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La Tribuna: 38

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La Tribuna
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVII

Lucina plebeya


Vestíase Amparo, antes de salir a la Fábrica, reflexionando que diluviaba, que de noche se habían oído varios truenos, que se quedaría gustosa en casa, y aún entre cobertores, si no necesitase saber noticias, excitarse, oír voces anhelosas que decían: «Ahora sí que llegó la nuestra... Macarroni se va de esta vez... hay un parte de Madrí, que viene la república... mañana se proclama».

Al salir de su fementido lecho, la transición del calor al frío le hizo sentir en las entrañas dolorcillos como si se las royese poquito a poco un ratón. Púsose pálida, y le ocurrió la terrible idea de que llegaba la hora. Volviose al lecho, creyendo que allí se calentaría: cerró los ojos y no quiso pensar. Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se unía en ella a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la sábana, prometiéndose no pedir socorro, no llamar a nadie. Mas como quiera que el tiempo pasaba y los dolorcillos no volvían, se resolvió a levantarse, y al atar la enagua, de nuevo le pareció que le mordían los intestinos agudos dientes. Vistiose no obstante, y se dio a pasear por la estancia, a tiempo que una mano llamó a la puerta del cuartuco, y antes que Amparo se resolviese a decir «adelante», Ana entró.

-¿Vienes?

-No puedo.

-¿Pasa algo, hay novedá?

-Creo... que sí.

-¿Qué sientes, mujer?

-Frío, mucho frío... y sueño, un sueño que me dormiría de pie... pero al mismo tiempo rabio por andar... ¡qué rareza!

-¿Aviso a la señora Pepa?

-No... qué vergüenza... Jesús, mi Dios... Ana querida, no la avises.

-¡Qué remedio, mujer! ¿Sigue eso?

-Sigue... ¡infeliz de mí, que nunca yo naciese!

-Acuéstate sobre la cama...

Con su viveza ratonil, Ana arropó a la paciente, y ya se dirigía a la puerta, cuando una quebrantada voz la llamó.

-Llévale la cascarilla a mi madre... dile que me duele la cabeza... no le digas la verdá, por el alma de quien más quieras...

-Sí que no se hará ella de cargo...

Amparo se quedó algo tranquila: sólo a veces un dolor lento y sordo la obligaba a incorporarse apoyándose sobre el codo, exhalando reprimidos ayes. Ana corría, corría, sin cuidarse de la lluvia, hacia la ciudad. Cerca de dos horas tardó, a pesar de su ligereza, en volver acompañada de un bulto enorme, del cual sólo se veían desde lejos dos magnos chanclos que embarcaban el agua llovediza, y un paraguazo de algodón azul con cuento y varillas de latón dorado. Bufaba la insigne comadrona y resoplaba, ahogándose a pesar del ningún calor y de la mucha y glacial humedad de la atmósfera; cuando penetró en la casucha, revolviose en ella como un monstruo marino en la angosta tinaja en que el domador lo enseña. Fuese derecha a la cama de la paralítica, y le dijo dos o tres frases entre lástima y chunga, que a esta le supieron a acíbar; cabalmente estaba deshaciéndose de ver que ni podía ayudar a su hija en el trance, ni acompañarla siquiera; aquella habitación era tan próxima a la calle, que ni soñaba en traer allí a la paciente.

Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras estas sufren la terrible crisis que ellas ya vencieron... Chinto se encontraba allí, semejante a un palomino atontado... Entró la comadrona donde la llamaba su deber, y el mozo y la vieja se quedaron tabique por medio, ayudándose a sobrellevar la angustia de la tragedia que para ellos se representaba a telón corrido... La tullida maldecía de su hija que en tal ocasión se había puesto, y al mismo tiempo lloriqueaba por no poder asistirla. Y a cada cinco minutos la señora Pepa entraba en el cuartuco llenándolo con su corpulencia descomunal, y ordenando militarmente a Chinto que corriese a desempeñar algún recado indispensable.

-Aceite, rapaz... ¡un poco de aceite!

-¿Qué tal? -interrogaba la madre.

-Bien, mujer, bien... ¡Aceite, porreta!

Lo que no se encontraba en la casa, Chinto salía disparado a pedirlo fuera, prestado en la de un vecino, o fiado en las tiendas. Generalmente, al recoger una cosa, la comadrona exigía ya otra.

-Un gotito de anís...

-¿Anís? ¿Para qué? -preguntaba la tullida.

-Para mí, porreta, que soy de Dios y tengo cuerpo y también se me abre como si me lo cortasen con un cuchillo...

Y Chinto se echaba dócilmente a la calle en busca de anís... Volvía a presentarse la terrible comadre, toda fatigosa y sofocada.

-Vino... ¿hay vino?

-¿Para ti? -murmuraba sin poder contenerse la impedida.

-Para ti, para ti... ¡Para ella, demonche, que bien necesita ánimos la pobre!... ¿Piensas tú que yo le doy desas jaropías de los médicos, desos calmantes y durmientes? ¡Calmantes! Fuersa, fuersa es lo que hace falta, y vino, que alegra al hombre las pajarillas, ¡porreta!

Quince minutos después:

-Tres onsas de chocolate, del mejor... Y mira, de camino a ver si encuentras una gallinita bien gorda, y le vas retorciendo el pescuezo... Pide también un cabito de cera... las planchadoras que haya por aquí han de tener...

-¿De cera?

-De cera, ¡porreta! ¿Si sabré yo lo que me pido? Y pon agua a la lumbre.

Y Chinto entraba, salía, dando zancajadas a través del lodo, trayendo a la exigente facultativa cera, espliego, romero, vino blanco y tinto, anís, aceite, ruda, todas las drogas y comestibles que reclamaba... En los breves intervalos que tenía de descanso el solícito mozo, se sentaba en una silla baja, al lado del lecho de la tullida, quejándose de que le faltaban las piernas de algún tiempo acá, él mismo no sabía cómo, y parece que la respiración se le acababa enteramente: el médico le afirmaba que se le había metido polvillo de tabaco en los broncos y en los plumones... Boh, boh... ¿qué saben los médicos lo que uno tiene dentro del cuerpo? Hablaba así en voz baja, para no dejar de prestar oído a los lamentos de la paciente, que recorrían variada escala de tonos: primero habían sido gemidos sofocados; luego quejidos hondos y rápidos, como los que arranca el reiterado golpe de un instrumento cortante; en pos vinieron ayes articulados, violentos, anhelosos, cual si la laringe quisiese beberse todo el aire ambiente para enviarlo a las conturbadas entrañas; y trascurrido algún tiempo, la voz se alteró, se hizo ronca, oscura, como si naciese más abajo del pulmón, en las profundidades, en lo íntimo del organismo. A todo esto llovía, llovía, y la tarde de invierno caía prontamente, y el celaje gris ceniza parecía muy bajo, muy próximo a la tierra. Chinto encendió el candil de petróleo, y trajo caldo a la paralítica, y permaneció sentado, sin chistar, con las rodillas altas, los pies apoyados en el travesaño de la silla, la barba entre las palmas de las manos. Hacía un rato que el tabique no comunicaba queja alguna. Dos o tres amigas de la Fábrica, entre ellas Guardiana, que ya no se quejaba de la paletilla, entraban un momento, se ofrecían, se retiraban con ademanes compasivos, con resignados movimientos de hombros, con reflexiones pesimistas acerca de la fatalidad y de la ingratitud de los hombres. De improviso se renovaron los gritos, que en el nocturno abandono parecían más lúgubres: durante aquella hora de angustia suprema, la mujer moribunda retrocedía al lenguaje inarticulado de la infancia, a la emisión prolongada, plañidera, terrible, de una sola vocal. Y cada vez era más frecuente, más desesperada, la queja.

Serían las once cuando la señora Pepa se presentó en el cuarto de la tullida, enjugándose el rostro con el reverso de la mano. Sobre su frente baja y achatada, y en su grosera faz de Cibeles de granito, se advertía una preocupación, una sombra.

-¿Cómo va?

-Tarda, porreta... Estas primerizas, como no saben bien el camino... -Y la comadre hizo que se reía para manifestar tranquilidad; pero un segundo después añadió-: Puede ser que... porque uno no quiere embrollos ni dolores de cabesa, ¿oyes? Yo soy clara como el agua, vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la edá que tengo... Después los médicos hablan... Y yo cuanto puedo hago, y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella...

Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas manos pringosas.

-¿Habrá que avisar al médico? -gimoteó la tullida.

-Porreta, a mi edá no gusta verse envuelta en cuentos... luego después, que si hizo así, que si pudo haser asá... que si la señora Pepa sabe o no sabe el oficio... Menéate ya, dormilón -añadió despóticamente volviéndose a Chinto...-. Ya estás corriendo por el médico, ¡ganso!

Chinto salió sin cuidarse del agua que continuaba cayendo tercamente del negro cielo, y corrió, perseguido por aquella voz cada vez más dolorida, más agonizante, que atravesaba el tabique, mientras la impedida se lamentaba de que además de morírsele la hija, iba a tener que abonar -¿y con qué, Jesús del alma?- los honorarios de un facultativo. El silencio era tétrico, el tiempo pasaba con lentitud, medido por el chisporroteo del candil y por un clamor ya exhausto, que más se parecía al aullido del animal espirante que a la queja humana. Media noche era por filo cuando Chinto entró acompañado del médico. Acostumbrado debía estar este a tan críticas situaciones, porque lo primero que hizo fue dejar el chorreante impermeable en una silla, remangarse tranquilamente las mangas del gabán y los puños de la camisa, y tomar de manos de Chinto una caja cuadrilonga que arrimó a un rincón. Después entró en el cuarto de la paciente, y se oyó la voz gruñona de la comadre, empeñada en darle explicaciones...

A eso de un cuarto de hora más tarde volvió el soldado de la ciencia a presentarse y pidió agua para lavarse las manos... Mientras Chinto buscaba torpemente una jofaina, la madre, llorosa, temblando, preguntaba nuevas.

-Bah... no tenga usted cuidado... ese chico me dijo que se trataba de un lance muy peligroso, y me traje los chismes... no sé para qué: una muchacha como un castillo, con formación admirable, una versión que se hizo en un decir Jesús... Estamos concluyendo. Ahora la comadre basta, pero yo seré testigo.

Lavose las manos mientras esto decía, y tornó a su puesto. La mecha de petróleo, consumida, carbonizada, atufaba la habitación, dejándola casi en tinieblas, cuando dos o tres gritos, no ya desfallecidos, sino, al contrario, grandes, potentes, victoriosos, conmovieron la habitación, y tras de ellos se oyó, perceptible y claro, un vagido.