La Regenta/Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
-¿Adónde van ustedes? -gritaba la Marquesa desde el Belvedere al Magistral y a don Víctor que uno tras otro, a veinte pasos de distancia, corrían por el bosque, calados ya hasta los huesos, chorreando el agua por todos los pliegues de la ropa y por las alas del sombrero.
-¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas.
La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.
-Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿a dónde me lleva usted?
Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porque continuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás un momento.
De rama a rama, de tronco a tronco, en todas direcciones subían y bajaban hilos de araña que se le metían por ojos y boca al ex-regente, que escupía y se sacudía las telas sutilísimas con asco y rabia.
-¡Esto es un telar! -gritaba, y se envolvía en los hilos como si fueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hinojos, blasfemando, contra su costumbre.
-También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse... Si no hay más que arañas y espinas... Don Fermín, espere usted por las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.
Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.
No osó blasfemar otra vez.
-¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad!
De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima y disimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se le ocurría:
-Parece mentira que sea usted cazador.
-Soy cazador en seco, compadre, pero esto es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas se me meten en el estómago... y sobre todo a mí me gustan las acciones heroicas que tienen alguna utilidad. Nisi utile est id quod facimus, stulta est gloria ha dicho Baglivio. ¿A dónde vamos nosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?
-A buscar a doña Ana que estará... poniéndose perdida...
-¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están a techo... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadando como nosotros? ¿Además no tienen pies para volverse a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿y para qué sirven los paraguas?
El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas no servían de nada en el bosque.
-Haga usted lo que quiera -dijo- yo sigo.
-Eso es darme una lección -replicó don Víctor algo picado y continuando también la ascensión penosa.
-No señor.
-Sí señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece a mí que mi mujer me importa más a mí que a nadie... Y usted dispense este lenguaje... pero, francamente, esto ha sido una quijotada.
Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, pero estaba furioso y no quiso recogerla.
El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño del paraguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojaba idiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud de consideraciones... y continuó subiendo en silencio.
A lo que iba, iba; todos aquellos insultos le sonaban como le sonarían a un náufrago los que le arrojasen desde tierra... Dos ideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos de fuego: Ubi irritatio ibi fluxus decía una; y la otra: ¡estarán en la casa del leñador! No creía el Provisor en una Providencia que aprovecha juegos de la suerte, combinaciones de teatro para dar lecciones, pero supersticiosamente enlazaba el recuerdo de la mañana, de su paseo y conversación con Petra, con las escenas también campestres en que temía groseramente ver enredada a la Regenta.
«¡Ubi irritatio ibi fluxus!» iba pensando; es verdad, es verdad... he estado ciego... la mujer siempre es mujer, la más pura... es mujer... y yo fuí un majadero desde el primer día... Y ahora es tarde... y la perdí por completo. Y ese infame...
Echó a correr monte arriba.
«¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que le seguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veinte pasos otra vez.
El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde había bajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía, confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás, librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como de cadenas.
«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ello está hacia lo más alto... pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...».
Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con cara amable y voz dulce y suplicante advirtió:
-Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos que separarnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por la derecha...
Don Víctor se negó, pero el Magistral insistiendo, y con alusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logró picar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.
Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subió corriendo cuanto podía, tropezando con troncos y zarzas, ramas caídas y ramas pendientes... Iba ciego; le daba el corazón, que reventaba de celos, de cólera, que iba a sorprender a don Álvaro y a la Regenta en coloquio amoroso cuando menos. «¿Por qué? ¿No era lo probable que estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia y los demás que habían subido al bosque?». No, no, gritaba el presentimiento. Y razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de estas aventuras, ya habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrá dado trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín no habrán puesto obstáculos, habrán procurado lo mismo para quedarse con Obdulia y Edelmira respectivamente. Visitación los habrá ayudado. Bermúdez es un idiota... de fijo están solos. Y vuelta a correr cuanto podía, tropezando sin cesar, arrastrando con dificultad el balandrán empapado que pesaba arrobas, la sotana desgarrada a trechos y cubierta de lodo y telarañas mojadas. También él llevaba la boca y los ojos envueltos en hilos pegajosos, tenues, entremetidos.
Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavía formidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, no estaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha, separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas, que le cerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica... Alguien se movía dentro... Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso... ciego...
-¡Jinojo! que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara.
-¡No están! -dijo el Magistral sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él.
Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltaba motivo.
-Mire usted lo que me encontrado aquí -dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata.
-¿Qué es eso? -preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.
-¡Una liga de mi mujer! -contestó aquel marido tranquilo como tal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.
-¡Una liga de su mujer!
El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidez de aquel hombre que aún no sospechaba nada.
-Es decir -continuó Quintanar- una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me preocupa... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Por esto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estas explicaciones... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y me importa su honra... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.
Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todo aquello, que había podido ser trágico, se había convertido en una aventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotesco empezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca... Por fortuna don Víctor, según observó también De Pas, no estaba para atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; se había puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.
También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.
No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».
Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta cierto punto a las insinuaciones de Petra.
Pero acordándose de lo que debía a su esposa, de lo que se debía a sí mismo, de lo que debía a sus años, y de otra porción de deudas, y sobre todo, por fatalidad de su destino que nunca le había permitido llevar a término natural cierta clase de empresas, era lo cierto que había retrocedido en aquel camino de perdición desde el día en que una tentativa de seducción se le frustó, por fingido pudor de la criada. «No había, en suma, llegado a ser dueño de los encantos de su doncella, pero en aquellos primeros y últimos escarceos amorosos había podido adquirir la convicción de que la Regenta le había regalado a Petra unas ligas que el amante esposo le había regalado a ella».
«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?».
«No podía explicárselo, los celos, si así podían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubia lúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento de exaltación... de la mente, había podido...».
La tempestad ya estaba lejos... los árboles continuaban chorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarse de azul.
Por decir algo, don Víctor dijo:
-Verá usted como esto repite a la noche... Por allá abajo viene otro mal semblante... mire usted por entre aquellas ramas...
Vamos a bajar antes que vuelva el agua -advirtió De Pas, que hubiera querido estar cinco estados bajo tierra.
Los dos se tenían miedo.
Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.
Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles.
-Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí.
-¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?
-¿Qué desgracia? no señor, que los señoritos y las señoritas ya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estarían llegando a mitad del monte... apenas se han mojado... Yo salí, por orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó a llover... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porque aquel es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, que no se habían mojado apenas... porque en el monte cuando empieza el chaparrón se está como a techo... De modo que todos están en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita que teme por usted y... por este señor cura...
-¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...
-Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro...
Y Pepe se reía a carcajadas.
-No ha sido mala broma, je, je... Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura está hecho un eciomo, perdonando la comparanza, es una sopa... Anda, anda, y cómo se le ha ponío too el melindrán este... y la sotana parece un charco...
Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban aspecto de náufragos.
-Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los huesos y darles un romantismo...
-Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.
-La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría ponérsela una princesa...
El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.
Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.
Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado...
-Pero si va usted a coger una pulmonía... Múdese usted... Ahí habrá ropa...
No hubo modo de convencerle.
-Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa...
Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.
-Pero, hombre, castigue usted a ese animal -gritaba don Fermín al cochero-. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.
El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el rostro de Mesía.
Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a las primeras casas de los arrabales de Vetusta, obscurecía. La noche, según había anunciado don Víctor, amenazaba con nueva tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que se ennegrecían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos.
Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el confesonario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio... Buena prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía el mundo entero que era un lodazal... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».
Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en el general desprecio... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como todo».
«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irritatio... es decir que Ana caería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y tanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma... ¿para qué había servido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia, como la del universo entero...».
El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.
«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus anchas... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo idiota del marido... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».
Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...».
Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera del canónigo.
-«¡Eso! ¡eso! -rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a su casa-. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».
Y entró en su casa después de pagar al cochero.
Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su cabeza.
Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.
Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.
“¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana...”.
Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.
Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero del campo la santina, en la casa nueva todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa. Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia y Edelmira también, eran las que conocían mejor los lugares más escondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigían aquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchos años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.
A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.
Entró con él la Regenta para ayudarle.
-¿Y don Fermín? -preguntó.
-Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona -contestó Quintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.
Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgo de la liga.
Ana convino en que De Pas había llevado la galantería a un extremo ridículo, sobre todo ridículo, en un sacerdote.
-¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí? -repetía a cada instante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.
«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos, celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia... Debo huir de él, tiene razón Álvaro».
Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva, alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.
«El misticismo era una exaltación nerviosa».
En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus aprensiones.
«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podía pensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría para adquirir más y más influencia».
Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habían sido muy íntimas.
De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regenta hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y, como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligros de aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.
«Mi salud, pensaba, exige que yo sea como todas: basta para siempre de cavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos: quiero paz, quiero calma... seré como todas. Mi honor no padecerá... pero los escrúpulos me volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...».
Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.
La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.
Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintió por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o del canónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos? ¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».
Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».
Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».
No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, que ahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, le sugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminal la conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.
El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en el patio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás del tambor y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tarde en el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejando ver que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerza de quererla tanto».
Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del clérigo.
Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.
En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:
-¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?
¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc., etc.
-«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yo hace mucho tiempo... porque... porque...».
Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con acompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentro de sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca... «¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte que todas las del misticismo».
Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma, empezaba la noche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban en el cielo los relámpagos que a don Fermín le sorprendieron al entrar en Vetusta. Ana y Mesía estaban solos apoyados en el antepecho de la galería del primer piso, en una esquina de aquel corredor de cristales que daba vuelta a toda la casa. La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, se preparaban a volver a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad que los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo era abajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos que se quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que se preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casa prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luego aceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».
-Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; me consta que la carrera de un coche atrae el rayo... Me quedo, me quedo.
Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería más quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche el gobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.
Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tan arduas materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locos por el corredor del primer piso. Visitación estaba un poco borracha, no tanto por lo que había bebido como por lo que había alborotado; Obdulia decía que tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero el torbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la mantenían en pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte de divertirse al estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola y reía y gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y simpática. Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco; Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunas ventajas positivas en el amor siempre efímero de Obdulia, pellizcaba también; y había carreras, tropezones, voces, aprietos, saltos, sustos, sorpresas. Ahora, mientras Ana y Álvaro hablaban asomados a la galería, sin miedo al agua que les salpicaba el rostro ni a los relámpagos que rasgaban el horizonte negro enfrente de sus ojos, los demás, en la obscuridad del corredor estrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta el cachipote, y que consiste en esconder un pañuelo convertido en látigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. El que lo encuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar a la madre. Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos incidentes entre aquellos jugadores todos malicia. A menudo dos manos, una de hembra y otra de varón, buscaban en el mismo agujero el cachipote; los que corrían se atropellaban, y la verdad histórica exige que se declare, por más que parezca inverosímil, que muy a menudo aquellos chicos que corrían como locos todos juntos por la estrecha galería, huyendo del látigo, caían al suelo en confuso montón, mientras el zurriago les medía las espaldas.
Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas y preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida una declaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, toda idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y el estado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible para aquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar con los treinta.
No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, que se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».
«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el alma entera. Y Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en que había sido mística, ni siquiera en que había maridos y Magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.
Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las que había encontrado en la meditación religiosa. En esta última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer, salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No, por allí no se iba a la locura».
Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera una respuesta; es más, lloraba, sin llorar por supuesto, «de pura gratitud, sólo porque le oían». «¡Había callado tanto tiempo! ¿Que había mil preocupaciones, millones de obstáculos que se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él; pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino vulgar, necio, que era lo que el vulgo estúpido había querido hacer de él».
Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen al vulgo estúpido; para ella la señal de la distinción espiritual estaba en el desprecio del vulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta este defecto, tal vez heredado de su padre: que para distinguirse de la masa de los creyentes, necesitaba recurrir a la teoría hoy muy generalizada del vulgo idiota, de la bestialidad humana, etc., etcétera.
Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamente manejar este resorte: era él capaz de despreciar, llegado el caso, al mismo sol del medio día si se oponía a sus pasiones. «Todo era preocupación, pequeñez de ánimo... Pero, ¿tenía él derecho para que Ana siguiera sus ideas y despreciase las maliciosas y groseras aprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la letra estaba contra él... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablaba de amor a una señora que era de otro, ante los hombres... Ya lo sabía, sí; no exigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes y costumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claro que había en el mundo mujeres, virtuosas como la que más, que ya sabían a qué atenerse respecto de la letra de la ley moral que condenaba aquel amor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos, que había pasado su juventud en un pueblo como Vetusta, podía pedirla que se dignase siquiera alentar su pasión con una esperanza? Oh, no; demasiado sabía que no... bastaba con que le oyera. ¡Cuántos años había estado sin querer oírle! ¡Y lo que él había padecido!... Pero, en fin, de esto ya no había que acordarse. El dolor había sido infinito... infinito... pero todo lo compensaba la felicidad de aquel momento. Callaba Ana, oía... ¿pues qué más dicha podía él ambicionar?...».
A la luz de un relámpago, la Regenta vio los ojos de Álvaro brillantes y envueltos en humedad de lágrimas.
También tenía las mejillas húmedas... Ella no pensó que esto podía ser agua del cielo.
«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombre más hermoso que ella había visto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlo sido de su vida!...».
«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no le interrumpía? ¡Si él supiera... si él supiera que no podía ni hablar!...».
Ana sentía un placer puramente material, pensaba ella, en aquel sitio de sus entrañas que no era el vientre ni el corazón, sino en el medio. Sí, el placer era puramente material, pero su intensidad le hacía grandioso, sublime. «Cuando se gozaba tanto, debía de haber derecho a gozar».
Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le dijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si se le quería mal, si se había puesto en ridículo... si se burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con un mohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animal débil y montaraz herido, se quejó... se quejó con un sonido gutural, hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces...
Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar:
-¿A qué jugáis, locos...?
-Ahora ya a nada... Jugábamos al cachipote, pero Paco y Edelmira están allá en la esquina del otro frente disputando sobre quién tiene más fuerza, si ella o él... Ven, ven, verás qué puños los de Edelmira.
En la más obscura de las galerías, en un rincón, amontonados estaban los demás compañeros de broma; Edelmira y Paco espalda con espalda, como se baila a veces la muñeira, sobre todo en el teatro, medían sus fuerzas... Paco resistía con dificultad el empuje violento de su prima, que gozando lo que ella y el diablo sabían, se incrustaba en la carne de su primo, más blanda que la suya, empeñada en vencerle y hacerle andar hacia adelante mientras ella andaba hacia atrás. Al cabo Edelmira venció, y Paco, silbado por los presentes, propuso luchar de frente, con las manos apoyadas en los hombros del contrario. Así se hizo y esta vez venció Paco.
Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió a medir con la Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álvaro, que no tenía con quién luchar, se le vino a la memoria la escena del columpio en que le venció el maldito De Pas... «Pero ahora le tenía debajo de los pies».
«Más valía maña que fuerza».
Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz de los relámpagos, los truenos lejanos, la obscuridad ambiente, los vapores de la comida, la estrechez del corredor, todo los animaba, los arrojaba a la alegría aldeana, a los juegos brutales de la lascivia subrepticia, moderados en ellos por instintos de la educación. Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los puñetazos de las mujeres en la cabeza de los varones. Ana jamás había asistido a escenas semejantes; ella y don Álvaro no tomaban parte activa en la broma al principio, pero al fin le tocó a la Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios de Obdulia y Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de una vez sintió su espalda oprimida por la de Álvaro, y aunque huía el contacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, el contacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevas del todo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y una especie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no fuese aquel rincón obscuro, estrecho, donde cantaban, reían, saltaban... Como una música lejana, dulcísima en su suavidad, recordaba todos los pormenores de la declaración amorosa de Mesía...
Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques y excitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obdulia y Visita, dejaron de correr y enredar; y muy serios, con la melancolía del cansancio, se pusieron a contemplar la luna que apareció en el horizonte como una linterna en el campo de batalla de las nubes, que yacían desgarradas por el cielo.
Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita y de Sonámbula y Joaquín salió por malagueñas, como él decía; en su voz había una tristeza que contrastaba con la alegría que le brillaba en los ojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella noche se había propuesto dar el premio de sus favores, no el principal, al género flamenco. Por fortuna Joaquín se conformaba con el accèsit.
Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el Spirto gentil y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada, y si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.
Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando la luna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de forma caprichosa, cantaban a la vez o por turno y hablaban en voz baja, como respetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez del cuerpo y del alma.
Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó a Mesía, consiguió entablar conversación particular con él; y como encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, no tardó en abrirle el alma de par en par.
Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y las malagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuentes libaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atención muda, intachable.
-Mire usted -decía el viejo- yo no sé cómo soy, pero sin creerme un Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocas veces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a mal mis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza o encogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, la mayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino... No tengo el don de la constancia.
-Pues es indispensable.
-Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy pocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama mía... Sin ir más lejos...
Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesía había de ser un pozo, le refirió las persecuciones de que había sido víctima, las provocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después de resistir mucho tiempo, años, como un José... habíase cegado en un momento... y había jugado el todo por el todo. Pero nada, lo de siempre; bastó que la muchacha opusiera la resistencia que el fingido pudor exigía, para que él, seguro de vencer, enfriara, cejase en su descabellado propósito, contentándose con pequeños favores y con el conocimiento exacto de la hermosura que ya no había de poseer.
Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sin decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de un marido «de mundo» regalarle ligas a su señora. Pidió consejo a Mesía respecto de su conducta futura con Petra.
-¿Debo despedirla?
-¿Tiene usted celos?
-No señor; yo no soy el perro del hortelano... aunque he de confesar que algo me disgustó en el primer momento el descubrir aquella prueba de su liviandad.
-Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?
-Ah, sí; estoy absolutamente seguro.
Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.
La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.
La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.
-Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?
Los dos amigos se volvieron.
Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas... Sus confidencias le habían rejuvenecido...
-¿Pero qué hora es, hija mía?
-Muy tarde... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. Los Marqueses ya están recogidos. Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su cuarto.
-Bobadas de mamá -dijo Paco del mal humor- apareciendo por un extremo de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural... y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba... Bobadas... Tonterías de mamá...
-Buena está Obdulia para dormir con nadie -dijo Visita que venía del cuarto contiguo al de Ana.
-¿Pues qué tiene?
-Yo creo que una mica, una borrachera de mil cosas, de ruido, de fatiga y hasta de vino... qué sé yo; ello es que está en la cama dando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, que quiere dormir sola... yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama al lado de la suya... Buenas noches...
Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le habló al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto, haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.
-Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.
Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de acostarse.
-¿Y ustedes? -dijo Quintanar.
-Nosotros -respondió Paco- nos hemos quedado sin cama porque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y quedarse a dormir...
-¿De modo?... -preguntó Ana risueña.
-Que dormiremos en un sofá.
-Vaya, vaya, pues buenas noches.
-Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un poco...
-Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos -dijo don Víctor, que había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro de borla de oro.
-¿Cómo hablar? no señor..., a la cama...
Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las ventanas y las contraventanas...
Mesía con un mohín le suplicó que esperase...
Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería...
Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se decían amores, cada vez más elocuentes.
Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al interior de la alcoba... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad indiscreta.
Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana misma se creyó en el caso de decir:
-Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.
Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el rostro.
-Adiós, adiós, dormir bien -dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.
Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más poética».
Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero, además, solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. A veces Ana y Quintanar, después de comer, a eso de las cuatro de la tarde, salían a la carretera de Santianes a esperar a sus amigos. La soledad le iba pesando un poco a don Víctor y aquellas visitas las agradecía en el alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremo de la cinta larga y estrecha de carretera las siluetas de los dos poderosos caballos blancos de Mesía y Vegallana, sentía un placer que se le antojaba infantil... y se ponía nerviosa de ansiedad, que crecía según se acercaban los bultos y se aclaraban las figuras de caballos y jinetes.
Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en la cara de gloria del Tenorio que esperaba el triunfo, que tal vez lo estaba tocando, y comprendían que el pudor, la vergüenza, mejor dicho, exigía un silencio absoluto respecto del caso. Don Álvaro agradecía «la delicadeza» de sus cómplices y callaba también, tranquilo y satisfecho.
A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y buscaron la frescura de la playa.
Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer y con Petra y se instaló en el puerto mejor de la provincia, La Costa, villa floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotaje y vestida muy a la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes de Agosto en Palomares, a donde iban también Visita, Obdulia y alguna vez los Marqueses y Mesía.
-¡Dos años hace que no he veraneado! -decía Quintanar alegre como un chiquillo.
La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistral había suplicado que no se fuera a baños, y que si el médico lo exigía que por lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Ana contradecir este deseo del confesor y transigió.
«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.
Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.
También Ana prefería aquel modus vivendi; no quería volver a las andadas, temía que viniesen la compasión y los remordimientos y las aprensiones a molestarla y al fin hacerla caer enferma, si por completo rompía con el Provisor.
«Me conozco, pensaba; sé que, después de todo, le tengo cierto cariño, y si abandonase su amistad, una voz insufrible me había de estar gritando siempre en favor suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver este cambio, y ya no se queja como al principio, dejémoslo todo así; quiero paz, paz, no más batallas aquí dentro».
Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptado después de su declaración, había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a don Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre de un modo o de otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícito en este particular, comprendía lo que su amigo, nuevo hermano, quería decir y aprobaba su prudencia.
Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de motivos.
Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.
A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en el muelle. Allá se fue también Mesía, accediendo a los ruegos de su amigo el ex-regente.
Veinte días después volvían los tres juntos a Vetusta; Benítez felicitó a la Regenta por su notable mejoría; ahora si que estaba la salud asegurada; ¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué sólidamente robusta volvía!
A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los conciertos al aire libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento estaba con la vida Quintanar! Su mujer era una joya; la más hermosa de la provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya, completamente suya, y de un humor nuevo, alegre, activo, como el que Dios le había otorgado a él...
-¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez?
-Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.
-¡Ya lo creo!
-¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo, ¿qué tal? -Y daba palmaditas en la espalda de Mesía-. Este sí que parece un chiquillo.
Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste y desmejorado, añadía Quintanar:
-En cambio tú vas a escape para Villavieja... Y eso que tanto tono sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, lo que es al siglo no llegas, carcamal...
Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los conocidos, el mundo entero.
Si Mesía le preguntaba en broma:
-¿Qué tal Kempis? ¿Qué dice de esto Kempis?
El otro contestaba:
-¿Quién? ¡Qué Kempis ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer obras en el caserón. Voy a blanquear el patio y los pasillos, a empapelar el comedor y picar la piedra de la fachada. Verán ustedes qué hermosa queda la piedra amarillenta después que la piquemos. No quiero obscuridad, no quiero negruras, no quiero tristezas.
Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, en rigor, venía a ser una cosa así... como un padre. Siempre había pensado ella algo por el estilo.
Sin embargo, se le debía el honor; y a pesar de tanta intimidad, de aquel amor confesado implícitamente, Ana podía decir que don Álvaro no había puesto sus labios en aquella piel con cuyo contacto soñaba de fijo.
Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones. Además a él también le rejuvenecía aquella situación de amor platónico, de intimidad dulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y ambos con los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no era deshonesto y grosero».
«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido y desmadejado. Calculaba él, con aquella frivolidad afectada y natural al mismo tiempo de materialista práctico, calculaba que allá para el invierno él se sentiría fuerte como un roble y la Regenta estaría suave y dócil como una malva. Además, una barbaridad podía, si no echarlo todo a perder, retrasar las cosas, darles un giro menos picante y sabroso que el que llevaban. Ello diría, ello diría y no había de tardar».
Y en tanto la vida era una delicia. El maduro don Juan que, como él decía, était déjà sur le retour, se sentía transformado por la juventud y la pasión vehemente y soñadora de Anita. No recordaba don Álvaro haber deseado tanto a una mujer ni haber gozado con los amores platónicos, según él llamaba a todos los no consumados, como estaba gozando entonces.
La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de la caída en las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez de pensamientos alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un remordimiento, pronto se curaba con la nueva metafísica naturalista que ella, sin darse cuenta de ello, había creado a última hora para satisfacer su afán invencible de llevar siempre a la abstracción, a las generalidades, los sucesos de su vida.
Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempo para ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidas alegres, teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la de Quintanar se había establecido una especie de convivencia de que participaban Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigos íntimos.
Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por la galería que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río. Todos parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran esclavas de sus caprichos, se la comían a besos; juraban que eran felices viéndola tan tratable, tan humanizada. Y jamás una alusión picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni una sorpresa importuna. Nadie hablaba allí del peligro que sólo ignoraba Quintanar. Muchas veces, cuando una tormenta como la de San Pedro descargaba sobre el Vivero, se quedaba allí toda la comitiva a pasar la noche. Ana se encontraba, sin buscarlo, pero sin esquivar las ocasiones, en contacto con Álvaro, apretada contra él en coches, palcos, bailes, bosques, muchas veces cada semana.
Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero.
La alegría era extremada, nerviosa. Aquellos chicos, como seguía llamándolos Ripamilán, también expedicionario a pesar de los años, aquellos chicos que tenían en la quinta de Vegallana los mejores recuerdos de sus juegos alegres, se despedían con pesar de aquel rincón de sus primaveras y sus otoños. Querían saborear hasta la última gota de alegría loca en la libertad del campo, en las confidencias secretas y picantes del bosque. Jamás Visita hizo la niña de mejor buena fe, jamás Obdulia consintió a Joaquín más tonterías, según su vocabulario lleno de eufemismos; Edelmira y Paco hicieron unas paces rotas ocho días antes; hasta los viejos cantaron, bailaron un minué y corrieron por el bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo saltarlo de un brinco por cierto paraje estrecho.
Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».
Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupó la idea de que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabían que todo el mundo era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Paco suspiraban también por sus escondites de la quinta, que iban a dejar muy pronto... Antes del último arranque de locura, de las últimas carreras por el bosque y de la última alegría hubo un cuarto de hora de melancolía... de cansancio mezclado de tristeza. La tarde iba a ser corta y la última. Visita se sentó al piano y tocó la polka de Salacia, un baile fantástico de gran espectáculo que se representaba aquellas noches en Vetusta. Salacia, la hija del mar, sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a las bacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó la impresión que aquella polka había causado en sus sentidos... «¡Las bacantes! Asia... los tirsos, la piel de tigre de Baco». -Ana sabía mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejado de ver el pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y las bailarinas prosaicas y no todas bien formadas, para trasladarse a la imaginada región de Oriente donde su fantasía, a medias ilustrada, veía bosques misteriosos, carreras frenéticas de las bacantes enloquecidas por la música estridente y por las libaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La bacante! la fanática de la naturaleza, ebria de los juegos de su vida lozana y salvaje; el placer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo; aquella carrera desenfrenada por los campos libres, saltando abismos, cayendo con delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de precipicios y enramadas traidoras y exuberantes... Mientras Visita recordaba de mala manera en el piano aquella humilde polka de Salacia, que tenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar en su cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueños y de su pasión irritada.
De pronto se le antojó mirar una Ilustración que estaba sobre un centro de sala. «La última flor» decía la leyenda de un grabado en que clavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, una mujer, hermosa, de unos treinta años, aspiraba con frenesí y oprimía contra su rostro una flor... la última...
-¡Ea, ea, al monte! -gritó en aquel momento Obdulia desde la huerta- ¡al monte, al monte! a despedirse de los árboles...
Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás de su polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:
-¡Al monte! ¡al monte! -gritaron de arriba y de abajo.
Y salieron por el postigo a despedirse de robles, encinas, espinos, zarzas, helechos, y de la yerba fresca y verde de la otoñada.
Aquella noche se prolongó la fiesta en Vetusta; era la despedida del buen tiempo; el invierno iba a volver, el diluvio estaba a la puerta... Y se improvisó una cena para todos aquellos señores. Muchos a las doce, después de bailar y cantar y alborotar, ya tenían apetito; se había comido temprano; otros no hicieron más que probar golosinas y beber. Como la noche se había quedado tan serena y templada que parecía de las primeras de Septiembre, se cenó en la estufa nueva que se inauguró en este día; era grande, alta, confortable, construida por modelo de París. Don Álvaro, inteligente en la materia, dijo que se parecía, en pequeño, a la de la princesa Matilde. ¡Cómo envidió Obdulia aquel dato! Y sintió orgullo. ¡Un hombre que había sido su amante podía hablar de la serre de la princesa Matilde!
Se cenó allí. En el salón amarillo, donde se había bailado después de volver a Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban solas las velas de esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa del viento que dejaba pasar un balcón abierto. Los criados no habían apagado más que la araña de cristal. Las sillas estaban en desorden; sobre la alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del Vivero, hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de brocado viejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos finos y provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa gracia violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de honestidad; los muebles sin orden, en posturas inusitadas, parecían amotinados, amenazando contar a los sordos lo que sabían y callaban tantos años hacía. El sofá de ancho asiento amarillo, más prudente y con más experiencia que todo, callaba, conservando su puesto.
Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba el cuadro solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó en seguida la alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa del Marqués. Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina; carcajadas y el run, run de una guitarra tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio populoso lejano.
Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su juventud, allá en la Almunia de don Godino.
Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy, ahora, aquí, aquí mismo!».
Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo:
-¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese usted... Lo de siempre, me faltó la constancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío. No sé qué es esto; siempre sucede lo mismo... en el momento crítico me falta el valor... y estoy por decir que el deseo...
Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se le antojó atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle el valor... y con suprema resolución, casi con ira pensó:
-Este idiota me está avergonzando, sin saberlo... Ya que él lo quiere, que sea... Esta noche se acaba esto... Y si puedo, aquí mismo...
Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo don Víctor de confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulce fraternidad de las buenas digestiones después de las cenas grandiosas. No estaba allí Anita.
Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sin que nadie pensara en si salía o no, y entró de nuevo en el caserón. En la cocina seguía la algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón. No había nadie. «No podía ser». Entró en el gabinete de la Marquesa... Tampoco vio entre las sombras ningún cuerpo humano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas ningún bulto de mujer. «No podía ser». Con aquella fe en sus corazonadas, que era toda su religión, Álvaro buscó más en lo obscuro... llegó al balcón entornado; lo abrió...
-¡Ana!
-¡Jesús!