La Revolución de Julio/XVII
XVII
Estaba yo en mis glorias, y me recreaba previamente en las emociones de aquel día, como un chiquillo contemplando los zapatos nuevos que van a ponerle. El polvo que mi coche levantaba rodando por el camino real, parecíame polvo de batalla, y en los cambiantes que hacían sus ondas traspasadas por el sol, veía yo las terribles falanges en lucha. El paisaje que a los dos lados del camino se extiende, no podía ser más apropiado a guerras y trapisondas. Todo es allí aridez, tierras desoladas y libres, donde los hombres no tienen nada que hacer, como no sea lanzarse a desesperados combates, por el gusto de pelear, no por la conquista de un suelo que tan poco vale.
A la vista de Canillejas, vimos obstruido el camino por un grupo de gente que vitoreaba a la Libertad y a los generales sublevados. Mandé parar, y antes que yo pudiese ordenar al cochero y a mis acompañantes que secundaran los clamores patrióticos, saltó Sebo al camino, y echó al aire su sombrero de copa, gritando hasta desgañitarse. Pasó el sombrero de mano en mano hasta volver a las de su dueño en estado de ruina lastimosa, y sin ponérselo, para no desairar su figura, pronunció Sebo un ronco panegírico de la revolución, terminándolo con frenéticos vivas a mi humilde persona. Entendió la multitud que iba yo en seguimiento de la columna de O'Donnell, y no fue preciso más para que me aclamasen como a libertador de la clase civil. Los más próximos al coche me contaron que las tropas habían hecho un alto en Canillejas para reconocer y proclamar la autoridad suprema de O'Donnell, el cual se presentó vestido de paisano, a caballo. Vulgar y breve fue su arenga, limitándose a las frases de ritual en la literatura de pronunciamientos... «que él no daba aquel paso por vengar agravios personales, sino por sacar a la Patria de su envilecimiento... que para esto era menester el esfuerzo de todos sus hijos...», y pitos y flautas... Eran los tópicos de siempre, y las inveteradas fórmulas de requiebro que gastan los políticos delante de la Nación, cuando encaran con ella para declararle un amor honesto, apasionado y con buen fin.
Disparado por O'Donnell el ruidoso cohete de la proclama, siguieron las tropas su camino. Quién decía que llegarían hasta Alcalá, quién que no pasarían de Torrejón. Entré yo en Canillejas, y al arrimarnos a un parador para dar pienso a las mulas, y a nuestros cuerpos alguna reparación, me vi rodeado de multitud de gente de aquel pueblo de Madrid, que ávidamente me pedía noticias del plan de campaña, y de lo que hacía o dejaba de hacer el Gobierno. ¿Continuaba la Corte en El Escorial? ¿Era cierto que Sartorius había salido de Madrid disfrazado de carbonero, y que se formaba un Ministerio Blaser-Custodia-Domenech? ¿Disponía el Gobierno de tropas leales para batir a los revolucionarios? ¿Se confirmaba que la Polaquería no contaba con un solo soldado? Contesté que nada sabía yo de planes de campaña; y a responder a las otras preguntas me disponía, cuando Sebo me quitó la palabra de la boca para trazar una relación sucinta de los acontecimientos futuros, como si ya fuesen pasados y él los hubiese visto. De las fogosas expansiones de mi acompañante, declarando que había sido de la Policía, pero que ya renegaba de su ominoso empleo, y ponía su voluntad y la porra de su bastón al servicio de los caudillos libertadores; de esto y de mi buen humor resultó que hube de convidar a todos los presentes a tomar cuantas copas quisieran. En medio del barullo patriótico y tabernario que allí se armó, yo, silencioso, batallaba en mi espíritu entre un deber y un deseo. ¿Qué haría yo? ¿Seguir mi camino hacia Coslada en cumplimiento del plan humanitario, móvil primero de mi viaje, o abandonar este plan para correr tras el suceso histórico que la suerte me deparaba? Por fin, pudo más que la obligación la curiosidad, y a ello contribuyó mi diablo con estas sugestivas razones: «Señor, lo primero es la Patria, que hoy está en el filo de perderse o salvarse. Vuecencia es, ante todo, un buen español. ¿Cuándo se le presentará ocasión como ésta de ver salvar a España, y aun de contribuir, si a mano viene, al salvamento? Y considere que para visitar a los bárbaros de Coslada, lo mismo da un día que otro».
No necesité más para convencerme: mandé enganchar, y salimos hacia Torrejón. Al mediodía pasábamos el puente llamado de Viveros; poco después entrábamos en el pueblo a que ha dado fama un hecho militar del amigo Narváez. Rindiendo culto a la verdad histórica, debo decir que nuestra entrada fue triunfal, entre aplausos, vocerío y disparos al aire. Creían que llevábamos la dimisión y caída del Gobierno, la subida de O'Donnell, quizás la cabeza de Sartorius. No me valió decir que nada de esto llevábamos, porque el maldito Sebo, con sus gárrulos discursos, hacía entender a la gente que no íbamos a Torrejón por pura curiosidad. También allí vi defraudada mi esperanza de alcanzar la columna de O'Donnell. Poco antes de mi llegada había salido el caudillo para Alcalá con el grueso de la tropa sublevada, dejando en Torrejón el regimiento del Príncipe con Echagüe y una sección de Caballería. Tuve intención de verle: quería yo charlar con mi amigo de aquel aparatoso alzamiento; mas, antes de llegar al caserón donde se alojaba, me vi envuelto por una nube, que de otro modo no puedo llamar a la turbamulta de personas que me rodearon, caras de Madrid, conocidas, algunas de amigos.
La primera intimación fue que nos reuniéramos todos a comer. Díjeles que yo les convidaba, pues, a más del repuesto de provisiones de boca, traía exquisitos vinos: comeríamos y beberíamos a la salud de los libertadores. Interpretando con agudeza y prontitud mis deseos, corrió Sebo al parador y mandó disponer comistraje abundante, de lo que hubiese, que con lo llevado por nosotros formaría un banquete espléndido. Y mientras bajo la dirección de Telesforo funcionaban las cocinas, recorría yo el pueblo de un lado para otro, viéndome abrazado por cuantas personas encontraba. En estas expansiones populares, el abrazo entre desconocidos es el signo externo del cordial regocijo, de la esperanza que toda insurrección despierta en el sufrido pueblo español, mal gobernado siempre. Las revoluciones tienen entre nosotros el carácter de salutación al nuevo tiempo, y establecen entre los ciudadanos la confianza, la fraternidad y el generoso cambio de demostraciones cariñosas. Yo me vi en Torrejón festejado por la multitud. No sólo me abrazaban los de Madrid, sino los del pueblo, éstos con mayor efusión. A mi paso avanzaban también las mujeres, alzados los brazos, y soltaban con chillona voz el grito de ¡Viva España! Algunas viejas me besuquearon, y los chicos gritaban: ¡Viva Madrid! ¡Vivan los hombres de corazón! Se les había metido en la cabeza que yo llevaba una misión política, y no siéndome fácil sacarles de aquel error, pues no había razón que les convenciera, dejeme llevar de la ola popular. Cerca del caseretón que me pareció Ayuntamiento, se vino hacia mí un señor que con cierta solemnidad se presentó a sí mismo, diciendo: «Simón Carriedo, Alcalde de Torrejón de Ardoz». «Por muchos años», contesté yo dejándome abrazar, y él prosiguió: «Está Vuecencia en uno de los pueblos más liberales de España. Aquí aborrecemos la tiranía, y queremos un Gobierno que mire por la libertad y por la ilustración. ¡Viva Isabel II! ¡Mueran los polacos!...
-Bien, señor, muy bien. Pero yo...
-No se nos achique Vuecencia, ni crea que aquí no conocemos a los hombres de valer. Torrejón sabe que tiene en su recinto al que es cabeza civil de la revolución bendita... Señores: ¡Viva el marqués de Beramendi!
-¡Vivaaa...!
-Pero, señores -dije balcuciente, de pura modestia-, yo les aseguro que no toco pito...
-Adelante... Aquí no valen tapujos. Torrejón es un pueblo muy liberal, un pueblo ilustrado... El Ayuntamiento, señor Marqués, se reúne esta noche para proclamar con la debida solemnidad el pronunciamiento. Torrejón se pronuncia, Torrejón destituye a Sartorius, y no reconoce más autoridad que la de los libertadores. ¡Viva Isabel II!
Pues adelante. Ya no me opuse a ninguna demostración; ya me creí obligado a tomar la iniciativa en los abrazos, y estrechaba efusivamente contra mi pecho a todo el que cogía por delante. Y mientras esto ocurría, noté que en todas las ventanas y ventanuchos aparecían trapos de colores, colchas y pañuelos; sábanas, donde no había otra cosa, y hasta bayetas amarillas, en representación del tono gualda de nuestra bandera. El pueblo se engalanaba para festejar el cambio venturoso, la nueva dirección hacia los vagos horizontes del progreso y el bienestar. Todas las mujeres estaban en la calle: algunas alzaban en brazos sus chiquillos mamones, como alzarían un estandarte, o cualquier signo para guiar a las multitudes, y los muchachos sacaban cuantos objetos pudieran servir de instrumentos de ruido para imitar el de tambores, remedando con boca y narices el piafar de caballos y el estridor de cornetas. En medio de esta algazara, vino Sebo a decir que la comida estaba pronta. Convidé al Alcalde, que aceptó, con la recíproca de prometerle yo cenar en su casa. Arrastrado por aquel vértigo y metido en él, llegué a creerme que soy, en efecto, la cabeza civil de la revolución; y en el bullicio del parador, rodeado de diversa gente, tan dispuesta al buen comer y mejor beber como al derroche de palabrería patriótica, mi alucinación casi llegó al pleno convencimiento. Los discursos que en el curso de la comilona pronunció Sebo, arranques oratorios con toques de esa sinceridad bufonesca que tanto agrada en los días de exaltación popular, me contagiaron, lanzándome a improvisaciones locas. Ni recuerdo bien lo que dije, ni hago traer aquellos disparates desde las neblinas de mi memoria a la claridad de estas páginas.
Entre los comensales había dos cadetes de Caballería que desde el primer instante de nuestro conocimiento me encantaron por su juvenil desenfado, por su ingenio vivísimo, que así se manifestaba en la charla voluble como en los desahogos de la maledicencia política. No he olvidado sus nombres: Pastorfido se llamaba el uno; el otro Narciso Serra, y ambos hablaban por los codos, empezando en prosa y acabando en verso. Serra, principalmente, se disparaba en redondillas sin darse cuenta de ello. Cuando salíamos del parador para ir al alojamiento del brigadier Echagüe, me dijo con la naturalidad de la prosa corriente:
- ¿Dormir yo? No tengo gana.
- Sueño pensando en mi suerte.
- El descanso de la muerte
- quédese para mañana.
Antes de visitar a Echague, acordeme de mi casa, de mi mujer y mi niño, y sentí ardientes deseos de volverme a Madrid. Mas ya era tarde para emprender el regreso, y además la página histórica, ofreciéndose a mi mente con extraordinaria luz, debilitó mi querencia del hogar y de la familia. Resolví quedarme, y para que María Ignacia no estuviese con cuidado, mandé a mi criado Zafrilla que alquilase un buen caballo y a Madrid partiera sin demora. Hecho esto, fue sosegada mi permanencia en Torrejón toda la noche, que hube de pasar de claro en claro, por los obsequios del Alcalde, por el patriotismo bullanguero del vecindario y el continuo movimiento de tropas, y por los divertidos coloquios con Serra y Pastorfido, que ni dormían ni dejaban dormir a nadie.
A Echagüe le encontré caviloso, inquieto, como hombre que sabe pesar la grave responsabilidad contraída. La importancia militar y política de los personajes sublevados era garantía de un éxito feliz; pero siempre quedaba el temor de inesperadas contingencias, de ésa no vista piedra que hace volcar el carro, del olvidado detalle que destruye en un momento la lenta obra de la previsión. Díjome que los Generales contaban con el concurso de todas las fuerzas que tenemos en Alcalá, y con los medios que ofrece aquel depósito para poder armar buen número de paisanos. Nada sabía de los planes del Gobierno, que de fijo habría dispuesto que la Corte regresase a Madrid, para disponer de las tropas de guarnición en el Real Sitio. Con poca o ninguna Caballería contaba el Gobierno; en cambio, no le faltaba la suficiente Artillería para dar un mal rato a los rebeldes. ¿El plan de O'Donnell era caer sobre Madrid en son de ataque, o esperar a pie firme al ejército llamado leal? No lo sabía, o quizás sabiéndolo no estimaba prudente decírmelo. Ya de madrugada, supe por mis amigos Serra y Pastorfido que Echagüe tenía orden de ponerse en camino a la mañana siguiente, tomando la dirección de Coslada. A Coslada iría yo también, haciendo de la página histórica y de la novelesca una sola página.
Dormí un par de horas, y más habría dormido si no me despertara con grandes voces mi amigo el coronel Milans del Bosch, que acababa de llegar de Madrid, de paso para Alcalá, con una misión del Gobierno. Hombre expansivo, de corazón fácilmente inflamable por toda idea generosa, pródigo de palabra, en las resoluciones más impetuoso que tenaz, ha ilustrado su nombre en las armas, junto a Prim, y en sociedad es de los que saben ganar numerosos amigos. Mientras yo me vestía, tomaba el desayuno que le subió Sebo. Hablamos de la revolución, que él miraba con simpatía como liberal y patriota, y lamentaba que la disciplina no le permitiera secundarla. Tal fuerza expansiva tenía en su alma la sinceridad, que no me fue difícil obtener alguna indiscreción referente al mensaje que llevaba. Oyéndole charlar con espontaneidad impropia de un diplomático, vine a sacar en limpio que la Reina concedería su perdón a O'Donnell y a los demás Generales, reconociéndoles sus grados y honores, siempre que volviesen a Madrid y entregaran a Dulce para someterle a un Consejo de guerra. Me pareció que era gran tontería proponer a un sublevado español vilipendio semejante, y que la misión del parlamentario había de ser inútil. También Milans así lo creía. En él advertí desconfianza de su papel diplomático, y ganitas de ponerse al lado de los libertadores y en el puesto de mayor peligro. Es de los que no quieren lucha sin gloria, ni ven la gloria donde no hay mil probabilidades de perder la vida.
Bajamos a la plaza, y cuando le despedía junto a la portezuela del coche, me veo venir a Andrés Borrego rodeado de un grupo de patriotas y periodistas. Habían llegado por la noche, y después de un descanso breve continuaban camino de Alcalá. Poco pude hablar con aquel buen amigo tan experto en cosas políticas y revolucionarias. Díjome que el Gobierno había perdido la chaveta, y con sus desatinos daría el triunfo a la insurrección. No se le ocurría más que ordenar prisiones de gente de viso, entre ellas los banqueros Collado y Sevillano; suspender toda la prensa independiente, y amenazar con comerse los niños crudos. «Pero lo más ridículo que estos pobres polacos han podido idear -me dijo Borrego en los últimos apretones de manos-, es la revista militar que han dispuesto para hoy en el Prado, con asistencia de Su Majestad, para que las tropas la vitoreen y le digan que por ella derramarán su sangre. Ya sabe usted, mi querido Beramendi, que estas paradas son un recurso teatral que nada resuelve. En ninguna revolución ha faltado este prologuito de las grandes catástrofes, ceremonia militar, desfile de soldados melancólicos. Los vivas de ordenanza, el estruendo de clarines y tambores, suenan a melopea desmayada y quejumbrosa, a marcha fúnebre.