La Revolución de Julio/VIII
VIII
24 de Febrero.- La tempestad que tenemos encima ha lanzado en Zaragoza chispazos que ponen miedo en los corazones. ¿Qué ha sido? Continuación de la Historia de España, sublevación militar. Malo es que empiecen los soldados con estas bromas, porque serán la Historia o el cuento de nunca acabar. Dice la Gaceta que la intentona fue sofocada al instante, y lo creo, porque en estos duelos puramente españoles entre la fuerza y la ley, el primer golpe suele ser en vago; el segundo ya se verá. Refieren lenguas, no sé si buenas o malas, que el brigadier Hore, impulsor y víctima del movimiento, contaba con más fuerzas de las que efectivamente arrastró a la sedición, y que los compañeros comprometidos le volvieron la espalda en el momento crítico. Es la eterna quiebra y la eterna inmoralidad de estos arriesgados y obscuros negocios, porque a los que desde el borde de la prevaricación se vuelven a la disciplina, les premia el Gobierno con ascensos y honores. En fin, que al pobre Hore le mataron en las calles de Zaragoza... La polaquería se pavonea con su victoria, sin ver el larguísimo rabo que falta por desollar.
Voy creyendo que este Gobierno toma por modelo al de la Sublime Puerta. No ha celebrado su triunfo de Zaragoza con actos de clemencia, sino a la manera turca, decretando nuevas proscripciones, y metiendo en las cárceles a cuantos infelices se han dejado coger. Previa declaración del estado de sitio, la policía echó su red para pescar a los periodistas de oposición, y a los directores de los diarios de más ruido. Cayeron Rancés y López Roberts, de El Diario Español; Galilea, de El Tribuno, y Bustamante, de Las Novedades. Los cuatro fueron inmediatamente empaquetados para Canarias. Eusebio Asquerino, que estaba enfermo, pasó de la cama al Saladero, y a Bermúdez de Castro no le valió la procedencia moderada, ni el haber sido Ministro de Hacienda en el Gabinete Lersundi: al romper el día le sacaron de su casa, y en silla de postas, acompañado de guardias civiles, fue a tomar aires al castillo de Santa Catalina de Cádiz... Más listos otros, supieron imitar la viveza escurridiza del sagaz O'Donnell, dándose buena maña para no estar en sus casas ni en las redacciones cuando se personó en ellas la policía para ofrecerles cortésmente sus respetos. No han sido habidos Fernández de los Ríos, ni Montemar, ni Romero Ortiz, ni Barrantes, de Las Novedades; volaron también Coello, de La Época, y Lorenzana, de El Diario Español. Pero ninguno de los pájaros perseguidos ha dado tanta y tan inútil guerra como Cánovas, contra quien se desplegó todo el ejército policíaco; ¿sabéis por qué?... Porque en sus conferencias del Ateneo sobre los políticos de la casa de Austria retrató el malagueño a nuestros ministriles en las figuradas personas de don Rodrigo Calderón y del Conde-Duque, describiendo tan al vivo y con tan fino matiz de actualidad sus mañas y picardías, que el público lo celebró como una sátira de las picardías y mañas presentes... Desapareció, como he dicho, Cánovas, burlando a los ojeadores y sabuesos. Pero no ha salido de Madrid: en Madrid está; lo sé, y sé también dónde.
He leído a mi mujer estos párrafos, y le han parecido bien. Después nos hemos puesto a hablar mal del Gobierno, y no porque éste nos haya hecho ningún daño, sino por la imposibilidad de sustraernos al enconado pesimismo del medio ambiente. Repetimos todos los horrores que se dicen de Sartorius y de sus desgraciados compañeros, y luego, por fin de fiesta, dirigimos nuestros tiros a la calle de las Rejas, palacio de Cristina, que es, según la fraseología de los papeles clandestinos, el antro de la corrupción, el inmundo taller de los chanchullos de ferrocarriles, y más, mucho más... es un serrallo, es un pandemónium donde se fraguan todos los planes maquiavélicos contra la Libertad. Observamos luego que el sinnúmero de términos estrambóticos, a troche y moche difundidos por periódicos y hojas volantes, traen harta confusión al pueblo, que los oye y los repite ignorando lo que significan. A este propósito me contó Ignacia que la servidumbre de nuestra casa estaba el otro día en gran controversia sobre el significado de la palabra agio. Tanto la oyen, que sienten, ¡pobrecillos!, la necesidad de saber lo que es. Entró mi mujer en el comedor de criados cuando más acalorada era la disputa, y Bonifacia, la pincha, pidiole que sacase de dudas a la reunión. «Señorita, ¿quiere hacer el favor de decirnos qué son agios? Porque dice la Juana que debe ser algo así como ajos echados a perder...». Echose a reír Ignacia, y como Dios le dio a entender despachó la consulta. Pero vino la más gorda. Tiburcio, el mozo de cuadra, planteó a la señorita un problema mucho más grave. «Señorita, ¿quiere decirnos lo que es eso de que tanto hablan los papeles, el pandemónium? (y lo pronunció acentuando la última sílaba), porque, como no sea el pan de munición que se da a los soldados, no sé qué demonches podrá ser». Mi mujer se moría de risa, y no pudo explicarles lo que es pandemónium, porque ella tampoco lo sabe.
-Bueno, querida mía -dije yo a mi cara mitad, cuando acabamos de reír-. Estas jocosidades de la plebe también tendrán un hueco en mis Memorias.
Pues, hijo, mal historiador de tu tiempo serías si no lo hicieras. En nada de lo que ves y oyes hay tanta Historia como en eso que te he contado de los agios y del pandemónium. Ya ves: ¡un pueblo que pide las cabezas de sus gobernantes sin saber de qué se les acusa!
-¡Sí lo sabe, sí lo sabe! El pueblo, que no es solamente la clase inferior de la sociedad, sino el conjunto de todos los seres que se llaman españoles, la gran masa nacional, posee la percepción clara de la conducta de sus mandarines. ¿Cómo adquiere este conocimiento? Ello ha de ser por fenómenos morbosos que nota en sí misma, estados eruptivos, congestivos, qué sé yo... por algo que le duele y le pica... Este picor doloroso es la conciencia nacional... Este picor dice: «los que me gobiernan, me engañan, me tiranizan y me roban». La gran masa todo lo sabe. Poco importa que los menos instruidos desconozcan el valor de algunas voces. El enfermo, cuando algo le duele, tampoco sabe designar su dolor con el terminacho científico que le dan los médicos.
-Está muy bien, gran Pepito. Y ahora, ¿por qué no empleas tu perspicacia en buscar a Virginia, para que sus infelices padres tengan algún consuelo?... Tanto hablar, tanto ir y venir los primeros días, y después nada.
-Yo no soy policía. Habrás visto que, en estos tiempos, Dios guarda las espaldas a los que huyen, y protege a los escondidos. Si hay una nube providencial para O'Donnell y Cánovas, haya también para Virginia y su pintor... el pintor de su deshonra. Yo continúo estudiando el caso, que es singularísimo, y hoy mismo he descubierto un dato muy importante. Voy a decirlo: esta tarde he visto al Joven Anacarsis guiando un carricoche en la Castellana. En su rostro epíscopo-infantil vi pintada una tranquilidad seráfica y un evangélico menosprecio de los juicios de la opinión. Ya veo claro que Virginia, no aviniéndose a tener por marido a un marmolillo, lo ha tirado al arroyo.
-Pepe, no desbarres... ¡Vaya una moral que sacas tú ahora! Cierto que los Rementerías, hijo y padre, están más frescos que una lechuga. Anoche dio don Mariano José una gran comida...
-A la que asistieron, lo sé, la flor y nata de la polaquería: el imponderable Domenech, Ministro de Hacienda; Saturnino de la Parra, y Eduardo San Román... También se atracó allí, como de costumbre, el cetáceo Mora, y a los postres, al olor del riquísimo café y de los puros de a cuarta, acudió el brigadier Rotalde, que ahora pide la bicoca de ochenta mil duros por las obras del Teatro Real... Y me dice el corazón que se los van a dar. ¡Viva Polonia!... Volviendo a Virginia y al pinturero, te diré que me alegro de que no parezcan.
-¡Pepe, Pepito!... si no fuera por el aquél de que eres mi marido, te tiraba un arañazo... No me hagas reír.
Marzo de 1854.- ¡Bomba, bomba!... ¡Gran novedad, estupenda noticia!... No, no es cosa de la Revolución... Digo, revolución es; pero no la chica, no la de liberales, o sean chorizos contra polacos, sino la grande, la de... Ha llegado otra carta de Virginia.
La trajo el correo interior... Aquí la copio, retocándole la ortografía: «Pepillo, mala persona: ¿con que se pone en movimiento la policía para buscarnos? Fastídiate, que no nos encontrarán... Porque recibas ésta con franqueo del Interior, no vayas a creer que estamos en Madrid. Buenos tontos seríamos, y tú más simple que las habas si lo creyeras. Vivimos muy lejos de esa Babilonia sucia; pero no tan lejos que no nos llegue el mal olor... Ya sabemos que se está armando una muy gorda. Yo le pido a Dios y a la Virgen que haiga revolución, que haigan tiros, y que escabechen a tantos lairones... Quiero que por mi manera de escribir comprendas que me estoy golviendo muy ordinaria. Es lo que deseo: jacerme palurda, y olvidarme de que fui señorita del pan pringao y señora de poco acá.
«Para que tú rabies, y hagas rabiar a otros contándolo, te diré que estoy contenta, fuera de la penita que me da el no saber de mis padres. Harás el favor de decirles que me acuerdo mucho de ellos, y les deseo paz y salud. La mía es buena. ¿Quieres que te cuente mi vida? Pues lee. Dos semanas llevamos albergados en un magnífico garitón, llámalo más bien pajar, donde no pagamos alquiler. Nos han dado esta espaciosa vivienda de teja vana y paredes de tablas, con la condición de que trabajemos. ¿En qué? No te lo digo. Él y yo trabajamos, y sin gran apuro nos ganamos la casa y el sustento... Dormimos tranquilos, nos levantamos antes que el sol, y oímos los canticios de las aves del Cielo, que nos regocijan el alma. Rendidos nos acostamos a la entrada de la noche; y como a nadie envidiamos ni nadie nos envidia ni tenemos cavilaciones, nos coge pronto el sueño... Hay aquí un prado verde por donde yo ando descalza, Pepe, riéndome mucho de los zapateros. ¡Vaya con el negocio, que harán conmigo! El viento me despeina y me vuelve a peinar: es un peluquero à la dernière, que no pasa la cuenta como Monsieur Pinaud, el de la calle de las Infantas... Más abajo del prado pasa un río, en el cual me meto yo hasta las rodillas y lavo mi ropa y la de Él. Luego la tiendo al sol, y con este aire bendito, pronto se me seca, y me la traigo a casa más blanca que la nieve... ¡Ay, Pepe!, ¡de qué buena gana te convidaría a las sopas que hago yo al anochecer en mi cazuela puesta sobre una trébede!... No has comido nunca cosa más rica. Le pongo de todo lo que encuentro, y encima nuestra alegría, que es la sal, y nuestro buen diente, que es el picante. Son unas sopas que ajuman. Ya ves qué fina me estoy volviendo. Bueno; pues te lo diré en francés: cenamos potage aux finis yerbis, y luego alabamos a Dios, acostándonos en nuestra cama grandísima, que también es de yerbis... Sabrás que no la cambio por la de la Reina.
»¡Qué gusto tan grande no tener que ocuparse de lo que dirá don Efe y don Jota, ni de lo que murmurarán las de Eme! Este vivir libre y sano no lo conoces tú, ni ninguno de los desgraciados que se pudren en ese presidio, condenados a pensar en el sastre, en la modista, en lo que traerá el cartero, en lo que dirá el periódico, en si cae el Gobierno, en las pisadas del aguador y en el precio de la carne... Sólo de pensar que he vivido de ese modo, se me nublan las alegrías... ¡Ay, Pepe!, para que le puedas decir a Madrid todo mi desprecio, te pongo aquí una larga fila de emes...
«Con que, mi buen Pepín, haz el favor de poner a un lado la moral, o morral, que gastáis vosotros para disimular tantos crímenes, y dejarnos aquí en paz, o donde estuviéramos. ¡Cuidado con echarnos la policía! Nosotros no hemos hecho daño a naide; semos libres, y el único que podría perseguirme, que es ese Caranarsis, o Acanársilis, ya no me acuerdo, no dará ningún paso contra mí, por la cuenta que le tiene.
»Y ahora, señor morralizador, allá van memorias para los que por mí preguntaren. Al Ernesto, aunque no pregunte, le dirás que estoy muy contenta desde que le he perdido de vista, y como cosa tuya le das una palmadica en las mejillas sonrosadas. A mi suegro, director de La Previsora, por mal nombre El Robo ilustrado, le darás expresiones. Paréceme que le tengo delante cuando, después de atracarse como un buitre en las comidas, se lleva la mano a la boca con finura para tapar un regüeldo. Con las expresiones le darás un papirotazo en las narices... como cosa tuya, se entiende. Y si quieres que después del papirotazo te dé don Marianico las gracias, asegúrate la vida aunque sea por dos cuartos al año... A todos los que suelen ir de comistraje a la maldita casa donde tanto pené, les das mis recuerdos, y con disimulo les metes pica-pica por el cuello de la camisa, para que se estén rascando tres días con sus noches. Eso pensé yo hacer con el Ministro de Hacienda, señor Domenech; pero no me atreví. Me parece que le estoy viendo, tan pulcro, tan tiesecito, sin juego de la bisagra del pescuezo. Siempre que tiene que mirar a un lado, ladea todo el cuerpo... Al gordo don José Mora, memorias también, y que deseo que alguien le dé una patada y que vaya rodando, para que reviente y podamos ver lo que lleva dentro de aquel barrigón... A mi tía Cristeta, que es una enredadora, de ti para mí, y la que lleva los chismes a Palacio, le dirás que le deseo una pulmonía. Ella es, para que lo sepas, la que mete en la cámara de la Reina los papeles clandestinos, y al mismo tiempo alcahuetea en otras cosas. Es mi tía y no digo más. En señal del amor que le tengo, te encargo que le levantes las enaguas y le des una buena solfa en semejante parte... Expresiones a la Puerta del Sol, que yo vea convertida en hoguera donde se achicharre tanto pillo; expresiones a la Cibeles, llevándole de mi parte un poco de cordilla para sus leones; memorias al salón del Prado, y le pongo muchas oes para expresar lo que me he aburrido en él; y memorias a los teatros. Te vas a cualquiera, y echas una mirada al público, y le dices de mi parte que estoy contentísima de no verle. Doy gracias a Dios porque me ha concedido oír el ruido del viento en vez de oír palmadas, y el jipío de las actrices...
«Pepito, siento que no conozcas una cosa que yo he descubierto y disfruto en algunos instantes, después que me tomé lo que era mío: mi preciosa libertad. ¿No sabes lo que es esto que yo disfruto y tú no? Pues es la alegría, una onda fresca que sale del fondo del alma y te embriaga, y te hace más enamorada de lo que amas, y más... en fin, no sé decirlo. Tú lo entenderás, porque, como buen entendedor, ya lo eres.
«Si yo supiera que tranquilizabas a mis padres y les convencías de que no deben llorarme, sería completamente dichosa, y te estaría muy agradecida. Hazlo, por Dios, Pepe; hazlo por tu niño y por tu mujer. A esos tus seres queridos, mando abrazos y besos. Y ya sabes que, sin saber dónde, tiene dos buenos amigos: te lo dice la que lo fue y lo es... Virginia.»