La Revolución de Julio/XVIII

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XVIII


Sueltos, en parejas o en alegres bandadas, pasaron también por Torrejón, el día de San Pedro, multitud de pájaros, la inquieta juventud de estos tiempos, revolucionaria y masónica, vanguardia del pensamiento y zapadora de la acción. El polaquismo, con sus increíbles desafueros, ha fomentado el entusiasmo, la impaciencia temeraria y generosa de la juventud militante. Mal haya el Gobierno que desprecia estas manifestaciones de la vida nacional en que andan poetas y escritores sin juicio. Resultará que lo tienen de sobra cuando son olvidados o perseguidos. Y por fin, de los que hacen coplas o chistes es el reino de la opinión... A muchos de los que en Torrejón aparecieron conocía yo de trato, a otros de nombre y fisonomía. Hablé con Cristino Martos, que en todas las funciones de la palabra es orador, como es poeta Serra siempre que abre la boca. El sentimiento revolucionario se desborda en él con las formas gramaticales más graves y rítmicas. Lleva en sí el espíritu girondino: su verbosidad sentenciosa resulta noble y clásica, y por esto mismo no es de los que conmueven a la plebe. Yo le digo que, hablando siempre en nombre del pueblo, resulta el más aristocrático de los tribunos. Ortiz de Pinedo, Cisneros, Somoza, Abascal, y otros que vi pasar aquel día, me contaron que de Madrid venían contra los sublevados los generales Blaser y Lara con la Infantería que había quedado en Madrid y la que regresó de El Escorial, con la Caballería de Villaviciosa, algunos tercios de Guardia Civil y no pocas piezas de artillería...

De mi casa me trajo Zafrilla noticias que me permitieron aguardar con tranquilidad los acontecimientos que Clío nos preparaba. Esta bondadosa divinidad cuida siempre de evitar el aburrimiento a los pueblos que se envanecen de tenerla por relatora de sus grandezas. Y apenas entró en funciones la buena musa en aquellos campos, tuve que tomar nota de un hecho singular: la transformación del gran Sebo. No viéndole por parte alguna en toda la mañana, mandé a Zafrilla que le buscase, y al fin me le trajo en tal manera cambiado, que al pronto no le conocí. Habíase afeitado el cerdoso bigote, operación que debió de inutilizar las navajas barberiles. Se había cortado el pelo al rape, haciéndose un tipo de cura montaraz, que se completaba con ropas negras y raídas, faja mugrienta, obscura, y gorra de pelo de conejo. «Señor Marqués -me dijo con voz que revelaba más miedo que vergüenza-, he tenido que disfrazarme porque... desde anoche andan por aquí más de cuatro y más de cinco policías, algunos de mi propia sección y de mi propio barrio... Traen proclamas leales para repartirlas a los soldados, y con las proclamas, sin fin de mentiras que van echando en todos los oídos para que la gente se desanime... Me han visto, me han preguntado si ando con la Revolución, y les he respondido que estoy donde estoy. No debe uno comprometerse antes de tiempo... No debe uno dar su brazo a torcer... A la Revolución pertenezco yo en cuerpo y alma, y de ella espero la recompensa de mis buenos servicios. Pero mientras se decide si la Revolución vive o muere, ¿qué necesidad tengo de dar la cara? Póngome esta postiza para que mis compañeros no puedan decir que han visto a Sebo entre los sublevados. Si vienen mal dadas, serán capaces de fusilarme o de meterme en un presidio... Y sería lástima, excelentísimo señor, porque, aquí donde Vuecencia me ve... no creo haber nacido para el oficio vil de corchete... Modestia a un lado, señor, Telesforo se siente jefe político...».

Asentí a cuanto decía, regocijándome de su infantil ambición, no enteramente injustificada, pues gobernadores he visto salidos del más bajo montón burocrático, o de obscuros aprendizajes políticos... Sigo contando. En la tarde del 29, gran número de paisanos mal armados o por armar entraron en Torrejón, presentándose al brigadier Echagüe. Al anochecer supimos que en la madrugada próxima saldría de Alcalá la división libertadora, engrosada con las fuerzas de Infantería y Caballería que guarnecían aquella ciudad, con el contingente de la Escuela Militar, con los setecientos quintos armados de tercerolas, y el núcleo de paisanos, que iba aumentando por el camino. Dieron a la hueste adventicia el nombre de Voluntarios de Madrid. Madrugamos para salir al encuentro de esta variada y pintoresca tropa. Salió todo el vecindario: la carretera parecía un campo ferial en movimiento. Nunca vi gente más alegre: creyérase que esperaban lluvia de monedas de oro y plata, o presenciar gloriosos combates caballerescos, con intervención del apóstol Santiago. ¡Desgraciado pueblo, que no esperando nada de la paz, porque en este escepticismo lo mantienen sus gobernantes, lo espera todo de la guerra civil.

Cuando las avanzadas del ejército libertador aparecieron, destacándose del horizonte obscuro en las primeras claridades del alba, rompió la multitud en exclamaciones de júbilo. El toque de clarines de Caballería y el grave paso de ésta encendían en todos los corazones un sentimiento de admiración, de piedad y ternura, que no es fácil definir. En los sentimientos que despierta tan sublime música, se confunden y hermanan la grandeza heroica y el fervor religioso. Las pausas en el toque, aquel silencio del metal sonoro que deja oír las patadas rítmicas de los caballos, es de una solemnidad que induce a la efusión, al llanto mismo... Entró la Caballería en Torrejón, después la Infantería y Voluntarios, luego el Estado Mayor General escoltado por una sección de coraceros... Por falta de viento, la nube de polvo rastreaba, no subiendo más arriba de las barrigas de los caballos y de los pies de los jinetes. Lamañana entró alegre, luminosa, esparciendo su luz rosada por los campos estériles y por las abigarradas multitudes de militares y campesinos. Dijérase que traía la fecundidad al suelo, y a todos los corazones la esperanza.

En el ejército encontré multitud de amigos. Pero apenas pude hablar con algunos, pues el descanso en Torrejón fue brevísimo. Salieron las tropas en dos divisiones; la una, mandaba por Dulce, siguió por el camino real con órdenes de llegar hasta Canillejas para hacer un reconocimiento; la otra, con O'Donnell al frente, tomó la dirección de Vicálvaro. A la impedimenta de ésta me agregué yo, gozoso con la idea de pasar por Coslada. En esto me equivoqué, porque el paso fue por un sitio distante media legua del pueblo en que los salvajes residían. Salieron a vernos hombres, chiquillos, mujeres. Miré las caras de éstas, buscando entre ellas la de Virginia; pero no la vi. O no estaba, o desfigurada totalmente por la barbarie, no pude reconocerla.

En la parada que allí hicimos, se adelantó Sebo para refrescar con el aguardiente que vendían unos cantineros, y al volver me dijo: «Vea, señor, a los dos oficiales que desde aquellas tapias le están mirando... Ahora le saludan con la mano. Son Navascués y Gracián. Fui hacia ellos y ellos vinieron hacia mí, partiendo el camino, y afectuosamente nos saludamos. El General les había encargado de la instrucción y mando de las compañías de Voluntarios, tarea no floja, pues eran gente revoltosa, temeraria, más fácil al heroísmo que a la disciplina. Volviéndose de improviso hacia Sebo, Gracián le agarró de una oreja, diciéndole: «Ahora me vas a pagar todas las que me has hecho, perillán. Pensabas que yo no te conocería con esa facha de saltatumbas... Ya no te suelto; te doy la filiación, quieras o no quieras; te pongo en las manos una carabina, y como no seas valiente, te fusilo por la espalda...». «Señor -contestó Sebo con mal disimulado pánico-, no se empeñe en hacerme héroe, porque no lo soy. No he nacido para eso...Si quiere emplearme en el ejército libertador, como es mi gusto, deme un cargo administrativo, sanitario o, si a mano viene, de municiones de boca, que algo entiendo de esto...». Y Gracián: «Si no tienes ánimos para cargar el chopo, te haré mi capellán castrense.

-Señor, no soy cura.

-Lo pareces, y es lo mismo... No te me escapas ya. De los malos ratos que me has hecho pasar dándome caza, voy a vengarme ahora, tunante». Y sin esperar a más razones de Sebo ni mías, llamó a un sargento y le entregó el nuevo voluntario, con esta suave recomendación: «Ea, cogedme a este gandul, que es un cura mal disfrazado... Ponédmele en el servicio de cartuchos, hasta que llegue la ocasión de auxiliar a los moribundos... Cuidado con él; y si quiere escaparse, dadle veinticinco palos como primera providencia.

Desapareció Sebo dolorido y rezongando, y siguió su marcha la división por el camino polvoroso. Picaba el sol; los ánimos ardían.

Apenas entraron en Vicálvaro las tropas sublevadas, corrió la voz de que estaban a la vista las del Gobierno. Expectación, toques de mando, movimiento. Era una falsa alarma, que se repitió media hora más tarde, cuando los soldados requerían sus alojamientos y olfateaban las humeantes cocinas. Por fin, cerca de las tres, ya fue indudable que venía el Ministro de la Guerra, general Blaser, con Lara, Capitán General, y casi toda la guarnición de Madrid. Antes de que viéramos las avanzadas, una bala de cañón, que casi tocó a las tapias del pueblo, fue como el primer grito de guerra. Nube de polvo lejana anunció la Caballería del Ejército que el convencionalismo histórico llamaba leal. Pronto vimos que la Artillería enemiga escogía posición excelente en lo alto de un cerro, detrás de un arroyo. Entendiendo poco de estrategia, pareciome que Blaser no pecaba de tonto. Lo mismo pensaron los de acá, según después supe. Pero ya no podían rehuir el combate en el terreno escogido por los de Madrid. Vi que avanzó el batallón de la Escuela Militar, como en reconocimiento, y sobre ellos vinieron con furia los caballos de Villaviciosa. La batalla estaba empeñada. Híceme cargo del plan de ambos caudillos. El de allá ganaría si desalojaba de la posición de Vicálvaro a los que bien puedo llamar nuestros. Ganarían los sublevados si conseguían tomar de frente los cañones de Blaser.

Reconozco mi falta absoluta de espíritu bélico, y no me avergüenzo de confesar que me siento incapaz de todo heroísmo en el terreno de las armas. Como además no gusto de acudir a donde sé que mi persona no hace ninguna falta, determiné situarme en lugar seguro, aunque en él no pudiese ver en todo su desarrollo el que ha de ser histórico suceso. Me interesan, sí, en grado sumo las consecuencias políticas o sociales de este duelo marcial; pero las peripecias y lances del mismo no despertaban en mí ninguna emoción, como no fuera la de piedad y lástima por los que habían de morir. Desde las tapias más lejanas del pueblo, por el Este, procuraba yo ver y enterarme, recorriendo con ávidos ojos el campo de batalla. Entre nubes de polvo y humo vi las filas de caballos, las filas de hombres, grupos contra grupos, y... ¿lo diré como lo siento? Yo no deseaba sino que acabaran pronto. ¿Diré también que toda aquella porfía me pareció estúpida? Pues lo digo. Y al fin, entre mis confusiones y mi hastío de tanta barbarie, surgía la pregunta no contestada: «¿Y todo esto, para qué?» No sé qué habría yo pensado si me viera ante un San Quintín; pero ante aquel combate, en cierto modo casero, entre cuatro gatos, como suele decirse, lucha por el gobierno de un país siempre desgobernado, mi pensamiento no podía elevarse a las alturas de la Historia trágica. Nada, nada: que acabaran pronto, y se fueran a sus casas.

Dos horas corrieron, y no se veía ventaja en ninguna de las dos partes. Se tiroteaban, se acuchillaban, y las ondulaciones de las masas combatientes no determinaban ganancia ni pérdida de los trozos de suelo en que reñían. En la salida del pueblo, por el camino de San Fernando, donde busqué mi refugio, había multitud de viejas, que allí se guarecían de las balas. Alguna de ellas me dijo que a la villa le venía bien aquella guerra, porque la tropa siempre deja dinero, y otra se lamentó de las muertes que habría, no sin atenuar su pena con esta consideración filosófica: «También hay que ver que es güena la guerra cevil, porque en ella fenece toda la granujería de los pueblos. Perdidos, vagos, ladrones: en tiempo de paz no hay quien vos mate. Salta la guerra, y a la guerra os vais como las moscas a la miel. Sois valientes, metéis el pecho de veras. Ahí morís todos, pestilencia». Y un vejete medio alelado y paralítico tomó así la palabra: «Esto que vedéis no es guerra mesmamente y de por sí, sino rigolución... Y quien diz rigolución, diz dinero en Vicálvaro: la rigolución trai derribo de casas viejas, de conventos y santularios; rompición de calles, de lo que viene obra mucha de casas nuevas, y vender acá más yeso del que ora vendemos. Ya vedéis la paradez del yeso. Pus como ganen los libres, tendréis en Madril obra de casas, y aquí el quintal de yeso por las nubes». No podía yo enterarme bien de otras cosas que el vejete decía, porque en el sitio donde estábamos se habían refugiado todos los perros del pueblo, asustados de la batalla, y allí coreaban con sus ladridos el militar estruendo.

También los mendigos de ambos sexos tenían allí su resguardo, y entre éstos un ciego que, según contó, estuvo en los famosos sitios de Zaragoza. «Aquéllas eran guerras por honra, señor -dijo revolviendo sus ojos muertos-, y no estas comedias con tiros, por el mangoneo, y por ver quién pone o quién no pone un par de principios después de los garbanzos. Bien claro está que no hay cosa de por medio. España se va volviendo muy comelona; los ricos traen cocineros de Francia... ¡Comer bien, vivir bien! ¿Lujo grande, monises pocos? Pues revolución, para que el dinero que hoy está en tus manos venga a las mías... Yo he sido en Madrid cocinero de fondas y de alguna casa. ¡Veinticinco años cocinero, señor! Me arruiné por poner un establecimiento en que daba de comer a lo que llaman precios reducidos. La maldita baratura y el no entender el negocio me dejaron por puertas, y para acabar de arreglarlo, mis pobres ojos, del calor de las hornillas día y noche, se quemaron, se quedaron ciegos... No veo las cosas, y veo las causas de estas marimorenas... Todo es cuestión de principios... de poner dos principios... Yo ponía tres por dos pesetas, y ya se sabe lo que me pasó. Las clases no pueden comer dos principios sin hacer una revolución cada pocos años para que los buenos sueldos pasen de unas manos a otras manos... Tenemos en Madrid el furor del buen vivir, que viene de Francia, como las modas de sombreros... tenemos el furor de los dos principios, de los chalecos de felpa y de cachemir, de los pantalones patencur, de las butacas con muelles, de las alfombras de moqueta, de los jabones de Benjuí o de terciopelo, y de los féretros metálicos, que también en esto hay furor... Muchos furores y poco dinero, señor. ¿Poco dinero? Pues ya se sabe: revolución al canto... estas revoluciones de dentro de casa... el fogón, la despensa, el guardarropa, los principios...