La Tribuna: 21
Capítulo XX
Y del accidente se murió aquella noche misma, sin confesión, sin recobrar los sentidos. ¿Fue el sol abrasador? Mil veces le cayó verticalmente sobre el cráneo al señor Rosendo en sus épocas de vida militar, y vamos, que el de la isla de Cuba pica en regla... ¿Fue el haber vuelto a manejar las tenazas y a elaborar barquillos para el extraordinario consumo de aquellos días solemnes? ¿Fue, como dijeron algunas comadres, el orgullo de ver a su hija tan elocuente y bizarra, y tan agasajada por los señores de la Asamblea? Quédese para la posteridad el arduo fallo, si bien parece infundada la última suposición, por cuanto el señor Rosendo, lejos de manifestar complacencia cuando la chica se metía en semejantes trifulcas, rompiera pocos días antes su mutismo para decirle cosas muy al alma sobre eso de buscar tres pies al gato y perder su colocación por locuras. El servicio militar había formado de tal suerte el carácter del viejo, que la insubordinación era para él el más feo delito, y su divisa, obediencia pasiva, automática; así es que amenazó a Amparo, poniendo los ojos fieros y la voz tartajosa, con romperle una costilla si volvía a leer periódicos en la Fábrica. Algunos años antes no hubiera amenazado sino ejecutado; pero la cigarrera, desde que lo es, sale en cierto modo de la patria potestad, y por eso se creyó el señor Rosendo en el caso de guardar consideraciones a su progenitura. Sabiendo cuánto influyen en los sacudimientos cerebrales y en las hemorragias internas los accesos de furor, puede creerse que, tal vez, la rabia y no el orgullo de ver a su hija elevada al rango de Tribuna del pueblo determinaron en la pletórica constitución del viejo la apoplejía fulminante.
En fin, a él lo enterraron y quedáronse las dos mujeres cual es de suponer en los primeros momentos: aturdidas, maravilladas de ver cómo «se va uno al otro mundo». Desequilibrio económico no lo hubo, porque Amparo, indultada, había vuelto a la Fábrica, y Chinto, trabajando como un mulo porfiado que era, ganaba lo mismo que antes y traía fielmente la colecta todas las noches según costumbre, con la diferencia de que ni recogía ni reclamaba su mezquino sueldo. Pareció el nuevo sistema muy ventajoso y cómodo a la tullida, que venía a estar como si tuviese dos hijos y ambos ganasen para sustentarla. Pero Amparo vivía inquieta habiendo advertido cierto peregrino cambio en la actitud y modales de Chinto. Mostrábase este mandón y muy interesado por las cosas de la humilde casa, que indicaba considerar como suya; se tomaba otra vez la libertad de esperar a la muchacha a la salida de la Fábrica, y aun de acompañarla a la ida, si lo consentía la labor de los barquillos; gastaba con ella chanzas finas como tafetán de albarda, y en suma, desde la muerte del viejo, le daba de protector y cabeza de casa, sin que en modo alguno procediese como criado, único papel que Amparo le señalaba siempre, mortificada de ver que el tosco paisano le prestaba servicios. Indignada y ofendida, tratole con más despego que nunca, y para colmo de disgusto, vio que Chinto correspondía a sus desaires con rústicas ternezas y a sus muestras de desvío con pruebas de confianza y afición. Una vez le trajo un pliego de aleluyas, y otra, como le oyese alabar ciertos pendientes de cristal negro, fue y se los presentó a la noche muy orondo.
Ella se negó a estrenarlos.
Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con gran sorpresa encontró delante de sí a Chinto, de un talante como nunca lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un basilisco le hicieran mella.
-¿A qué entras aquí, a ver? -gritó la cigarrera-. ¿Qué se te ofrece?
-Se me ofrecía... dos palabritas.
-¿Palabritas? Tengo que hacer más que oír tus tontadas.
-No, pues yo te quería decir de que... allí... como ya tengo aprendido el oficio... es decir, vamos, que quedándome las herramientas por lo que me debía tu padre de soldada... allí, yo, como ya en la quinta del mes pasado libré... y como vamos...
-¿Acabarás hoy o mañana? Habla expedito, que parece que estás comiendo sopas.
-Mujer, quiérese decir... que si tú admites el arriendo del trato, puedes, es decir, podemos... casarnos los dos.
La risa homérica que soltó la insigne Tribuna al verse requerida de amores por aquella montés alimaña, se cambió presto en cólera al advertir que Chinto continuaba brindándole su mano y corazón con las discretas razones ya referidas.
-Porque yo, lo que es tenerte voluntá... te tengo muchísima, ya desde mismo que te vi... y me gustas que no sé, que parece que mismo no pienso sino en tus quereres... así me veo yo tan destruido, que cuasimente no como y propiamente no me quiere dormir el cuerpo... Por trabajar, ya sabes que trabajaré hasta que me reviente el alma... y por mantenerte...
-¡Mira... si no te sacas de delante, repelo, hago contigo una desgracia! -gritó furiosa ya Amparo dando al mozo, que estaba próximo a la puerta, un soberano empellón para arrojarle del cuarto. Pero el movimiento brusco y familiar despertó la sangre aldeana de Chinto, y con los brazos abiertos se fue hacia Amparo. Esta a su vez sintió que renacía la chiquilla callejera de antaño, y bajándose prontamente, alzó del suelo una botita y estampó el tacón de plano en la inflamada mejilla que vio próxima a las suyas: y con tanto brío menudeó los golpes, que a uno que le alcanzó entre los ojos, el bárbaro galán hubo de exhalar imprecaciones sofocadas, retrocediendo y dejando el campo libre. Mal segura aún la muchacha, agarró una silla; mas sobraban ya los aprestos bélicos, porque el mozo, restituido a la razón por el vapuleo, se había arrojado de bruces sobre la cama, y escondiendo y revolcando el rostro en la ropa tibia aún del cuerpo de Amparo, lloraba como un becerro, alzando en su dialecto el grito primitivo, el grito de los grandes dolores de la infancia que reaparece en las siguientes crisis de la existencia.
-¡Madre mía, madre mía!
Encogiose Amparo de hombros y fuese a su Fábrica, que urgía el tiempo y era preciso ganar el pan, porque el entierro del viejo había consumido sus menguados ahorros. Al regresar contó a su madre lo ocurrido, y con no pequeña admiración oyó que la impedida la reprendía por no haber aceptado la propuesta matrimonial; y es el caso que la lógica de la tullida parecía contundente.
-¿Tú qué eres, mujer? -le decía-. Cigarrera como yo. ¿Y él qué es, mujer? Barquillero como tu padre que en paz descanse. Que te dicen por ahí si eres graciosa, si eres tal y cual... Conversación y más conversación. ¿Él trabaja, eh? Pues a eso vamos, que lo otro... patarata.
Sin querer oír más, la muchacha declaró que no sólo repugnaba casarse con semejante bestia, sino que iba a echarlo de casa volando: no era cosa de tener que atrancar la puerta cada vez que se vistiese. No y no: antes prefería que la aspasen viva que sufrirlo allí a todas horas. Lamentose la tullida, recordó que el jornal de Chinto las ayudaba a vivir; todo se estrelló contra la firmeza de la Tribuna. Y cuando volvió de fuera Chinto a soltar el tubo vacío y a entregar, cabizbajo y humilde como un borrego, sus ganancias del día, Amparo le intimó la orden de no dormir ya aquella noche en casa. El mozo la oyó con rostro entre abatido y atónito; y así que se convenció de que se le condenaba al ostracismo, salió de la estancia a paso redoblado. La tullida se inclinó hacia su hija cuanto pudo para decirle:
-Mira que le debemos cuartos.
-Se los restregaré por la cara -respondió Amparo con magnífico desdén.
A los dos minutos se presentó otra vez Chinto, cargado con los chismes de la barquillería, tenazas, cargador, lebrillo, y hasta un haz de leña; Amparo se puso en actitud defensiva cuando le vio blandir en el aire los hierros; mas no fue sino para desunirlos con fuerza bovina y tirarlos a un rincón desdeñosamente; y en seguida, juntando las tarteras, la leña y el cañuto de hojalata, lo pateó todo hasta reducir a añicos los cacharros y a un bollo informe el reluciente tubo. Ejecutada la hazaña, a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de la cual se retiró sin volver atrás el rostro.