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La Revolución de Julio/IX

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IX


Marzo.- Mi mujer y yo:

-Ese idilio... ¿no se dice idilio?, será interrumpido, cuando menos lo piensen, por la Guardia Civil.

-La Guardia Civil, mujer, está ahora muy ocupada con otros idilios.

-Según eso, ¿tú crees que les durará la libertad, y que esa alegría, de que habla la muy bribona, será eterna? ¿Crees que se pueda vivir en ese salvajismo, sin que les salgan mil calamidades, la miseria, la envidia y las malas voluntades de los pueblos, y acaben por hacerse aborrecibles el uno al otro, y maldecir la hora en que se juntaron violando...?

-Acaba, mujer; es frase que se dice sola: violando todas las leyes divinas y humanas...

-Yo, qué quieres, dudo que tanta dicha sea verdad. ¿Sabes lo que es esa chica? Una gran embustera. ¡Sabe Dios, sabe Dios cómo estarán! Llenos de miseria, con más hambre que Dios paciencia, y deseando que la Guardia Civil les coja y les lleve bajo un techo de abrigo, aunque sea la cárcel.

-Yo creo lo contrario: que viven pobres y felices, sin ambición, sin cuidados. En la vida complicada, presa en mil artificios, a que nos ha traído la civilización, hemos perdido la idea de la verdadera felicidad.

-Podrá existir la felicidad en un mundo en que todos los seres sean salvajes y buenos; pero ese mundo, ¿dónde está? A las puertas de las ciudades, el salvajismo no puede existir, y si existe tiene que ser de corta duración.

-Quizás; no te digo que no. Nos falta saber en qué se ocupan ella y él, y con qué especie de trabajo se ganan la vida. ¿Son labradores, poseen algún ganado? Esto no lo dice la carta. Supongo que donde ellos viven no habrá puertas que pintar, ni cerraduras que componer.

-Habrá otras cosas y otros oficios; vete a saber... Ya sabes lo que él dijo: «soy amañado para todo». Puede que sea leñador o carbonero; que recoja hierbas para los boticarios; que pesque anguilas o sanguijuelas. Di otra cosa: ¿en la carta no habla de viñas?...

-No nombra viñas, ni dice que beban vino.

-Lo pregunto por ver si los datos de ella casan con uno que hoy me han traído... dato importante, que puede dar mucha luz... Pues verás: ya te dije que las criadas de Virginia me hablaron de una lavandera que por aquellos días iba mucho a la casa, madre de la Casiana, que a nosotros nos sirvió el año anterior. La hemos buscado: dimos ayer con ella... Nos ha dicho que una tarde, entrando en la galería donde el pintor estaba dale que dale a la brocha, le oyó decir, como respondiendo a una pregunta que ella le hizo acerca de su familia... de él: «Tengo una hermana casada con un rico de la Villa del Prado». Y ella dijo: «Pues ya le mandará a usted buenas uvas». Por eso te pregunté si en la carta habla de viñas.

-A juzgar por la carta, el sitio en que están no revela la vecindad de una hermana rica, ni de nadie que verdaderamente les ampare. La vida salvaje y mísera de que habla Virginia debe de estar lejos de toda ciudad, villa o villorrio. Presumo yo que es en la falda de la Sierra... en lugar medio despoblado.

-Por sí o por no, llévale pronto este dato al señor Chico, o al Gobernador de la provincia, para que pidan informes al Alcalde de allá, o a cualquier conocido... Todo es empezar, Pepe... Verás cómo de una referencia sale otra, y al fin la verdad y el escarmiento de esos pícaros. Valeria, en cuanto supo el dicho de la lavandera, se fue a ver a unas amigas, que son de un pueblo próximo a ese de las uvas: Cadalso... ¿Hay un pueblo que se llama Cadalso?... Pues las amigas han quedado en escribir... Y ya que hablo de Valeria, Pepe, tengo que contarte... Hoy me he cansado de reñirla. Figúrate: los padres están chochos con ella. Naturalmente, es la honrada, es además la única, porque a la otra la tienen por muerta. Y ella, la muy ladina, se aprovecha... Sabrás que le ha entrado el delirio de la casa elegante, de los muebles de última moda, cortinas a la Gobelín, alfombras de moqueta, y reclinatorio y estantitos maqueados... sin contar otras elegancias y refinamientos. No hay mañana que no eche dos o tres horas a tiendas.

-Historia, hija, Historia de España. Sigue.

-Ya sabe que los padres no le niegan nada. Es la buena, es la honrada, es la única. Si les ve reacios, allá van cuatro carantoñas, y ya tienes catequizados a los pobres viejos. Con una mano se limpian la baba que se les cae, y con la otra sacan y acarician la bolsa, que sólo se abre para la niña. Ésta les besuquea, y corre a las tiendas a pagar lo que debe y a traer más, más...

-Historia de España... ¡y qué Historia! Adelante.

-Ayer me la encontré en casa de los Hijos de Sobrino, en Majaderitos, donde fui a comprar tela para los delantales del niño, y en poco más de un cuarto de hora hizo Valeria compras de batista superior para camisas, y de adorno en blanco, por valor de mil y cuatrocientos reales... Después fue a la perfumería de Quiroga, y se dejó una buena porrada de duros.

-Historia nacional, retrato del pueblo español... Sigue... Entre paréntesis: a Valeria le ha sentado bien el matrimonio; se ha puesto muy linda.

-Es una monada... Pues sigo. Como yo, cuando me intereso por una familia, no reparo en tomarme todas las libertades, también he reñido a Navascués... como lo oyes: ¡ayer le eché una andanada!... Al hombre, un color se le iba y otro se le venía. Pues ¿no es un dolor ver que esa pobre niña no halle distracciones y alegría más que en las tiendas?... Y todo porque al zángano del marido se le cae encima la casa, y no sabe vivir fuera del Casino y los cafés, demente con la dichosa política. ¿Sabes, Pepe, que, a mi parecer, este joven va por mal camino? ¿Quién le mete a regenerador de la patria? ¡Lucida estaría esta pobre enferma si sus médicos fueran capitanes y tenientes! Navascués es de los que creen que, echando a los polacos, ataremos aquí los perros con longaniza... Pues en los Dos Amigos le tienes mañana, tarde y noche... me lo ha dicho él mismo con una ingenuidad que le honra... allí le tienes siguiendo paso a paso, son sus palabras, el movimiento revolucionario, y sacando la cuenta de los comprometidos, de los que no quieren comprometerse... O mucho me engaño, o este joven nos dará el mejor día un disgusto.

-A mí no. Sigue, hija, sigue: tu capítulo de Historia no tiene desperdicio.

-Yo le he puesto de vuelta y media... «Usted es un simple, Rogelio, o un ambicioso vulgar; y si no es esto, seguramente será otra cosa peor. Todo militar que no se encierre en la esclavitud de la disciplina, es un perjuro... A usted le han dado esa espada y le han puesto ese uniforme para que defienda la ley, no para que se meta locamente a cambiarla. ¿Quién es usted para cambiar la ley? Eso es cuenta de otros. Usted no sabe una palabra de leyes, ni ha cogido jamás un libro, como no sea el de la Táctica. ¿De dónde saca toda esa palabrería que ahora usa? Quisiera yo poder oír, por un agujerito, las gansadas que usted y sus amigos hablarán en el café... Ya puede andarse con cuidado. El mejor día le recetan los aires lejanos de Filipinas, o le encierran en una fortaleza, si no es que el niño se va del seguro, y entonces, ¡pobre Rogelio!, sus cuatro tiros no hay quien se los quite».

-Ese caso no llegará, porque triunfarán los sublevados... ahora toca triunfar; lo asegura el historiador... y Navascués tendrá el ascenso que busca. Si he de decirte lo que siento, Ignacia, los militares, siguiendo la rutina histórica, no van a cambiar la ley, sino a restablecerla, a levantarla del suelo en que arrojada fue por la polaquería. Esto debe hacerlo el pueblo, la masa total; pero aquí nos hemos acostumbrado a que el pueblo delegue esa función en los militares, y ya no es fácil cambiar de sistema. Lo que te digo es un hecho, que arranco de las entrañas de la Historia efectiva, muy distinta de esa otra Historia que sale al mundo cubierta de artificios, como una vieja que se adoba el rostro, y todo lo lleva postizo, empezando por el lenguaje. Los militares se sublevan cuando la Nación no puede aguantar ya más atropellos, inmoralidades y corrupciones, y en estos casos el brazo militar triunfa, sencillamente porque debe triunfar... Y con esto dimos fin a nuestra charla sabrosa, porque llegó la hora de comer, que todo llega en este mundo.

Abril.- Apenas salgo del fastidioso ataque de reuma que me ha tenido cerca de un mes condenado a encierro, tristeza y emplastos de belladona, me decido a vaciar mis pensamientos sobre el papel de estas Memorias, donde me atormentarán menos que amontonados en el caletre. Allá voy con el material histórico que almacenado tengo aquí; y empiezo por afirmar que la conspiración continúa su labor profunda, pero no se la ve, porque se ha metido bajo tierra y...

Espérense un poco, que aquí llega, como llovido, un asunto al cual es forzoso dar la preferencia. ¿No lo dije? Cartita de esa loquinaria, de esa que ha hecho mangas y de los santos principios, de esa, en fin, que ahora la gaita de resucitar la edad de oro, funesta para los sastres y maestros de obra prima... Llevo la epístola a mi mujer, que la lee en voz alta. Dice así:

«Ay, Pepe, déjame que te cuente las amarguras que he pasado! Te horrorizarás cuando leas esta carta y me tendrás mucha compasión, ¿verdad que sí? Aplacado el sufrimiento mío, puedo contártelo, para que lo sepa María Ignacia, y lo sepan también mis padres y hermana. Tan desgraciada he sido, que creí que Dios me castigaba cruelmente; mas ahora veo que no ha sido castigo, sino prueba, y que de ella sale mi alma como de un crisol, con lo que ahora está más fuerte, más brillante; y si no lo crees, entérate de lo que te escribo... Pues sabrás, Pepillo, que hará hoy catorce días, a punto de anochecer, vino del trabajo mi Ley muy alicaído, con la cara arrebatada y quejándose de un horrible dolor de cabeza. (Pongo este paréntesis, querido Pepe, para decirte que le llamo Ley, porque de algún modo he de llamarle, que ahora de él tengo que hablar, y me será preciso nombrarle a menudo; conque Ley, ya sabes.) Su piel abrasaba, y transido de frío daba diente con diente. Le hice acostar y le arropé lo mejor que pude. Todo se me volvía decirle: «Ley, ¿qué tienes?» y él no me respondía: estaba como aletargado, de la fuerza del dolor y de la calentura... Yo, como puedes suponer, angustiadísima; hazte cargo... Ley enfermo; Ley, que es mi vida, como si fuese a perder la suya. ¡Y yo sin tener a quién volverme, ni a quién pedir socorro; yo sola con él, y sin médico ni botica... con las estrellas encima por únicos testigos de lo que me pasaba!...

»En fin, para mis adentros dije: aquí yo con mucho valor, y sobre mí y sobre mi Ley, la voluntad de Dios. Lo primero fue calentar agua: afortunadamente tenía un poco de azúcar morena, como unas dos libras; tenía también algo de vino. Pues a darle agua templada con azúcar y unas gotas de vino; no había otra cosa: el corazón me decía que aquello era muy bueno... La noche, ya puedes figurarte cómo fue. Ley, abrasado de calor, a destaparse, apartando con sus manos la paja y la única manta que tenemos, agujeradita; yo a volverle a tapar, y a darle calor con mi cuerpo. Te advierto que nuestra habitación es como una jaula, y que por los costados y techo, las troneras y rendijas dejan entrada libre a los aires de Dios. Y la noche era ventosa; no quiero decirte más...

»En fin, Pepe, lo que te cuento fue principio de una larga y malísima enfermedad, que no sé cómo se llama, pero para mí que es algo como tabardillo; y si en los primeros días pareciome que no iba peor, de repente le entró una tan grande agravación, que llegué a creerme que me quedaba sin Ley... ¡Dios mío, lo que he penado! Ahora que pasó todo, pienso que Dios no está en contra mía, sino a favor: buena prueba me ha dado de ello. Yo no tenía recursos, ni a quién llamar en mi auxilio. Como a distancia de medio cuarto de legua están los vecinos más cercanos. Son dos viejos, marido y mujer, con un nieto enano, idiota y casi mudo, pues sólo dice mu, como los animales. Corrí a darles aviso; fueron a verme; lleváronme unas patatas, más vino, hierbas de malva para cocimiento, hierbas de sanguinaria y pan. Después no volvieron, y mandaban al mudo a que preguntara... ¡Pues fueron ocho días, Pepe, que me parecieron ocho siglos! Cada tarde creía yo que mi Ley anochecía y no amanecía, y por las mañanas pensaba que no vería la tarde. No puedes imaginar mi angustia. Siempre he querido a Ley: figúrate si le amé, que por unirme con él tiré al arroyo familia, sociedad, posición, todo. Luego de unirnos, le quise más, sin que mi amor flaqueara ni un punto en ninguna ocasión. Pues viéndole con aquella enfermedad terrible; viendo que se me moría por momentos, sin que yo pudiera evitarlo, le quería y le adoraba de una manera tan loca, que yo no sé, Pepe, no sé que haya palabras con que expresártelo. Y cansada ya de pedir inútilmente a Dios y a la Virgen que no me quitaran a Ley, les pedí con muchísimo fervor que me llevaran a mí también en el instante en que él muriese...

«El día y las dos noches en que llegó al extremo peligro, si muere o no muere, noches y día que no puedo señalar, porque para mí no hay almanaque, ni fechas, ni nada de eso, los pasé como puedes figurarte, abrazada a mi Ley, queriendo darle vida con mi aliento, fija la vista, fijo el oído en su respiración fatigosa, que a cada rato me parecía con un compás más lento, y yo no cesaba de pensar que una de aquellas respiraciones sería la última. Cuando no hacía esto, ponía yo en limpiarle toda mi atención: pensaba que limpiando su cuerpo de la miseria de la enfermedad había de salvarle... Y entre tanto, a lo que llamaré mi casa, por darle algún nombre, no llegaba más que el mudo, que desde la puerta decía mu, y con él un perro que se colaba dentro y me revolvía todo. El mudo me veía llorar, y corría con la noticia de que Ley se estaba muriendo. Yo decía: «¿Pero tan mala soy, Señor, que así me abandonas?» A la Virgen de los Dolores, a quien siempre he tenido devoción, le rezaba yo con todo el fervor de mi alma para que me amparase, y me la figuraba con la imaginación, por no tener delante efigie ni estampa en que fijar mis ojos... En la madrugada del último día, viendo a Ley que, después de una gran congoja, se quedó atontadito y como si durmiera, me puse de rodillas, y a grandes voces pedí a la Virgen que me socorriese, dejándome la vida de Ley, o llevándose la mía con la suya. Después de amanecer, le acometió otra congoja tan fuerte que pensé que de ella no volvía... Le di agua con azúcar, que era toda mi farmacia, y se le calmó la sofocación. Pareciome que respiraba mejor. Dijo algunas palabras, le di muchos besos, y me reí para ver si le hacía reír.

«El resto de la mañana fue de mayor tranquilidad. A ratos me hablaba, diciéndome con mimo que no me separase de él; que no le hacía falta médico, ni medicinas, ni nada más que verme. Viéndome, creía el pobre que se iría curando... Por fin, a la tarde, observándole despejado y con más animación en los ojos, tuve alguna, muy poca esperanza; pero yo me empeñaba en aumentarla pidiéndole a la Virgen y al Señor Crucificado que, después de darme aquel poquito de esperanza, no me la quitasen. A la noche, Ley no tuvo recargo; se despejó mucho, se le animó el rostro, crecieron mis esperanzas... me andaba por toda el alma una luz divina. Me quedé dormida junto a Ley, tan rendida estaba de tantas noches, y él se durmió también. Yo desperté primero, y estuve un gran rato mirándole dormir, y escuchándole la respiración, que ya era sosegada... Despertó Ley, y echándome los brazos me dijo: «Mita, de ésta no muero...». ¡Ay, qué alegría se me metió por los oídos y por los ojos, viéndole y oyéndole! Desde aquella madrugada, ya las esperanzas fueron a más, a más, hasta que he visto a mi Ley salvado... y con mi Ley salvado, ya soy tan feliz, Pepe, que no cambio mi choza por todos los palacios del mundo. Y viendo que la Virgen y el Señor han librado de la muerte a Ley, por el afán y dolor grande con que yo se lo pedí, bendigo mi pobreza, bendigo mi soledad, y no quiero otra vida ni otro mundo.

«Ahora que Ley se va fortaleciendo, y sacudió aquel terrible mal, todo me parece bueno, todo muy bonito; y cuando el viento entra silbando en mi alcázar por los huecos y rehendijas, se me antoja que viene a felicitarme por haber arrancado a Ley de la muerte, con la ayuda de Dios, sin más medicina que mi cariño y las agüitas azucaradas; y presento mi cara a los vientos para que me la besen, y les digo: «Venid, aires del Cielo, a ver a Mita contenta...».