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La Revolución de Julio/X

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X


Suspendió María Ignacia la lectura, y llevose la mano al pecho, como si el aliento le faltara. Un ratito estuvimos los dos silenciosos, mirándonos. Yo fui el primero en vencer la emoción.

-¿Qué piensas de esto? -le dije-. ¿Te parece que debemos apurar las averiguaciones del sitio en que están, para que pueda ir allá la Guardia Civil y traerles codo con codo?

-Eso no... ¡pobrecitos! Sepamos dónde están para mandarles un par de mantas, ropa, comida... Pero ¿no vivirían mejor en un pueblo, por miserable que fuera?

-Ya ves que no les va tan mal en ese despoblado. Es muy probable que en un villorrio, asistido Ley por curanderos o veterinarios, y metido en un local fétido, no habría escapado de la muerte, mientras que, en la choza ventilada, el cariño de Mita y las agüitas con azúcar le han sacado adelante.

-¿Y por qué la llamará Mita? ¿Qué quiere decir Mita?

-Contracción será de algún nombre cariñoso, inventado por él. Estos amantes libres, por borrar la última relación con el mundo que abandonan, suprimen hasta sus nombres de pila.

-Sigue leyendo tú: aún faltan dos carillas... Yo no puedo más. ¡Siento una opresión... y unas ganas de llorar...!

Aquí va el resto de la carta, que yo leí: «Desde que vi a Ley fuera de peligro de muerte, hasta que se recobró y fortaleció, volviendo a ser lo que era, han pasado otros ocho días, en los cuales he tenido que discurrir mucho para sacar adelante a mi amado convaleciente. Pero como ya estaba yo tranquila y contenta, por nada me afligía, y el afán de las dificultades lo compensaba el gusto de vencerlas. Era forzoso alimentar a Ley para que recobrara sus perdidas fuerzas y se le renovara la sangre. Pero carecíamos de todo recurso, y no había más remedio que buscarlo... Yo seguía pidiendo socorro a Dios y a la Virgen, y éstos, a mi parecer, me decían: «busca y encontrarás». Porque no habían de traérmelo los ángeles... Acudí primero a los vecinos de que antes te hablé, y me dieron pan, cebollas y un poco de vino; esto no me bastaba. Algún alimento más delicado necesitaba mi enfermo.

»En esto, llegó un día que me sonó a domingo; en esta soledad conozco los días de fiesta por los sones de campanas que el viento me trae... de campanas llamando a misa en pueblecitos que están distantes. Pero el viento, unos días más que otros, trae los toques de campana tan al vivo, que parece que las tienes a un tiro de fusil. Yo le dije a mi Ley, después de arroparle bien y darle unas sopas en vino: «Hoy es domingo, Ley: si tú me prometes estarte aquí bien tapadito, sin que te entren tentaciones de echarte fuera, yo me voy a la iglesia que campanea, y en ella oiré misa y daré gracias a Dios por haberte curado. Y como en derredor de esa iglesia ha de haber un pueblo, después que oiga misa buscaré almas caritativas que me den algo para tu alimento». Y Ley me dijo: «Mita, ve a la iglesia que campanea y da gracias a Dios por haberme salvado. Después buscarás almas caritativas que nos socorran. Te prometo no moverme; pero no tardes más de lo preciso, que estaré muy triste sin ti...». Dejándole tan conforme me puse en camino. Era un día, Pepe, que... me río yo de lo que llamáis días buenos en ese Madrid pestilente... yo no sé decirte cómo aquel día era. Mucha luz, un sol que consolaba sin calentar demasiado, y un aire fresco que, sin alborotar, hacía ruiditos mansos en las encinas... Los pajarillos, las maricas y los cuervos, tan contentos todos, buscando cada cual su remedio... Pues, señor, anduve, anduve, siguiendo la dirección que me indicaban los toques de campanas, y llegué por fin a un cerro, desde donde divisé un campanario, y otro más allá... pero la torre más cercana distaba todavía como un cuarto de hora... No se me apartaba del pensamiento mi pobre Ley, allá tan solito, y los minutos que tardara en volver a su lado me parecían siglos. Calculé que si me llegaba hasta el primer campanario, se me iría toda la mañana; y estando en estos cálculos del tiempo y la distancia, tuve una inspiración, Pepe... tuve la idea de oír mi misa en el mismo cerro donde me hallaba. Me arrodillé, mirando al campanario, y rodeada del sol y el viento, con tanto mundo de campiñas y montes delante de mis ojos, le dije al Señor y a la Virgen todo lo que se me ocurría... que no fue poco... y cosas muy sentidas y de mucha religión se me vinieron al pensamiento, y del pensamiento a la boca, puedes creérmelo.

»Cuando yo estaba en lo mejor de mi misa, sonaron más las campanas próximas y otras lejanas, como si hubiera gran festejo y procesión... De rodillas estuve un largo rato, y al concluir mi misa, pensaba que por allí cerca encontraría el socorro que necesitaba para Ley. Yo había visto dos casitas; las volví a mirar: eran blancas, y sus chimeneas echaban humo... Bien podía ser que en ellas vivieran almas caritativas... No había dado yo cuatro pasos hacia las casitas, cuando sentí son de cencerros, y vi que por el cerro subían cabras; tras ellas venían dos hombres y un chiquillo. No creas que me dio reparo de pedirles limosna. Les conté lo que me pasaba, y que había dejado a Ley acostado, convaleciente de una terrible enfermedad. Les rogué que, por el amor de Dios, me dieran un poco de leche, que yo sé trabajar. «Ley también sabe -dije-, y en cuanto se ponga bueno trabajaremos y pagaremos la leche que nos den». El más viejo de los pastores, alto y huesudo, con unas barbas muy grandes, que parecían las del Padre Eterno, se encaró conmigo, y poniendo la cara como de enfadarse, y echando un vozarrón que atronaba, me dijo: «Alguna leche le diéremos, mujer; mas no trujo cuenco para llevarla. ¿Llevarla ha en el pañizuelo?» Yo le contesté que no había traído cuenco porque no pensé encontrar rebaños; pero que pediría me prestasen un jarro en aquellas casas de abajo. Y él entonces, echando el vozarrón más fuerte, y enarbolando el palo como si quisiera pegarme, me dijo: «Arrea hacia ti, mujer, que allá te daré la leche».

«Hacia casa me vine, y conmigo el viejo parecido al Padre Eterno, y las cabritas, que eran cuatro, muy saltonas, con las ubres contoneándose entre las patas. Por el camino hablamos poco; el viejo echaba un cantorrio entre dientes. Me preguntó cómo me llamo, y le contesté que me llamo Ana. Nunca declaro mi verdadero nombre. El dijo: «Arrea, moza, que tengo priesa... Voy a bajarme con mis cabras a...» (callo este lugar, que es un soto junto al río). Pues llegamos a casa; me adelanté corriendo para ver si Ley estaba bien arropadito, y le encontré lo mismo que le había dejado... y tan contento de verme. No necesité decirle lo que le traía, porque cuando el viejo y sus cabras entraron en mi guarida, ya tenía yo dispuesto un cazolón bien lavado para la leche que el buen pastor quisiera darme.

»Sin decirnos nada, se puso el hombre a ordeñar, y yo a tener el cazolón y a ver cómo salían de los pezones de las ubres los hilos de leche, alternando uno con otro y cayendo con fuerza dentro de la vasija. A medida que ésta se iba llenando, los chorritos levantaban espuma. ¡Ay, Pepe!, lo que entonces sentí, no puedo explicártelo... Viendo los chorritos de leche, y oyendo la musiquita que hacían, aquel rasgueo y aquel chirrís-chirrís, se levantó en mi alma una alegría tan grande, tan grande, que no podía yo tenerla dentro, y me eché a llorar... Mis lágrimas corrían silenciosas. No había más ruido que el de los hilos de leche... Ordeñada una cabra, luego fue el hombre con otra... «Basta, señor», le dije yo con toda mi alegría y mi agradecimiento y mis lágrimas, que no acababan de correr... ¡Ay, Pepe, Pepillo loco!, esta alegría, ni tú ni María Ignacia la habéis sentido nunca, ni sabéis lo que es...».

Suspendí la lectura viendo que mi mujer, vencida de su grande sofocación, rompía en llanto, y con su gesto me decía que callase. Hicimos un descanso, sin cambiar observación alguna, hasta que al fin María Ignacia, recobrado su aliento, pudo decirme: «¡Qué pena siento, Pepe, qué vacío tan grande aquí!... ¡Pobre Mita! Una duda tengo todavía: después la sabrás... También me extraña mucho que en la miseria de esa choza, donde se carece de todo, haya papel, tintero y pluma para escribir carta tan larga.

-Espérate un poco. Pasando la vista por el pliego último, me parece que he visto la palabra tintero. Si te parece, acabaré. Ya falta poco». Sigo leyendo: «Puse a cocer la leche, y todo el día estuve dándole a Ley racioncitas cortas y frecuentes, marcando el tiempo con el reloj de mi cuidado. ¡Oh, cómo le gustaba la leche y cómo se relamía de gusto, pidiéndome más, más! Por horas, por minutos, le veía yo reponerse... Pues al siguiente día, a punto del amanecer, el viento me trajo son de esquilas. Salí a ver, y era el Padre Eterno que venía con sus cabras a darnos más leche. «No te apures, Anica -me dijo con su vozarrón, viéndome algo confusa ante tanta bondad-. Ya me la pagarás cuando puedas... y si no puedes, que pase a la cuenta de las ánimas...». Pues asómbrate, Pepe: volvió el pastor otro día y otro, y un porción de días... ya ves cómo me voy afinando de lenguaje... En fin, que Ley sale adelante: pronto volverá al trabajo. Ayer bajé yo a lavar al río... Tan alegre estoy, que a lo mejor me pongo a cantar... canciones mías, cosas que invento. Ni yo misma sé lo que canto, porque es como un gorjeo... Ayer subía yo gorjeando del río, y por el camino, con mi carga sobre la cabeza, decía yo: «Tengo que escribir esto a Pepe, para que él y María Ignacia, las personas que más estimo después de mis padres, sepan lo desgraciada que fui y lo dichosa que soy». En la puerta de mi palacio estaba Ley sentadito, esperándome. Yo me quité la carga y senteme a su lado. En aquel momento llegó Mu, el enano de nuestros vecinos: nos traía cebollas, pan y dos lechugas. Como el pobre chico no dice más que mu, y no sé su nombre, Mu a secas le llamo yo. Pues le dije, digo: «Mu, te agradeceré que me traigas el tintero de cuerno y la pluma de tu güelo. Papel tengo yo». En cuanto se fue Mu, le dije a Ley: «¿Te parece que escriba al buen amigo de Madrid todo esto que hemos pasado? Así verán allá que Dios mira por nosotros». Y Ley me dijo, dice: «Cuéntale todo al amigo de Madrid, y él verá, si quiere verlo, que Dios mira por nosotros».

«Ya he salido de la grandísima tarea de esta carta, y créete que no me ha costado poco trabajo concluirla, porque el tintero de cuerno venía muy escaso de tinta, y he tenido que bautizarla, por lo que notarás que esta letra se parece más al agua que a la tinta. Concluyo encargándote... No, no: espérate un poco, que se me olvidaba una cosa.

«Lo que te dije en mi anterior de echarle pica pica al gordo Mora, darle un papirotazo a D. Mariano y unos buenos azotes a mi tía Cristeta, tenlo por no dicho. No hagas nada de eso, que a todos perdono y todo resentimiento se ha borrado de mi alma. Perdón general, perdón hasta para mi tía Cristeta, que fue la que me hizo más daño, porque ya tenía yo a mis padres convencidos de que no debía casarme con Ernestito, cuando metió ella sus narices en el negocio; tales cosas dijo a papá y mamá de las riquezas del niño y de lo feliz que iba yo a ser con tantos millones, que les embaucó, y ellos a mí, y al fin pasó lo que sabes. Gracias a que supe descasarme a tiempo, que si no... En fin, no más por hoy.

«Adiós, Pepe: a tu mujer, todos los cariños que se te ocurran; a tu nene, besos mil, y tú recibe, con los afectos de Ley, el de tu amiga - Mita-Virginia».

En silencio hicimos, cada cual a su modo, los primeros comentarios. Suspiraba mi mujer, limpiándose el rostro de lágrimas. Yo esperaba oír sus opiniones antes de manifestar las mías. «Vas a saber -dijo María Ignacia- la duda que tengo... La carta de Virginia me ha conmovido, me ha levantado en el corazón una pena muy grande, y luego un... no sé cómo llamarlo... un tumulto de ideas... Veré si puedo explicarme... No te diré yo que estos cuentos de Virginia sean puro embuste... pero sí sospecho que nuestra pobre amiga se nos ha vuelto poetisa... que posee el arte de adornar los hechos, y de componerlos y retocarlos para que impresionen más a los que han de leerlos. Esto que ha escrito nos ha hecho llorar. ¿Habría producido el mismo efecto contado por ella o visto por nosotros? Ésta es mi duda. Tú me dirás lo que piensas.

-¿Crees tú que Virginia es artista y obra literaria su carta? Algo de arte hay siempre en todo lo que se escribe, y los hechos, aun referidos en forma descarnada, se revisten de un extraño resplandor más o menos vivo, según la sensibilidad de quien los refiere. En la carta de Virginia resplandece la narradora que no carece de habilidad: adorna un poquito. Pero bien se ve que es cierto lo que nos cuenta, y en el sello de verdad está todo el interés y todo el encanto de lo que hemos leído.

-¿Según eso, no crees tú que esa desdichada nos haya salido poetisa, y quiera trastornarnos la cabeza... versificando en prosa, como quien dice?

-No, mujer... No hay en esta carta versificación. El olor de poesía que nos da en la nariz sale de los hechos, y estos son tales, que ninguna de nuestras primeras poetisas o literatas sería capaz de inventarlos... Ateniéndome a la realidad, yo te pregunto: ¿qué hacemos ahora? ¿Perseguimos a Mita y Ley?... Creo que no ha de ser difícil descubrir la guarida, poniéndose a ello con fe y perseverancia.

-Sí... ¿qué duda tiene? Basta de salvajismo. Mita y su hombre merecen mejor suerte y otros medios de vida... Pero espérate un poco, Pepe. ¡Vaya un torbellino que tengo en mi cabeza! Si les descubrimos, será forzoso sacarles de su estado salvaje y de su condición libre. Así lo manda la moral. Dejarles en esa independencia, favorecerles con recursos que les ayuden a campar por sus respetos, será dar una bofetada a todas las leyes divinas y humanas... No habría más remedio que poner a cada cual en su lugar, separarles... No, no: esto tampoco puede ser... Discurre tú por mí, que yo no puedo... ¡Separarles a viva fuerza! Eso nunca. Sería un atentado a la moral... ¿a qué moral? ¿Hay por ventura dos morales?

-Yo no sé cuántas hay, ni cuál es la mejor, en el caso de que haya más de una. Mientras esto se averigua, no atentemos a la libertad de nadie, y dejemos a cada pájaro en su nido. ¡La ley!... ¡la moral! Créeme a mí, mujer: si queremos dar con la moral y la ley, busquémoslas en nuestros corazones.

-¡Una moral por este lado, otra moral por el otro! -dijo María Ignacia vacilante y confusa-. Y nuestros corazones en medio... ¡Pobres corazones!, ¿acertaréis a elegir el mejor camino?... En este torbellino de dudas, ¿sabes lo que pienso ahora? Pienso que el soplado hablador don Mariano José no es tan tonto como tú crees. Me suenan en el oído las palabras del asegurador de vidas: «No tenemos divorcio... Estamos muy atrasados».