La Revolución de Julio/XXIV
XXIV
Vi las hogueras en que ardían los muebles de Salamanca, calle de Cedaceros; vi las quemazones en la casa de San Luis, calle del Prado, esquina al León; vi otros juegos de pirotecnia en diferentes calles donde vivían hombres aborrecidos. De dos a tres de la madrugada, la tropa mandada por Gándara iba calmando el furor de quemas. En Cedaceros y Carrera de San Jerónimo cayeron ciudadanos que andaban por allí de mirones, mientras que los incendiarios escapaban con veloz carrera. En otros puntos de Madrid hubo tiroteo y lucha cuerpo a cuerpo entre paisanos y tropa, y por todas partes se iba revelando la autoridad, como si saliera de un eclipse o despertara de un pesado sueño. Hasta en el paso de la gente que iba en retirada, se conocía que no estábamos ya huérfanos de gobernantes: aún no se veía la mano dura; pero su acción la sentíamos todos.
El carnaval revolucionario con chafarrinones de sangre y fuego se acababa pronto. Los Dioses, envidiosos del Hombre, lo reducían a breves horas. En éstas, los bromazos no llegaron al trágico desenfreno de las revoluciones más señaladas en la Historia. Casi todos los muertos eran de la clase humilde. El carnaval de la turba emancipada ofreció la tremenda ironía de que, vistiéndose de jueces, las máscaras resultaron víctimas. Todo el furor que al pueblo enardecía en las primeras horas de la noche, quedó reducido a un soez pataleo delante de las casas en que habían vivido los tiranuelos, a gritar con aullidos patrióticos, y a quemar sillas y mesas inocentes, cuadros y cortinajes. No arrastraron a nadie, no quitaron de en medio a los que con voces roncas llamaban rateros y truhanes. Pagaron el pato los objetos de carpintería y tapicería, venganza popular harto benigna... Pensaba yo que la destrucción de muebles de lujo es un hecho favorable a los progresos de la industria y a la renovación de formas suntuarias. Los ebanistas y decoradores de casas ricas estaban de enhorabuena, así como los que inventan nuevos estilos de sillas y sofás. El fuego perjudicaba poco a los Salamancas y Sartorius, y beneficiaba providencialmente a los fabricantes.
Retireme a casa cuando amanecía. Triste era el aspecto de las calles donde hubo fogatas. Por ellas desfilaban presurosos los transeúntes como gato escaldado. Ceniza y tizones quedaban, restos humeantes, en los cuales revolvían merodeadores rapaces. Cadáveres vi en la calle de Cedaceros y en la del Baño; los heridos se retiraban por su pie si podían, o eran auxiliados por gentes caritativas, que nunca faltan. En la Puerta del Sol vi bastante tropa y Guardia Civil; las puertas del Principal, cerradas a piedra y barro. De lejanas calles venía rumor de algarada. Ya teníamos otra vez Gobierno, ya teníamos autoridad. Entre los grupos se deslizaban, todavía medrosos, algunos policías vergonzantes.
En casa me esperaba Sebo, que, al disgregarse de nuestro grupo en la calle de Torija, creyó que yo me había retirado a descansar. Intranquilo estaba, y mucho más mi mujer, que me abrazó como si yo volviese de un largo y peligroso viaje. «No me ha pasado nada. No verás en mí ni un rasguño. Todo lo he presenciado, y me he divertido muchísimo... No te rías, mujer. El espectáculo ha sido de incomparable belleza, y de esos que rara vez podemos disfrutar. ¡El pueblo ejerciendo de soberano por unas cuantas horas, y entreteniéndose en jugar con los flecos y garambainas de su manto!... Luego, al andar, se pisa el manto, se cae de bruces... En fin, que estos carnavales son forzosamente muy breves, y el pueblo, que por divina licencia los celebra, se divierte poco, como no entienda por diversión el ser fusilado en lo más entretenido de la fiesta».
Me acosté, pero no dormí. Ardía mi mente del recuerdo de los espectáculos de la noche pasada. Era una visión que no quería borrarse, y que me atormentaba, engrandeciendo el interés de sus incidentes, y revistiéndose a cada instante de mayor hermosura. No me canso de decirlo: una de las cosas más bellas que yo había contemplado en mi vida era la acción libre del pueblo durante algunas horas, el albedrío nacional desenfrenado y en pelo, manifestándose como es; paréntesis de realidad abierto en el tedioso sistema de ficciones que constituyen nuestra vida social y política. Buen alivio daba el tal espectáculo al Ansia de belleza que me afligía, dolencia del alma; pero no acababa de satisfacerme: yo quería más, más pataleos y manotazos de la plebe restituida a su libertad; quería gozar más de las ideas elementales, como fueron antes de toda organización, y ver el Gobierno y la Justicia reproducidos en la desnudez y simplicidad de su estado primitivo...
Desde mi lecho, cerrados los ojos figurando que dormía, creía yo sentir lejanos alaridos de la multitud. Llegué a pensar que habían levantado barricadas en la vecina calle del Arenal o en la plaza de Santo Domingo. Mi mujer me desengañó, incitándome al descanso, y diciéndome que no había tales barricadas, y que Madrid tomaba su chocolate tranquilo debajo del poder de Fernando Córdova y de Ríos Rosas. Yo aparenté creerlo; pero seguían mis oídos dándome la sensación de bullicio popular cercano. Órdenes severas había dado mi señor suegro para que ni a Sebo ni a Rodrigo se les permitiese llegar a mi presencia. Querían encerrarme, aislarme de la vía pública, que era mi encanto, como escenario de la más bella función teatral... Fui bastante astuto para disimular mi deseo de echarme a la calle... me levanté... supe asentir a las insustanciales opiniones de don Feliciano, maldiciendo los excesos demagógicos... Las once serían cuando aproveché un descuido de mi mujer para escabullirme de la casa lindamente. Nadie me vio salir. En el portal me esperaba el hojalatero, y juntos, sin hablarle yo más que por señas, dimos la vuelta a la esquina... y desaparecimos por la calle de la Sartén.
-¿Sabe el señor dónde están Leoncio y su mujer? -me dijo Ansúrez en cuanto nos vimos en paraje seguro-. Pues en una tienda de la plazuela de San Miguel, donde se vende al por mayor toda la cangrejería que viene a Madrid.
-¿Y tu hermana Lucila?
-En la calle de Toledo... no sé el número... Entrando por la plaza Mayor, a mano derecha, pasadas dos o tres casas.
-Bien, bien. Vamos hacia allá. ¿Hay guerra en las calles?
-Muchísima guerra y tiros muchos, lo que los músicos llamamos à piacere, disparando cada cual como se le antoja, y en allegro vivace que quiere decir: vivo, vivo...
-¿Esta mañana, después que me dejaste en casa, ocurrió algo? Yo he sentido tiros.
-¡Anda! Un fuego tremendo en la plaza de Santo Domingo, mucho pueblo contra la tropa que guarda Palacio y el Teatro Real, donde dicen que están escondidos los ministros ladrones, y el jefe de los rateros y guindillas, D. Francisco Chico...
-Bien decía yo que había trifulca... ¡Y mi mujer queriendo convencerme de que Madrid es la antesala del Limbo!
-Pues hoy hemos tenido función bonita... Mucho pueblo... ¡qué bulla, qué entusiasmo!, y en medio del paisanaje un militar a caballo, con su ordenanza, también a caballo. Era el Coronel de Farnesio... En fin, señor, que el Coronel y el pueblo hablaron a gritos: primero en la plaza Mayor, después en el Principal de la Puerta del Sol; pero yo no entendí lo que decían, porque no pude acercarme. Ni sé cómo se llamaba el Coronel... ni qué le pedían, ni qué contestaba... Sólo sé que después fueron todos a la plaza de Santo Domingo, donde andaban a tiros tropas y paisanos... Yo fui también... Por el camino, cadáveres, sangre... las casas cerradas todas, mucho miedo... ¿Qué pasó? No lo sé... El Coronel mandó cesar el fuego, y después, por la vuelta que llevaba, me pareció que iba a Palacio, y gritaba la gente: «¡Viva... tal!» No me acuerdo del nombre.
-Por algo que hoy ha dicho mi suegro en casa, entiendo ahora que ese que viste es el coronel Garrigó... Con O'Donnell estaba en Vicálvaro. Se portó como un héroe. Fue herido, cayó prisionero frente a los cañones de Blaser... Al volver a Madrid las tropas del Gobierno, procedía fusilar a Garrigó... Pero ¿qué había de hacer la Reina más que indultarle? En estas guerras mansas entre dos partes del Ejército, no puede haber ensañamiento. Al fin han de entenderse y ser todos amigos. Ni han fusilado al Coronel de Farnesio, ni habrían fusilado a O'Donnell, ni a Messina, ni a Dulce, ni a Ros de Olano si les hubieran cogido... ¿Te vas enterando? Garrigó es liberal, y además muy valiente, tan buen patriota como buen soldado. El pueblo le quiere; la tropa también. De lo que me cuentas y de lo que oí a mi señor suegro, saco esta conjetura, mejor dicho, dos conjeturas: o Garrigó ha sido mandado por Córdova a parlamentar con los insurrectos para ver de encontrar un término de avenencia y paces, o ha dado este paso por su propio impulso generoso, deseando facilitar a la Reina lo que la Reina estará deseando a estas horas: reconciliarse con la Nación... A ver si recuerdas, hijo. ¿A lo que Garrigó decía contestaba la multitud con aclamaciones?
-A veces, sí; a veces, no... Cuando entró ese señor en el Principal, el pueblo pidió que saliese al balcón... pero no salía.
-No salía, y las turbas impacientes...
-Gritaban: «¡Qué desarmen a la Guardia Civil». Esto sí lo entendí bien... Y yo también lo grité, sin más razón que oírlo a los demás.
-Perfectamente. Y al fin salió Garrigó al balcón.
-Sí, señor... y parecía que queriendo decir una cosa, no podía decirla... o que no sabía cómo contestar a los de fuera y a los de dentro.
-¿Los de fuera pedían el desarme de la Guardia Civil?
-Y gritábamos: «¡Mueran los asesinos!» Al Coronel no le entendí más que unas pocas palabras hablando de la Reina.
-Del bondadoso corazón de la Reina... Y el pueblo, que es un buenazo, se ablandaba con esto.
-Se ablandaba un poquito, y después, otra vez con que se desarmara a la Guardia Civil...
-Naturalmente... Puesto que la Reina es tan bondadosa, que mande a la Guardia Civil parar el fuego... En fin, que Garrigó fue a la plaza de Santo Domingo a ordenar que cesaran las hostilidades. Y las masas tras él... ¿no es eso?
-Tras él yo también, gritando, hasta quedarme ronco, todo lo que oía gritar a los demás... Y como digo, pararon los tiros, y el señor Garrigó siguió luego hacia Palacio... Puede que haya llevado a la Reina unas palabritas del paisanaje...
-De seguro habrá dicho a Su Majestad algo del bondadoso corazón del pueblo, y corazones frente a corazones, tendremos sensiblería, pucheros, abrazos, y tutti contenti. Esto podrá ser; pero no será; ni quiero yo estas blanduras ni estos abrazos, que son la pérfida componenda, el engaño recíproco, para vivir siempre en un régimen de mentiras. Nada de paces ni arreglitos, sino lucha, y que veamos practicadas las ideas elementales de Justicia y de Gobierno. ¿Me entiendes tú? A las sociedades les conviene volver de vez en cuando al salvajismo... como ventilación, como saneamiento... Vivimos una vida de artificios, que a la larga nos van cubriendo de polvo y telarañas... Conviene barrer, ventilar, fumigar...
Recordando ahora, un poco lejos ya de aquel día y de aquellos sucesos, lo que entonces pensaba yo y decía, obligado me veo a reconocer que no me encontraba, el 18 de Julio, en la completa serenidad de juicio que normalmente disfruto. Las escenas trágicas de la noche del 17, el fulgor de las hogueras, mis ansias de belleza, el desarreglo estético, digámoslo así, que se inició en mí desde el regreso de Vicálvaro, habían turbado mi espíritu. Al escaparme de mi casa, escabulléndome con Rodrigo Ansúrez por calles poco frecuentadas, me sentí romántico: la leyenda, la poesía política, si así puede llamarse, me seducía y me rondaba. Érame grato no llevar la compañía de Sebo, cuyo prosaísmo me apestaba, y sí la del hojalatero artista, de ingenua sencillez en su trato. Pensaba yo que el muchacho podría extasiarme tocando en el violín la Tabla de los Derechos del hombre, o el Contrato social... Camino de la plaza de Oriente, rodeando calles y travesías, díjele que le nombraba mi escudero, y que, no gustando yo de cosas comunes ni de términos trillados, le llamaba Ruy, nombre conciso y de sabor arcaico.
No nos fue posible llegarnos a la plaza de Oriente, defendida por todos sus approches como campamento atrincherado. Rodeando seguimos, y por la calle de la Escalinata y de Mesón de Paños nos subimos a la calle Mayor, donde la enorme aglomeración de gente dificultaba el tránsito; quisimos pasar a la plaza de San Miguel, y la ola humana que tratamos de atravesar nos arrastró hacia Platerías. No sé las veces que fui y vine a lo largo de la calle, no por mi voluntad, sino por traslación de la masa viviente a la cual pertenecíamos mi escudero y yo. Tan pronto me veía en la embocadura de la Puerta del Sol como en el arco de Boteros. En la plaza Mayor sonaba horroroso fuego. La Guardia Civil trataba de arrojar de ella a los amotinados.
La confianza se establece pronto entre las moléculas que componen la muchedumbre, por más que estas moléculas cambien de sitio a cada instante. Caras que yo veía próximas me sonreían, y bocas de aquellas desconocidas caras me dijeron: «En Palacio no se dan a partido... No nos entendemos... Dicen que pitos, y luego son flautas...». En la onda fluctuábamos cuando aparecieron tropas por la Puerta del Sol, con un General al frente. Oí que era Mata y Alós. Con dificultad se abría camino. Antes de que llegase a la calle de Coloreros, apareció por ésta el popular Garrigó con escolta de infantería y caballería. Se encararon uno y otro caudillo; hablaron... Yo estaba lejos, nada pude oír. Mata siguió hacía los Consejos: sin duda iba a Palacio; el otro entró en la plaza. Observamos que cesaba el fuego. ¿Se entenderían al fin? ¿Traía Garrigó instrucciones de Palacio y nuevos arranques del bondadoso corazón de la Reina? Sin duda no traía nada decisivo, porque el fuego se reanudó... Fue que la Guardia Civil, por orden del valiente Coronel de Farnesio, puso culatas arriba. El pueblo entonces se arrojó obre los guardias para quitarles las armas. Pero los guardias no son gente que a dos tirones se deja desarmar... Otra vez el fuego, y algunos paisanos mandados al otro mundo.
Yo no presencié estos incidentes. Oí los tiros, y vi los heridos y muertos un rato después. Terminó la reyerta retirándose Garrigó con la Guardia Civil, y penetrando impetuosamente en la plaza por sus diferentes boquetes, el mar, el pueblo... En aquel mar iba yo con mi leal escudero, cuya vista de lince descubrió al instante rostros conocidos, y me dijo: «Vea, señor: allí, entre aquellos que manotean, está el valiente... mírelo... Don Bartolomé Gracián, en mangas de camisa, sin sombrero... Arma no lleva, si no es que la esconde.