La Tribuna: 25
Capítulo XXIV
Desde que las Cortes Constituyentes votaron la monarquía, Amparo y sus correligionarias andaban furiosas. Corría el tiempo, y las esperanzas de la Unión del Norte no se realizaban, ni se cumplían los pronósticos de los diarios. ¡Que hoy!... ¡que mañana!... ¡que nunca, por lo visto! ¡En vez de la suspirada federal, un rey, un tirano de fijo, y tal vez un extranjero! Por estas razones en la Fábrica se hacía política pesimista y se anunciaba y deseaba que al Gobierno «se lo llevase Judas». Dos cosas sobre todo alteraban la bilis de las cigarreras: el incremento del partido carlista y los ataques a la Virgen y a los Santos. A despecho de la acusación de «echar contra Dios» lanzada por las campesinas a las ciudadanas, la verdad es que, con contadísimas excepciones, todas las cigarreras se manifestaban acordes y unánimes en achaques de devoción. Ella sería más o menos ilustrada; pero allí había mucha y fervorosa piedad. Es cierto que sobre el altar de pésimo gusto dórico existente en cada taller depositaban las operarias sus mantones, sus paraguas, el atillo de la comida; mas este género de familiaridad no revelaba falta de respeto, sino la misma costumbre de ver allí el ara santa, ante la cual nadie pasaba sin persignarse y hacer una genuflexión. Y es lo curioso que a medida que la revolución se desencadenaba y el republicanismo de la Fábrica crecía, aumentáronse también las prácticas religiosas. El cepillo colocado al lado del altar, donde los días de cobranza cada operaria echaba alguna limosna, nunca se vio tan lleno de monedas de cobre; el cajón que contenía la cera de alumbrar, estaba atestado de blandones y velas; más de sesenta cirios iluminaban los días de novena el retablo; primero les faltaría a las cigarreras agua para beber, que aceite a la lámpara encendida diariamente ante sus imágenes predilectas, una Nuestra Señora de la Merced de doble tamaño que los cautivos arrodillados a sus plantas, un San Antón con el sayal muy adornado de esterilla de oro, un Niño-Dios con faldellines huecos y un mundito azul en las manos. Nunca se realizó con más lucimiento la novena de San José, que todas rezaron mientras trabajaban, volviéndose de cara al altar para decir los actos de fe y la letanía, y berreando el último día los gozos con mucha unción, aunque sin afinación bastante. Jamás produjo tanto la colecta para la procesión del Santo Entierro y novena de los Dolores; y por último, en ocasión alguna tuvo el numen protector de la Fábrica, la Virgen del Amparo, tantas ofertas, culto y limosnas, sin que por eso quedase olvidada su rival Nuestra Señora de la Guardia, estrella de los mares, patrona de los navegantes por la bravía costa.
Bien habría en la Granera media docena de espíritus fuertes, capaces de blasfemar y de hablar sin recato de cosas religiosas; pero dominados por la mayoría, no osaban soltar la lengua. A lo sumo se permitían maldecir de los curas, acusarles de inmorales y codiciosos, o renegar de que se «metiesen en política» y tomasen las armas para traer el «escurantismo y la Inquisición»: cuestiones más trascendentales y profundas no se agitaban, y si a tanto se atreviese alguien, es seguro que le caería encima un diluvio de cuchufletas y de injurias.
-¡Está el mundo perdido! -decía la maestra del partido de Amparo, mujer de edad madura, de tristes ojos, vestida de luto siempre desde que había visto morir de viruelas a dos gallardos hijos que eran su orgullo-. ¡Está el mundo revuelto, muchachas! ¿No sabéis lo que pasa allá por las Cortes?
-¿Qué pasará?
-Que un diputado por Cataluña dice que dijo que ya no había Dios, y que la Virgen era esto y lo otro... Dios me perdone, Jesús mil veces.
-¿Y no lo mataron allí mismo? ¡Pícaro, infame!
-¡Mal hablado, lengua de escorpión! ¡No habrá Dios para él, no; que él no lo tendrá!
-No, pues otro aún dijo otros horrores de barbaridá, que ya no me acuerdan.
-¡Empecatao! ¡Pimiento picante le debían echar en la boca!
-¡Ay!, ¡y una cosa que mete miedo! Dice que por esas capitales toda la gente anda asustadísima, porque se ha descubierto que hay una compañía que roba niños.
-¡Ángeles de mi alma! ¿Y para qué?, ¿para degollarlos?
-No, mujer, que son los protestantes para llevarlos a educar allá a su modo en tierra de ingleses.
-¡Señor de la justicia! ¡Mucha maldad hay por el mundo adelante!
Conocido este estado de la opinión pública, puede comprenderse el efecto que produjo en la Fábrica un rumor que comenzó a esparcirse quedito, muy quedo, y como en el aria famosa de la Calumnia, fue convirtiéndose de cefirillo en huracán. Para comprender lo grave de la noticia, basta oír la conversación de Guardiana con una vecina de mesa.
-¿Tú no sabes, Guardia? La Píntiga se metió protestanta.
-¿Y eso qué es?
-Una religión de allá de los inglis manglis.
-No sé por qué se consienten por acá esas religiones. Maldito sea quien trae por acá semejantes demoniuras. ¡Y la bribona de la Píntiga, mire usted! ¡Nunca me gustó su cara de intiricia...
-Le dieron cuartos, mujer, le dieron cuartos: sí que tú piensas...
-A mí... ¡más y que me diesen mil pesos duros en oro! Y soy una pobre, repobre, que sólo para tener bien vestiditos a mis pequeños me venían... ¡juy!
-¡Condenar el alma por mil pesos! Yo tampoco, chicas -intervenía la maestra.
-Saque allá, maestra, saque allá... Comerá uno brona toda la vida, gracias a Dios que la da, pero no andará en trapisondas.
-Y diga... ¿qué le hacen hacer los protestantes a la Píntiga? ¿Mil indecencias?
-Le mandan que vaya todas las tardes a una cuadra, que dice que pusieron allí la capilla de ellos... y le hacen que cante unas cosas en una lengua, que... no las entiende.
-Serán palabrotas y pecados. ¿Y ellos, quiénes son?
-Unos clérigos que se casan...
-¡En el nombre del Padre! ¿Pero se casan... como nosotros?
-Como yo me casé... vamos al caso, delante de la gente... y llevan los chiquillos de la mano, con la desvergüenza del mundo.
-¡Anda, salero! ¿Y el arcebispo no los mete en la cárcel?
-¡Si ellos son contra el arcebispo, y contra los canónigos, y contra el Papa de Roma de acá! ¡Y contra Dios, y los Santos, y la Virgen de la Guardia!
-Pero esa lavada de esa Píntiga... ¡malos perros la coman! No, si se arrima de esta banda, yo le diré cuántas son cinco.
-Y yo.
-Y yo.
Así crecía la hostilidad y se amontonaban densas nubes sobre la cabeza de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban Píntiga, nombre que dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro. Era esta mujer capaz de comer suela de zapato a trueque de ahorrar un maravedí, y no ajena a su conversión una libra esterlina, o doblón de a cinco, que para el caso es igual. Si lo cobró y pudo coserlo en una media con otras economías anteriores, amargolo aquellos días en forma. Acercábase a una compañera, y esta le volvía la espalda; su mesa quedó desierta, porque nadie quiso trabajar a su lado; ponía su mantón en el estante, y al punto se lo empujaban disimuladamente desde la otra parte de la sala, para que cayese y se manchase; dejaba su lío de comida en el altar, y lo veía retirado de allí con horror por diez manos a un tiempo; la maestra examinaba sus mazos de puros, antes de darlos por buenos y cabales, con ofensiva minuciosidad y ademán desconfiado. Un día de gran calor pidió a la operaria que halló más próxima que le prestase un poco de agua, y esta, que acababa de destapar un colmado frasco de cristal para beber por él, le contestó secamente: «No tengo meaja». Señaló la protestanta al frasco, con ira silenciosa, y la operaria, levantándose, lo tomó y derramó por el suelo su contenido sin pronunciar una palabra. Púsose verde la Píntiga, y llevó la mano, sin saber lo que hacía, al cuchillo semicircular: pero de todos los rincones del taller se alzaron risas provocativas, y hubo de devorar el ultraje, so pena de ser despedazada por un millar de furiosas uñas. En mucho tiempo no se atrevió a volver a la Fábrica, donde la corrían.