levita? ¡Vade retro! No, el cura de levita se convierte por fuerza en cura de aldea o en clérigo liberal. El Magistral muy pocas veces recurría a tal indumentaria. Oh, si le fuera lícito vestir su traje de cazador, su zamarra ceñida, su pantalón fuerte y apretado al muslo, sus botas de montar, su chambergo, entonces sí, iría de paisano, y la vanidad le decía que en tal caso no tendría que temer el parangón con el arrogante mozo a quien aborrecía. Sí, a quien aborrecía. Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No daba nombre a su pasión, pero reconocía todos sus derechos y estaba muy lejos de sentir remordimientos. «Él era cura, cura, una cosa ridícula, puestas las cosas en el estado a que habían llegado». Había comprendido que Ana sentía repugnancia ante el canónigo en cuanto el canónigo quería demostrarle que además era hombre. «¡Y sí era hombre vive Dios que era hombre, y tanto y más que el otro; capaz de deshacerle entre sus brazos, de arrojarle tan alto como una pelota!...». Dejaba de pensar en sus tristezas y en su cólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje, los palos del telégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvo que levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba. El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacía interminable. Aquella media legua se había estirado indefinidamente. «El Marqués se había portado como un grosero no ofreciéndole un asiento en su coche. La culpa la tenía él que había aceptado el convite. ¿Pero qué remedio?».

Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la grava reciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galope de dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.

Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y no repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.

Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningún convidado en la casa, ni los Marqueses, ni los de Quintanar estaban tampoco.

Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello. Sonrió al Magistral, y dijo:

-Los señores están en San Pedro.

-Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y...

La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte.

-Dios te lo pague, Petrica.

Y hablaron.

Hablaron de la vida que hacían allí los señores.

Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre! ¡qué revoltosa! nada de encerrarse en la capilla horas y horas, nada de rezar siglos y siglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades... Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un roble.

-¿El señorito Paco vino? -preguntó de repente De Pas.

-Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señorito Álvaro, a caballo, a escape; tomaron un refresco como usted, y corrieron a San Pedro... Creo que no habían oído misa y quisieron coger la de la fiesta...

En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitosos estallidos de cohetes cargados de dinamita.

-Ya están al alzar -dijo la doncella.

Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia del Magistral, que preguntó:

-¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí por el bosque, verdad?

-Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darse en el río en vez de... si quiere usted ir, le acompañaré yo misma; ahora no tengo nada que hacer allá dentro...

-Si eres tan amable...

Petra echó a andar delante del Magistral. Por un postigo salieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentas encinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque las laderas de una loma y el altozano, que era lo más espeso. Subía un repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de seda calada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picante atractivo.

-¡Qué calor, don Fermín! -decía la rubia, enjugando el sudor de la frente con pañuelo de batista barata.

-Mucho, rubita, mucho -respondía el Magistral, desabrochándose el maldito balandrán y soplando con fuerza.

-Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá en Matalerejo tengo entendido que corre como un gamo por los vericuetos...

-¿Quién te lo ha dicho a ti?

-¡Bah! Teresina...

-¿Sois amigas, eh?

-Mucho.

Silencio. Los dos meditan. El canónigo reanuda el diálogo.

-No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a los bolos que ya ya...

Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín que hacía el ademán de arrojar una bola de roble por la cóncava bolera adelante...

Rió la doncella y continuando la marcha, dijo:

-No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vista está.

Callaron otra vez.

Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetes de dinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso, apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de la hojarasca del bosque.

La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambos aldeanos. Volvieron a mirarse y a sonreírse.

-Ya vuelven -dijo Petra, deteniéndose de nuevo.

-¿Llegamos tarde?

-Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajo y cuando lleguemos nosotros a la iglesia, ya estarán en el Vivero...

-De modo...

-De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín, perdóneme usted este paseo... esta molestia!...

-No, hija, no hay de qué... al contrario... Aquí se está bien... esta sombra... pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso... entre aquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerba segada... ¿eh? ¿qué te parece? voy a sentarme un rato...

Y lo hizo como lo dijo.

Petra, sin atreverse a sentarse y sin querer dejar el puesto, miró al suelo ruborosa, hizo movimientos felinos, y se puso a retorcer una punta del delantal...

-¿Cansado? ¡bah! -se atrevió a decir- un mozo como usted...

La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con sus chorretadas, alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siempre de ideales perfumes campestres, de recuerdos amables.

El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba con una sonrisa amarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que se ofrecía, que le caía en la boca, allí... despreciado... y el imposible codiciado... cuanto más imposible, más codiciado... Sin embargo, para que fuese menos ridícula su situación en el Vivero, le parecía muy oportuno poner por obra lo que meditaba. Y además, a él le convenía tener de su parte a la doncella de la Regenta, hacerla suya, completamente suya...».

-Petra...

-¿Señor? -gritó ella fingiendo susto.

-¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, no seas tonta... si no tienes prisa... puedes sentarte... Así como así, yo quisiera preguntarte... algunas cositas respecto de...

-Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasa nadie; porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir a la iglesia, los que van siguen la trocha de abajo... por aquí rara vez pasa un alma. Pero si usted quiere hablar a sus anchas, allá un poco más arriba hay una cabaña que se llama la casa del leñador; es muy fresca y tiene asientos muy cómodos.

-Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.

Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. El monte se hacía más espeso.

La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como una aprensión de ruido.

Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre la yerba, algo distante de don Fermín; y encarnada como su saya bajera, se atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.

El Magistral se sentó dentro de la cabaña.

Hablaron.

Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con la comitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entraba solo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro que se defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próxima pomarada de Pepe el casero.

El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:

-¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros, que destrozáis la yerba de Pepe... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos!... -Pepe, no lejos del pozo, vestido con los trapos de cristianar, más una corbata negra que había creído digna de un factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba la cabeza y sonreía gozoso...

-Deje, señor, deje que rebrinquen los señoritos, que la erba yo la apañaré... en sin perjuicio...

La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos medio cerrados, no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma y le tocó salir del pozo... con ayuda de don Álvaro y los que estaban fuera.

No se avergonzó de que su confesor la hubiera visto en tal situación... Le saludó amable, bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visita y con Edelmira a correr por la huerta, seguidas de Paco, Joaquín, don Álvaro y don Víctor.

Del Magistral se apoderó el Marqués que le llevó al salón donde estaban la Marquesa, la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que no quería correr con aquellos locos; el Barón, Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería correr, Benítez el médico de Anita, y otros vetustenses ilustres.

-Mire usted, señor Provisor -dijo Vegallana-; la fiesta se ha dividido en dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado a todos los curas de la comarca, catorce salvo error; yo les he propuesto venirse a comer aquí con nosotros, pero como algunos de ellos son cerriles, comprendí que preferían verse libres de damas y caballeretes de la ciudad y se les ha puesto su mesa en el palacio viejo, donde yo pienso acompañarlos. Ahora bien, yo proponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él no quiere... Si usted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenos párrocos se creerían honrados infinitamente... ¡ya ve usted, como usted es el señor Vicario general!...

No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con el Marqués y los curas en el palacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de la mesa de aldea, aún vestida de aldeana del país, y colorada, echando chispas de oro de los rizos de la frente, y chispas de brasa de los ojos vivos, elocuentes, llenos de una alegría maligna que robaba los corazones de los aldeanos y de algunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resistir más, se escapó como pudo y volvió a la casa nueva, donde la algazara había llegado a ser estrépito de los diablos. En el momento de entrar él, don Víctor (con una montera picona en la cabeza) cantaba un dúo con Ripamilán, rejuvenecido, junto al piano, que tocaba como sabía don Álvaro, con un puro en la boca, zarandeando el cuerpo y cerrando y abriendo los ojos brillantes que el humo del cigarro cegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa, la gobernadora y la Baronesa paseaban por la huerta; la gente joven, Obdulia, Visita, Ana, Edelmira y la niña del Barón, corrían solas por el bosque.

Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres.

Así lo comprendió Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto de Quintanar y don Cayetano y correr detrás de aquellas.

-Deja, luego -decía Paco, que gozaba mucho con las canciones antiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se quedaron roncos, que fue pronto, se dejó el piano y se cumplieron los deseos de Orgaz. Él, Paco, Mesía y Bermúdez salieron de la casa y entraron en el bosque. «Ya no se oían los gritos de aquellas». «¿Se habrían escondido?». «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».

«¡Magnífico! ¡magnífico!».

Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.

Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó sobre la yerba. Un encuentro a solas con cualquiera de aquellas señoras y señoritas en un bosque espeso de encinas seculares, le parecía una situación que exigía una oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y, sin embargo, ¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntima con Obdulia o con Ana sobre la verde alfombra!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buen cigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudo oír el diálogo que entablaron.

-¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.

-¿A mí, don Víctor?

-Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, los nervios... las locuras... como aquella de la procesión... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?

-Sí señor -dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.

-¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?... ¿radicalmente?...

-Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no era enfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado... por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que el reverso de la misma medalla.

-¿Cómo? usted me asusta.

-Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa... viva... exaltada... necesita mucha actividad, algo que la estimule... necesita...

Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.

-¿Qué necesita?

-Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... que es extremosa por temperamento... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de la salud...

-Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.

-¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?

-¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita...

-¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso...

-¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en su espíritu en cierto sentido?...

-Justo. Es muy probable.

Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabra del diálogo del balcón.

-¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?

-Sí señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus.

-¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus! ¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?...

-Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.

-Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!

-Sí señor.

-¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:

-A nada.

-¡Santa Bárbara! -gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto.

Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.

Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua a torrentes. Allá al extremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañaban refugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia.

-¿Y los chicos? -preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.

Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque.

-¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos... Se van a poner perdidos -exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos... ¡A qué cosas no estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».

-Es preciso ir a buscarlos -decía el gobernador.

-Hay que llevarles paraguas...

-Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer...

-Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir y mandar...

Y se deliberó largamente qué se haría.

-Hay que salvar a los náufragos -dijo el Barón a guisa de chiste.

El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:

-Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.

-¡Bravo, bravo! -gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmo ajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casa y puso pálidos a los más valientes.

-¡Vamos, vamos, pronto! -gritó el Magistral, cuya palidez no la causaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condición de clérigo.

-Pero... don Fermín -se atrevió a decir Quintanar- por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro... El árbol atrae el rayo... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!...

-¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana...

-Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana...

-¡Al monte! ¡don Víctor, al monte! -rugió el Provisor.

Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que los anteriores.

-Señores - dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba-. No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.

-¿Cómo a techo?...

-Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa del leñador que usted no conoce; es una cabaña rústica, que el Marqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lo más espeso del monte...

El Magistral no quiso oír más. Salió con un paraguas bajo el brazo y dejó caer el otro a los pies de don Víctor.

El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para sus adentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sin explicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a la Regenta y no los criados.

Tampoco los señores del salón comprendían aquello; y sonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que era un misterio la conducta del Magistral.

-Tenía razón don Víctor -advirtió el barón- ¿por qué no habían de haber ido los criados?

-Además -dijo el gobernador- eso parece una lección a todos nosotros, especialmente a usted que tiene por allá a su hija...

El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilán que había metido cien rayos en la casa.

El miedo ya era general.

-Ea, ea, señores -dijo el Arcipreste desde la alcoba- a rezar tocan; yo voy a rezar con permiso de ustedes... In nomine Patris...