La Revolución de Julio/XXV
XXV
Corrí tras del hombre que en aquella ocasión a mis ojos tomaba proporciones de figura heroica, tribuno y caudillo de la plebe; pero las oscilaciones del gentío le alejaban de mí cuando ya creía tenerle al alcance de mi mano. Yo gritaba: «¡Gracián, Gracián!» Se perdía mi voz en el bramido estentóreo del viento y la mar, que esto era el pueblo, océano revuelto y aires desencadenados... Por fin, pude cogerle en el arco de la calle de Atocha, y hablamos brevemente, pues no había lugar de largas conversaciones. «¿Quiere usted armas? -me dijo-. ¿Se batirá usted con nosotros y por nosotros?
-Los hombres que se lanzan con tanto valor y entereza a una lucha desigual contra la burocracia y el militarismo, tienen todas mis simpatías. Pero yo no soy de armas tomar; no sirvo para esto... Vengo de curioso...
-De cronista quizás.
-Algo también de cronista. Quiero ver el atleta desnudo, inerme, luchando con su hermano, el otro atleta, vestido de todas armas, pueblo contra ejército, que es dos formas de pueblo la una frente a la otra. Entiendo, querido Gracián, que no hay ni puede haber en el siglo que corremos espectáculo más hermoso que este pugilato entre dos hijos de una misma madre: el hijo soldado, el hijo paisano... Dos gladiadores y una sola espada.
-Me parece que el gladiador desnudo llevará la ventaja. Ahora tenemos que ajustarle las cuentas a este asesino de Gándara, que sube de Atocha con Artillería de montaña, Ingenieros, Guardia Civil de a caballo, y la bendición del Patriarca de las Indias... Allá vamos. En la plaza de Antón Martín se verá quién es más guapo, si él o yo... Tengo antojo de merendarme a ese Gándara con toda su fachenda... Ya sabe él que estoy aquí; ya sabe que a estos pobres borregos los hago yo leones, y que con ellos y conmigo no se juega... No digo que no sea valiente... le conozco; nos conocemos: juntos peleamos el 48... Viniendo contra mí, crea usted que no viene tranquilo... En fin, ya nos veremos luego, y le contaré a usted nuestras hazañas para que las escriba».
Siguió por la calle de Atocha, precedido y seguido de una turba de aspecto feroz, armada con variedad de instrumentos mortíferos, obediente al jefe, a él sujeta por una disciplina improvisada, mezcla de respeto, de entusiasmo a estilo militar, y de terror a usanza de bandidos. Pareciome el valor de Gracián como un producto de la arrogancia histriónica y farandulera. Era valiente por el aplauso, y acometía y realizaba sus hazañas para que le viera el público. Su heroísmo era orgullo con guirindolas y cascabeles; se había imaginado el tipo del héroe popular, y como gran artista, encarnaba admirablemente el papel que para sí mismo había compuesto.
Volvimos mi escudero y yo a la Plaza, donde tuvimos poco tiempo de tranquilidad. Por la calle Mayor aparecieron tropas con intento de ocupar la Plaza, y el paisanaje corrió a cortarles el paso por los portales de Bringas y por los tres ingresos que dan a Platerías. El tiroteo arreció en pocos minutos. Adquirieron ventaja los paisanos por la ocupación previa de las casas. Mientras unos, parapetados en los porches, abrasaban a los soldados, otros, desde los altos pisos y desvanes, les dañaban horrorosamente con auxilio del vecindario: mujeres y chicos arrojaban sobre la cabeza del gladiador armado, tiestos, tejas, agua caliente y otras materias. El gladiador desnudo se defendía con todos los proyectiles que pudieran suplir la corta eficacia de su armamento. No creyéndonos seguros de un balazo en ninguna de las galerías de la Plaza, emprendimos nuestra retirada por la calle de Botoneras. Vimos un portal que se abría para dar paso a un hombre; descubrí en éste a un antiguo conocimiento mío, Sotero Trujillo, el esposo de la pobre Antoñita, que acabó sus tristes días el 48, en un segundo piso de la cercana Plaza: agraciome el tal con un fino saludo; invitome a guarecerme en su domicilio, desde donde podía ver la función sin riesgo; acepté, subimos.
Escalones arriba, me contó Sotero que había contraído segundas nupcias con una viuda, la cual con suave dominación le había curado de su vagancia y borracheras; que su mujer era sastra de curas y ganaba buen dinero, y él, por influencias de ella, había conseguido un empleíto en la expendeduría de las Bulas... Tiempo hubo de que me contara esto y algo más, por ser la escalera larguísima... Llegamos por fin al término de la ascensión... Sotero me presentó a su cara mitad, que es fea, gorda, tuerta; no tiene pescuezo, el seno casi se toca con la barbilla, y los hombros se dejan acariciar por los pendientes de filigrana que cuelgan de sus orejas. La sala en que nos recibieron, y que estaba llena de viejas de la vecindad espantadas de los tiros, era taller de sastrería eclesiástica, y no se veían allí más que sotanas y manteos en corte o en hilván, roquetes y sobrepellices, y algún modelo de bonete colocado sobre una cabeza de sacerdote de cartón. En la pared vi retratos de diferentes Papas, Vírgenes del Sagrario, de la Cinta, de la O, de la Fuencisla, de la Valvanera, y el escudo de la Santa Cruzada junto a un cuadro de mesa revuelta, que fue la especialidad de Sotero en sus floridos tiempos de dibujante.
Con remilgos de finura me hizo los honores de su casa la esposa de Trujillo, no sin decirme que ella es de la familia de los Samaniegos, oriundos de Mena, muy señores míos, y hablamos de aquella cruel guerra en las calles, que no había de traer más que desolación, hambre, irreligiosidad y, por fin, ateísmo... No pudimos extendernos en este coloquio, porque Sotero nos invitó a salir al tejado por un buhardillón, para ver desde lo alto la tremenda lucha entre los dos hermanos, según Gracián: el gladiador vestido y el gladiador desnudo. Yo, que no deseaba otra cosa, acepté la invitación de Sotero, sin hacer caso de los arrumacos de susto con que quiso retenernos la señora; subimos por empinadas escaleras, salimos a un ventanón de donde se veía toda la Plaza... El espectáculo era desde arriba muy interesante, no exento de peligro, pues bien podían algunas balas subir más alto que la intención de los que disparaban. Los paisanos defendían las entradas de Boteros y Amargura, el callejón del Infierno y los portales de Bringas; desde los techos de la Casa-Panadería y casas próximas hacían fuego contra la calle Mayor...
Como el estado singular de mi espíritu ante la revolución visible solía distraer mi atención, apartándola de los objetos de mayor importancia para fijarla en los accesorios e insignificantes, me entretuve un momento, y aun dos momentos, en mirar los gatos que en aquellos irregulares y viejísimos tejados tienen su habitual residencia. Andaban los animales de un lado para otro, paseando su turbación, y excitados por el fuego... Contagiados por el ejemplo de los hombres, unos a otros se desafiaban con furiosos mayidos, y no lejos de mí, en un tejadillo que vierte a la calle Imperial, dos de atigrada piel vinieron a las uñas, y se sacudían y arañaban de firme como encarnizados enemigos. Probablemente se peleaban por dar gusto a la garra, y desconocían el motivo y fin de sus querellas. Observé asimismo que no se veían gorriones ni palomas por aquellos aires. Los tiros ahuyentaban a todos los pájaros que merodean en la zona urbana. Las golondrinas, menos asustadizas de la pólvora, no se habían perdido de vista, y volaban, trazando grandes círculos, en tomo a la mole de San Isidro o sobre el copete de San Justo.
De estas observaciones me apartó Ruy, llamándome a que mirara lo que en la Plaza ocurría: «Señor, mire hacia abajo. ¿Ve aquellos dos hombres que cargan un herido, uno le coge por los pies, otro por los sobacos?
-Sí les veo... y paréceme que no es herido, sino muerto el que traen... Lo tiran en el suelo, como si fuera un saco, al pie del caballo de bronce...
-Muerto parece. De los dos que lo han traído y que ahora vuelven hacia los portales, fíjese en el que va delante, que lleva un gorro colorado... Es mi hermano Leoncio».
Desde las alturas no pude ver del hombre que yo había conocido por Ley, y ahora es Leoncio, más que la gallarda estatura, el andar resuelto, y el encarnado turbante o pañuelo que ceñía su cabeza.
«Si esto se acaba y podemos andar por el suelo sin peligro -dije a mi escudero-, hemos de buscarle y echar un párrafo con él».
El tiroteo era ya menos vivo. Los defensores de Boteros se retiraron al centro de la Plaza. Vimos uniformes que avanzaban. Parapetados tras el pedestal de Felipe III, aún defendían la Plaza los más tenaces. Heridos había muchos; muertos, no pocos. Un hombre de aspecto agitanado yacía junto a un farol, el cráneo deshecho, el calañés a media vara de distancia, y arrimados a la Casa-Panadería, tres hombres tumbados, que más parecían borrachos que muertos: eran cadáveres de héroes bebidos, que habían peleado enardeciendo su patriotismo con el aguardiente. Mujeres vimos recogiendo heridos y metiéndoles en una tienda de vaciador y en la zapatería de Arnáiz... La ventaja de la tropa se manifestaba bien a las claras y crecía por momentos. Al fin el pueblo se retiró a la calle de Toledo, y los soldados ocuparon la Plaza.
Admirable punto de defensa era para el gladiador desnudo el arranque estrecho de la calle de Toledo, entre gruesos porches que le servían de amparo. Allí y en la calle de Botoneras se entabló de nuevo el combate, que no fue de larga duración, porque al gladiador armado le llegó refuerzo por la Concepción Jerónima. El paisanaje se dispersó, filtrándose por los edificios. En tanto, la tropa no podía estacionarse, por no ser suficiente para guarnecer y fortificar todos los lugares estratégicos. Su misión era despejar la extensa línea entre Palacio y Atocha para impedir que en los puntos principales de ella se fortificase la insurrección, y contener a ésta en los barrios del Sur, impidiéndole la comunicación fácil con las zonas del Barquillo y Maravillas, donde también había, por lo que después me contaron, tiroteo gordo. Despejada la plaza Mayor, la tropa siguió hacia la de San Miguel y calles de Milaneses y Santiago. Otras secciones recorrían la línea desde la plaza del Progreso hasta San Francisco.
En tanto, la más tremenda lucha de aquel día se empeñaba en la plazuela de Antón Martín, primero; después, en la del Ángel, entre el bravo Gándara y el paisanaje dirigido por el temerario Gracián y otros tales, no menos arriscados y feroces. Desde la atalaya en que nos habíamos subido, oíamos el estruendo de fusilería y cañones, y veíamos la humareda que el viento empujaba hacia el Oeste, arremolinándola en torno a la torre de Santa Cruz. Observando esto, dijimos que la torre se ponía mantilla. Si el humo nos daba idea de un terrible combate, no era menos pavoroso el efecto de los tiros. Creyérase que todo aquel núcleo de casas, entre la Trinidad y la Imprenta Nacional, entre Santa Cruz y las Niñas de Loreto, se resquebrajaba, y que a pedazos caían paredes y techumbres. La pelea se iba corriendo hacia el Este. Ya el humo no parecía tan amigo de la torre de Santa Cruz, y acariciaba la de San Sebastián. La artillería tronaba por la calle de Atocha...
A todas éstas, el reloj de la Casa-Panadería, que, por encima de la rabia y el delirio de los hombres, seguía fiel a su obligación, nos dijo que eran las cuatro; nos recordó que no habíamos almorzado ni comido, y el hambre nos advirtió que debíamos dar algún lastre a nuestros pobres cuerpos suspendidos en el aire. Discurriendo estábamos el modo y ocasión de comer algo, cuando el amigo Sotero subió a invitarnos en nombre de su señora. Aceptamos con gratitud, y la propia sastra nos sirvió unas malas sopas que sabían a sebo; una fritanga de mollejas, queso, vino y pan de picos, duro de cuatro días. Con ser tan malo el comistraje, nos supo a gloria, y reparamos las fuerzas del gran sofoco de estar todo el día sobre tejas, mirando a los hombres matarse de tejas abajo. Muy agradecidos a las amabilidades de Sotero y su esposa, abandonamos nuestra torre-atalaya; descendimos, y en la calle Imperial nos echamos a la cara un montón de muertos que había arrimado a la pared, en la rinconada del Fiel Contraste. No se llevó flojo susto mi buen Ruy, porque, viendo entre los cadáveres uno con trapos rojos en la cabeza, liados al modo de turbante, creyó por un momento que era Leoncio; mas, examinado de cerca el pobre difunto, nos tranquilizamos, y para mayor seguridad los miramos todos, pues en lo más bajo del montón vi asomar unos pies que me parecieron los del gran Sebo. Tampoco estaba Sebo entre aquellos mártires políticos, cosa natural en quien siempre tuvo por vocación lo contrario del sacrificio por una bandería pequeña o por una idea grande.
«Ya parecerá -dije a mi escudero-, debajo de alguna mesa, o embutido dentro de un armario donde los masones guarden los trastos y chirimbolos de sus ritos... Y entre tanto, Ruysillo, hazme el favor de guiarme hacia donde yo pueda ver y saludar a los queridísimos salvajes Mita y Ley».
Aprovechando el despejo de las calles de Toledo y Latoneros, Ruy me llevó a la de Cuchilleros, diciéndome: «Antes de llegarnos a la cangrejería, donde me parece que no encontraremos a nadie, entremos en el establecimiento del señor Erasmo...». Siguiéndole, miraba yo los rótulos de las estrechas tiendas y pobrísimas industrias de aquel rincón de Madrid. Vi taller de estañero, con muestrario de jeringas; vi tienda de albayalde y ocre; vi albardero y jalmero, cestero, jaulero... Por fin, dijo Ruy: «aquí es»; y por la entornada puerta nos colamos en el local angosto de una tienda que tiene por muestra: Obleas, lacre y fósforos.