La altísima: 06
Capítulo VI
Pronto una tarde la detuvo en el tocador ante el espejo de un armario que por casual ó intencional combinación multiplicaba sus imágenes en la luna Wateau de una coqueta y en la del lavabo del rincón.
-¡Mira, tres Adrias!
-¡Ah!
Y después de estallarla un beso en la garganta, porque ella, dichosa de la admiración de él y coqueta en ella misma y en la coqueta y en los otros dos espejos, se le reía sobre el hombro echada atrás, exclamó imprevistamente:
-Oye... ¿me dejas hacer de ti esta tarde lo que quiera?
Adria tornóse grave:
-¡Oh... Víctor!
-¡Lo que quiera! ¿quieres? -añadió con firmeza tranquila.
-Sí -murmuró turbada ella, firmes no obstante también su voluntad y su deseo.
El insistió todavía:
-¡Lo que yo quiera! ¡Mis rarezas!
-¡Tus rarezas; lo que tú quieras! -le concedió plenamente abandonándosele en el cuello.
Miró Víctor un segundo en el espejo aquella figura arrogante que le enlazaba. La apartó; la condujo por la mano á la marquesita del fondo, y obligándola á sentarse hubo una vez más de prevenirla:
-Lo que quiera, has dicho. Sólo tendrás, pues que obedecer.
Con una rodilla en tierra le tomó encima de la otra un pie y se puso á descalzarla. Era otro así, de pronto, Víctor, y era otra Adria. Reía niña y amante... anhelante, vergonzosa. Salió, desbotonada la bota, hoy gris y perfumada y de estilo versallesco; salió la compañera, que intentó en vano ella desbrochar, porque no quería socorros el despojador habilísimo; en seguida ¡oh! las medias, las finas y caladas medias, castamente y sin apenas descubrirla, aunque las manos, un punto temblorosas, viéronse forzadas á adivinar bien alto entre tibias morbideces las trabas del corsé.
-¡Ah! -triunfó Víctor -mis pobres pies no besados por mis besos! ¡Qué envidia les tendrán á tus manos!
Juntos los dos en su rodilla los besaba como á dos tímidas flores gemelas.
Adria callaba, callaba. Reclinada atrás y en un lado del respaldo, su mano diestra, queriendo hacerle antifaz á su compleja emoción, dejaba ver más ancha la sonrisa de miel en sus labios.
Siempre en la mujer de llama la chiquilla -y acabó riendo, cosquillosa al sentir en las plantas los besos. De un salto se levantó.
-¡Bien! -aprobó el voluptuoso -. ¡Conviene!
Fácil ya, tardaron nada en caer el matiné transparente, la falda y la enagua desajustadas casi á un tiempo en la cintura, el corsé...
Y cuando la maciza estatua flexible envuelta floja en la batista nada más, salió del ruedo de ropas volviendo á abrazarle por pudor, por esconderle contra el pecho los encajes que en el suyo descubrían, á pesar de las manos protectoras los senos altivos y rebeldes, no sintió que aún los sutiles dedos desenlazábanla las cintas de los hombros; y no sintió tampoco, cuando él la sacaba por el talle de la estancia -no sintió en el calor de la sangre suya y del ambiente, ni vio al cruzar por los espejos que lo que la impedía marchar no era su ansia apasionada, sino materialmente la camisa que derribada del busto se le enredaba en las piernas.
-¡Oh! -clamaron en alarma, notándolo al fin sus pudores.
Instintiva y rápida trató de recoger y alzar por la carne la batista, los encajes... pero el dueño la estrechó, la aprisionó, obligándola á seguir... y á los tres pasos dejaba este último cendal por el suelo.
-¡Oh! -gimió más breve la viva estatua hundiendo la faz en Víctor y en sus propias manos.
-Lo que yo quisiera, Adria -recordó él.
Obediente, avanzando guardada de sus ojos por no verse, sus miedos, en la mujer, los tintó la niña de una audaz conformidad cobarde que la hacía lanzar gorjeos de risa agudos y cortados. junto al lecho intentó escapar á protegerse con las sábanas; sólo que Víctor la ceñía, guiándola al comedor:
-No. Dame el café. Son mis ojos los que quieren poseerte.
Volvió brusca á ocultársele en el pecho, y tembló de no sabía que temores al empezar á advertirle sus rarezas.
Llegaban, y ante otro largo espejo que estaba encima del diván, la soltó:
-¡Mirate! ¡Qué bella eres!
La frase de entusiasmo pareció con su fuego quemar los pudores de la que así quedó de improviso desvalida, recogida en ellos. Abrió los ojos y sonrió al amor y á sí misma. Vio, no obstante, tras su imagen, que llenaba de escandalosa blancura el cristal, la de Víctor; y avergonzada de nuevo y cobarde fué á caer con un grito á la poltrona.
Reía otra vez, histérica, oculta del amante, doblada en sí propia, esquivando al menos su cara y su regazo.
-¡Ah, sí! ¡Qué bella eres! ¡Sólo siéndolo tanto podías sobrepujar á la ilusión! -dijo Víctor sentándose no cerca en la otomana -. Y sé serena, mujer: ¡eres la misma que antes! ¡La misma! ¡Y estás vestida de belleza!
La contempló. El cuerpo de marfil no descomponía en la posición doblada el ritmo de artística armonía que antes copiaron recta los espejos. Mostrábasele de costado, y la morena y limpia suavidad, desde el cuello donde descansaba el negro nudo de pelo, desde el brazo ágil y desde el hombro redondo y dulce, corría por el flanco placentera, virginal por el arranque del seno medio escondido, delicadísima y frágil por el talle, y llena de firme y fugitiva hermosura en el ánfora del muslo, en la pierna, en el pie.
Se estremecía y á cada tremor cambiaban por la seda de su espalda los mimosos relieves de sus huesos y sus músculos, finos y fuertes como ya sabía él por los abrazos de hermana, por los abrazos de novia; finos y fuertes sin duda como los de una esbelta Venus acróbata.
No era, sin embargo, la helénica perfección estatuaria; era ¡acaso más! la carnal belleza completamente exhaladora de todas las cálidas y como inocentes gracias de la vida. Era, en fin, la gitana del camino, desnuda aquí, fina, maciza, delicadamente vigorosa.
De pronto la vio levantar la cabeza, en cuya negrura del pelo quedaba una roja florecilla; la vio cruzar más los brazos y hundir los hombros, tornándole más el dorso, mientras volvía con mayor violencia hacia él la faz de enojo y de risa, y la oyó decir:
-¡Oh! ¡Bah! Víctor... ¡Estás loco!
Y á la sonrisa con que él esperó la razón, los ojos de Adria fueron inflamando sus luces negras de un rencor de apasionada pronta á saltar. Alzó una mano y se mesó el cabello.
Tanta bravura de amor y de alma había en la tímida.
Mas aunque todo esto era hermoso, era fácil, y Víctor la quería reina de sí misma. No le forzaron ni aun besó los tersos elipsoides de aquellos senos erguidos y procaces, en perfil, bajo el codo. Dejándola por calculada indiferencia tras él, fué á la mesa.
-Yo hago el café.
Desatornilló la cafetera, echó el café del chinesco bote, y del escarchado jarro azul el agua -volvió á poner la cafetera en el trípode y prendió la lamparilla. Advirtió en seguida detrás un rumor blando, de descalzos pasos, como si Adria, levantada, espíase en su rabia de pasión el momento de arrojársele y vencerle en sus caricias. Violentándose por no volverse, dejábale íntegra á la impaciente su espontaneidad. Todavía, por alargar su espera, encendió un habano en la azulea llama de alcohol; y aun cogió de junto á un rosario que yacía en la mesa un librito de estampadas pastas, una pequeña Biblia, según las letras doradas del dorso. No oía últimamente de Adria sino la respiración lejana y honda, y volvió á ella -con el libro que le había inspirado simpatía, porque leyó manuscrito en su primera hoja: Es de Adria Alverá Rodrigo.
-Toma, fuma -, invitó alargándola un cigarrillo del Cairo, que encendió antes en el suyo; y dejó para esto el libro en la perezosa, al sentarse.
Al tomarlo Adria, pudo notar Víctor que era ella la que ahora sonreía. Habíase deslizado cogiendo de alguna silla el tapiz persa de la mesa, y estaba envuelta en él cuanto pudo de cintura abajo, bien liada, bien ceñida y medio tendida en la otomana para más defensa contra el osado, que ya no podría verla sino el busto.
Sin darse por advertido, quedó á la cabecera de la que tornaba á ser niña pícaramente contenta de su maña. La tela azul, roja, verde, de calientes tonos, moldeábala la cadera y los muslos, haciendo más lívida en el torso la limpia piel.
Adria conocía ya otras dos novelas del novelista, y las recordó:
-En todas tus novelas te gusta desnudar á las mujeres.
-Sí, y en la vida.
-¡Qué manía!
Fumó.
Fumó Víctor, arrojó el humo mezclándolo en el aire al que lanzaba hacia arriba Adria.
Eran, por fin, los amigos conversando.
-No es manía -replicó -. Es un honor casi divino que tributo al amor y á las mujeres. Es que yo habría querido convencer á las que no pude adorar porque nunca pudieron convencerse, de que Dios, que, si es Dios lo hace todo bien y todo bello, no ha podido querer poner en la belleza humana nada impuro ni malvado que luego no podamos contemplar sin impureza ni vosotras mismas ni los hombres, bien más impuros que Dios. Cuando yo imagino, Adria, que Dios le habla á una mujer, no sé por qué me figuro que la ve desnuda, como á la verdad; no sé por qué me figuro que seria ridículo, si Dios llegara á hablaros en el baño, que le hicieseis salir á la antesala mientras os poníais las medias, las ligas, los zapatos, la camisa y un vestido. ¡Lo que me place quitaros para veros como Dios! ¡para no jugar á la lujuria entre pudores de trapo!
Herida por estas paradojas en otro pudor más grande, el de sus creencias, íntegras, guardadas desde niña como otra virginidad que nada le había importado á los que ansiaron la de su belleza, miraba á Víctor, cuando la hablaba así, con una atención supersticiosa. Pero como Víctor la hablaba así con frecuencia, mezclando de singular manera lo santo y lo profano, lo pasional y lo ideal, lo que Adria creía monstruoso y lo que creía altísimo desde su triste condición de pecadora, se iba acostumbrando á sentirle al lado como á un Lucifer de quien no pudiera defenderse.
-¡Oh, de verdad, qué extraño eres! -exclamó como otras veces.
Él sonrió. Llevando un beso en la boca, se inclinó á ella, que esquivó apenas en el brazo el seno á que parecía dirigido. El beso estalló más alto, sin tocarla, litúrgico y callado sobre algo que había cogido la mano lista en el cuello; únicamente al volver á alejarse la boca, advirtió Adria que había sido besada Santa Teresa de Jesús!!... Dio un grito, salvándola con ambas manos.
¡La santa de sus fervores! ¡La efigie que colgaba de la cadenilla en la vieja medalla de plata! ¡La reliquia aquí olvidada por su carne, y que se quitaba siempre en la impureza -por no injuriarla como santa y como santo recuerdo de su madre.
-¡Víctor! -acusó.
Fué extremadamente dolida á quitársela, y Víctor, rápido, sorprendiéndola con ambas manos atrás, besó la medalla y la boca. Ella. logró con un ademán de horror separarla y esconderla al otro lado, entre la tapicería del respaldo y del asiento.
-¡Víctor, Víctor, no seas loco! ¡No seas así, por Dios! -rogó vencida dejándose caer sobre la carne de su brazo, en el del mueble, y cubriéndose con la otra mano la cara.
Permaneció anonadada por el sacrilegio. Era efectivamente una virginidad. De los que hubiesen besado esta carne, ninguno habría besado la medalla encima.
Sonreía Víctor orgulloso. En la ardiente, había barrido su voluntad la pasión de un soplo -y quedaba la mística... que no quería recordar que lo era, así desnuda.
Le fué una tentación de infinita complacencia llegar al fondo de estos terrores.
-Si me quieres algún día -dijo suave y lento doblándose á su oído -será preciso que me quieras, Adria, lo mismo que á Santa Teresa.
La nerviosa botó en una convulsión, y volvió á quedar inmóvil.
La voz, que parecía una conciencia volvía á decirla:
-Tan altamente. Si yo te quiero, te querré igual. Por eso he querido besar en el mismo beso á la santa y á tus labios.
-¡Víctor! -clamó á un nuevo estremecimiento la aterrada.
Hervía la cafetera. Víctor fué á servir las tazas y á traerlas á una silla.
Habíasele caído el cigarro á Adria, y le dio otro; que Adria aceptó y encendió despacio, pidiendo también más azúcar, pensando, en fin, de este modo, que le distraía de sus empeños. Y Víctor, sentado en su sillón y recostado atrás, empezó á decir divagador, mientras ella, siempre tendida, mostraba más duros sus senos de toronja al tender el brazo al café:
-Yo soy también un místico. Yo debo conservar algunas medallas de mi infancia. Leo igual algunas veces estos libros que tienen la brava inocencia ya perdida por el mundo, y ya ves que es idéntico mi afán al del Rey de los cantares por decirle oraciones de la carne á mis amantes desnudas.
Con el habano en los dientes, entornados los ojos por el humo, hojeaba la pequeña Biblia encuadernada en negro. Parecíale á Adria menos intolerable que la pasada, la profanación en que se obstinaba Víctor. Seria, nada decía; fumaba y tomaba el café á cucharaditas, vigilando otras posibles audacias del feroz, que prosiguió:
-Has leído ¡claro! el Cantar de los cantares. Yo diría asimismo para ti: «tu boca es una sangrienta herida hecha por el puñal agudo de tu lengua», «Tu regazo es un valle de marfil donde reposa un negro corderillo...» Pero tú, más bella que las bíblicas amadas; escondes tu regazo un poco aún, como hoy las estúpidas amantes, entre pudores de trapo.
-¡Oh... que tú quitas á tu antojo! -atenuó Adria riendo y con el intento de aferrar la conversación á ellos mismos.
Pero Víctor recogió para el suyo la frase:
-Sí, que yo he quitado, y quitaría de mejor gana el domingo ante el altar, cuando tú fueses á la Iglesia, para que, toda verdad, les preguntases en seguida á tu santa y á tu Dios si no puedes recibirme, junto á ellos, en el sitio para ellos consagrado de tu alma.
-¡Cállate, Víctor! ¡Cállate!
Yo quisiera -continuó acercándose á cogerla las dos manos, que habían arrojado otra vez en sus espasmos de pureza el cigarrillo -que tú al menos al rezar le preguntases á Dios, si no habías hecho mal en estar aquí ante mí desnuda, sabiendo que habrías de volver á verle y á rezarle. Quisiera que cogieses tu medalla y le preguntases lo mismo, ahora mismo, ¡á la medalla que tienes tal vez como recuerdo de una muerta!
No comprendía Adria la obstinación en tal martirio.
Su angustia llegaba á lo intolerable.
Pálida, muy pálida, con los ojos cerrados, no hizo esta vez más que suspirar en triple convulsión; y como su boca se apretaba crispadamente, el aliento de los suspiros entró y salió soplante por sus narices de movibles alas. Luego, abandonándole las manos frías, dejó caer nuevamente al respaldo la cabeza.
-Yo -fustigó cruelísimo Víctor sobre el dolor inerte, con acento suelto y seco -, más perdido que tú (si tú te crees perdida), más infame que tú (si tú te juzgas infame), creo que hago bien.
Al tiempo que desprendía y recogía las manos, abrió los ojos la yacente en un relámpago de duda. ¿Habría pensado que fuese un loco en realidad?
¿Habría pensado que pudiera ser un laico y extravagante catequista deslizado por no se supiera quién junto á ella?
Si pensó esto, acaso no mucho el engaño la engañaba.
-¡Oh, sí; qué extraño es usted! -murmuró.
Ni se dio cuenta del súbito respeto de la frase, ni se daba cuenta de su desnudez olvidada que ostentaba libres sus senos bajando y subiendo al ritmo desigual de la respiración nerviosa, miedosa, anhelosa...
Una respiración singular esta de Adria. Recordaba la de los epilépticos y la de los hipnotizados. Era indudablemente fácil para el éxtasis, y por eso, sin saberlo, ponía su devoción en la extática enamorada de Jesús.
Se halló Víctor al fin satisfecho del dominio sobre ella, cierto de poder apoderarse de toda su alma poco á poco; y por orientarla con precisión nuevamente hacia su «ideal sensualismo», dio primero un breve beso en su boca, que lo recibió pasiva, y dijo después despertándola en pasión para recogerla más en sus espantos:
-Soy algo extraña, cierto. Y mira mis rarezas: te ansío porque no eres honrada; creo que no te podría querer, como quizá llegue á quererte, si fueses honrada; y, sin embargo, tú lo ves, la posesión tuya, que es mi afán, no me impacienta porque no eres honrada, porque te tengo ofrecida con un encanto de seguridad en tu voluntad mayor que el de las honradas, como el de una diosa que deja reposar toda inquietud en ternuras infinitas...; porque me gusta, en fin, dilatarte un día y otro día y otro más, la ventura de verte respetar ¡oh deshonesta! por mí, por quien yo soy, y más que una honrada á quien se toma en la primera traición de sus pudores!... Así, cuando te quiera y te lo diga, tendrás, Adria, que creer que te quiero más que á todas las honradas de la tierra; como tú á Santa Teresa de Jesús, pero en las alturas de tu alma y en los fuegos de tus muslos... ¡y tendrás que dejarme entonces que lo jure yo, como juras tú las pequeñas grandes cosas, por la memoria de tu madre y de mi madre!
¡Calla! ¡Calla! -gimió la atormentada sufriendo en su vileza la ahora mayor profanación de tantas cosas nobles.
Y volvió á rodar como tronchada y muerta su cabeza, y volvió el torturador á enmudecer contemplando los efectos de la nueva vuelta generosa del tornillo de tortura.
En la contracción sombría de su faz iba recogiéndola los temores uno á uno, los espasmos. Esta promesa de raro amor, que así la hacía quien la desnudó en lujuria para hacérsela oír por vez primera, debía parecerle de sangrienta mofa á «la deshonrada, á la perdida»... Esta irreverente invocación en que había reunido por colmo de escarnio y de crueldad al nombre santo de la Santa el santo recuerdo de dos muertas, de dos madres, el de la que le dio el ser á la despreciable y el de la que le dio la vida al hombre honorable y prestigioso que blasfemaba por juego, la hacía mirar su desnudez en su real y cruda y limitadísima verdad de entrega de «perdida»...
-¡Por qué me dices eso, Víctor... á mí! -dijo rebelada bruscamente.
Se había protegido apenas el pecho al decirlo, con los brazos en cruz, y sentada en descompuesto ademán, contemplábase con indiferencia de maldita una pierna que había quedado en cambio descubierta.
En seguida, destrozada, ebria del dolor de sus miserias, empezó lenta y desdeñosa á desliarse de la carne el tapiz.
-¡No, no, Víctor! -iba afirmando al propio tiempo -; aunque fuera verdad que tú pudieses creerlo... ¡no me digas eso á mí jamás! Dejemos lo que es loco é imposible, y deje yo de jugar á los pudores con el último y tan tonto que aún tenía de mostrarme de una vez.
Puesta en pie, acabó de soltar displicente su envoltura, y se mostraba entera con su doloroso incuidado de mostrarse ó no mostrarse.
-¡No, no, Víctor -continuó, inclinando apenas á un hombro la cabeza y teniendo del lado de él en la nuca con lánguida desesperación un puño -, guarda esas rarezas tuyas para quienes las merezcan... yo no podré ser para ti sino lo que soy y lo que he sido... ¡una que pasa y de quien no importa siquiera el nombre! ¿A qué, si es inútil y es mentira, prolongarme la ilusión de creerme respetada?
Su voz acabó de extinguirse al acabar de volverle la cara, huyendo del impávido en la torsión lenta y perezosamente desesperada del cuerpo, sin haber movido los pies. Como velada en la clarísima pureza que habría caído deshecha en alma de sus ojos, miraba Víctor la hechicera carne de gracia y de amor por el pagano escorzo, los leves senos altos y abiertos, el virgíneo vientre donde no dejaron tacha las dos vidas engendradas, la rizosa y breve sombra intensa de pasión, la cadera esbeltamente poderosa...
-¡Adria! -la llamó, cogiéndole la mano que pendía -. ¡Adria!
Diciendo de que ella pareció escuchar:
-¡Adria, yo no sé si ya podría jurarte por mi madre que te quiero con más alma que á todas las mujeres que he querido!
-¡Oh! -guturó ella, insensibilizada ya al horror en la insistente burla.
Mas como al creer sorprenderle el sacrilegio le encontró en los ojos la inmóvil crispación de la verdad, en estos ojos quedó desde los suyos el alma fascinada.
Era preciso, y Víctor le aclaró piadoso á la que así le tenía por fin el alma frente á frente:
-Yo no he podido querer á ninguna con la evidencia que tengo de estar queriéndote, Adria, aunque sea nada más por este instante, con mi corazón, con mis nervios, con mi pensamiento... con mi vida toda en dolor de tus dolores y en placer de tu alegría. ¡Yo he querido tan poco, además, que casi nada es jurarte que te quiero más que á otras!
¿Pudo desear mayor sinceridad la agradecida dichosa?... alzó la mano del franco, del leal, y la besó. Con la modesta persuasión de lo cuán poco valían el alma y el cuerpo que iba á dar por premio, suplicó entonces:
-¡Tómame! ¡Quiero ser tuya, Víctor!...
Víctor se levanto, y por el talle, la condujo en lento triunfo al lecho del amor vestido de blanco y ámbar...